sábado, 21 de noviembre de 2009

14° Capítulo – páginas 130 a 140

Después de varios días de pensar y pensar, decidí que lo mejor y lo único que podía aclararme todas esas dudas sería hablar con Tania. Hacía casi veinte años que no sabía nada de ella y antes de leer esa revista, al evocarla, suponía que tal vez hubiera regresado al Brasil, donde tenía algu-nos familiares.
Un domingo a la siesta fui a un local de cabinas telefónicas. Le pedí al encargado que me buscara en Internet algún número a nombre de Antonia o Tania Dos Santos, en La Pampa.
- Acá hay un teléfono... en Santa Rosa – dijo el joven copiándomelo en un papel.
Entré a la cabina y marqué. Mientras el otro teléfono estaba sonando descubrí que estaba temblando. En pocos segundos estaría hablando con Tania y aún no había pensado qué iba a decir y mucho menos cómo haría para llegar al tema que quería tratar. A último momento se me ocurrió que lo mejor sería saludarla, recomponer la amistad y concertar un viaje a verla, en compañía de mi hija. Llegué a imaginarme en su casa viendo fotos de Carolina cuando era niña.
Pero la voz que me atendió no era la de Tania.
Después de un cauto saludo, dije:
- Yo quería hablar con una señora que hace varios años estuvo viviendo en General Pico...
- Ah, está equivocado, yo me llamo Talhía Dos Santos - me remarcó -. Usted seguramente quiere hablar con la señora Tania, la madre de la mode-lo Carolina Ardohaín. Siempre me llaman pensando que soy yo.
Pedí disculpas y colgué. Efectivamente, en el monitor del locutorio apa-recía ese otro nombre, similar al buscado. El empleado me lo había dado igual.
- Buscá algún teléfono de La Pampa a nombre de Carolina Ardohaín - le dije.
Aparecieron algunos de ese apellido, pero ninguno de Carolina.
- Intentá buscando en todo el país - le pedí finalmente como último re-curso.
- Acá hay uno,... en Buenos Aires - me dijo.
Marqué ese número con más nervios que antes. Me atendió un joven.
- ¿Estoy hablando con la casa de Carolina Ardohaín? - pregunté.
- Sí - contestó el muchacho.
- Mirá, yo quisiera hablar con la madre de Carolina, ¿está ahí?
- No, pero acá viene Carolina - dijo él.
- Hola, ¿quién habla? - preguntó ella inmediatamente.
- Hola,... mirá, yo debo ser el único argentino que logra hablar con vos... y no es para hablar con vos,... yo quería hablar con tu mamá... - le dije bromeando y más que todo para aliviar mis nervios mientras pensaba qué otra cosa decirle.
Ella rió apenas como para cumplir y dijo:
- Pero mi mamá vive en La Pampa, en Santa Rosa.
- Yo soy un amigo de hace muchos años y quería saludarla. ¿Vos me podés dar su teléfono?
- No, mi mamá no tiene teléfono - dijo ella, seguramente mintiendo.
- ¡Qué lástima! ¿Y cómo podría comunicarme con ella? - pregunté.
- No sé, vas a tener que ir a La Pampa... - contestó sin darle mucha importancia.
- ¿Vos podrías darle un mensaje? ¿Tenés dónde anotar?
- Sí - respondió.
Le di mi nombre, dirección y teléfonos y le pedí que le trasmitiera a Ta-nia que yo necesitaba hablar con ella, que por favor me llamara o me escri-biera.
Nos saludamos y allí terminó nuestro primer y único contacto directo.

Pasaron los meses y ese comentario a mi amigo y sus suposiciones fue-ron trascendiendo y creciendo, transformándose en una certeza que la gen-te repetía a mis espaldas sin ningún reparo: Para mis amigos y otros que por medio de ellos escuchaban el chisme no cabían dudas: Yo era el padre de Pampita. Los que me conocían de toda la vida, al enterarse de la ver-sión, advertían inmediatamente nuestro parecido (No con mi aspecto actual, sino con el que tenía hace treinta años.) y repetían el comentario con con-vicción.
Algunos se atrevían y se acercaban a preguntarme. Si bien es cierto que nunca aseguré semejante cosa, también es verdad que reconocí que la posibilidad existía. Aún continúo contestando – y pensando - lo mismo.

Pasó el tiempo y dos años después, en Septiembre del 2003, se realizó en mi ciudad el III° Encuentro Interprovincial de Escritores y Poetas. Yo estaba invitado desde hacía tiempo y decidí aprovechar ese momento para presentar mi libro "Dos Años de Luces Rojas", con los primeros setenta ejemplares que tenía armados en ese momento.
En ese texto, como ya habrá leído quien ha llegado hasta esta segunda parte, figuraba la historia de amor que tuve con Tania y de algún modo ilus-traba sobre su personalidad. Pero no me preocupó, después de todo yo sólo decía la verdad. No era mi culpa si no coincidía con algunas mentiras más difundidas.
(Nótese que, de habérmelo propuesto, podría haber cambiado todas las partes del libro que no coincidían, haciéndolas encajar perfectamente con la “historia oficial” mostrada en Internet.)
Un Sábado a la tarde, ante una cantidad importante de escritores de todo el país, presenté el libro. Al hacerlo mis palabras estuvieron destinadas a ubicar el ambiente nocturno de los años setenta donde se desarrollaron la mayoría de los hechos narrados. Al terminar, como se estila, previendo que algo no hubiera quedado suficientemente claro, pregunté si alguien deseaba hacer alguna pregunta.
- Yo quisiera que Rubén compartiera con nosotros una historia oculta que tiene su libro - dijo una señora, agregando: - Una historia donde queda evidente que él es el verdadero padre de una conocida modelo de La Pam-pa.
Unos días antes esa señora me había preguntado si era verdad lo que se comentaba sobre esa paternidad. Mi respuesta había sido la citada re-cientemente, pero mis evasivas, al parecer, no habían sido suficiente y ella entendió que era el momento de saber algo más, comprometiéndome ante el público.
Estaba en una disyuntiva, podía callar, podía mentir, diciendo que no, que todo era un comentario equivocado... o podía decir la verdad de lo que pensaba.
Elegí esta última posibilidad, y dije algo así:
- Lo que la señora dice es verdad. Es una historia compleja que no puedo detallar aquí. No la he citado porque no quiero mezclar mi libro con ese tipo de publicidad, y no quiero mezclarlo porque ese tema sólo se toca en unos pocos renglones finales.
No dije mucho más. Nadie había dado nombres, pero allí, entre el pú-blico, había algunos escritores de La Pampa que me miraban con atención. Bajé de la tarima y, saludando sólo a los que se me cruzaban, salí del salón.
Una vez en la vereda me alcanzó Francisco Navarrete, periodista de FM Raíces, emisora local.
- Rubén, ¿podemos hacer una nota sobre tu libro? - me preguntó.
Le dije que sí y fuimos juntos hasta un café cercano donde nos senta-mos a una mesa. La nota comenzó hablando exclusivamente sobre el libro, pero yo intuía que eso no duraría.
- ¿Qué hay de cierto en ese comentario que circula sobre tu supuesta paternidad de la modelo Pampita? - me preguntó de repente.
Otra vez estaba ante la misma encrucijada, y una vez más mi elección fue decir lo que pensaba, pero esta vez con más detalles. Creía, iluso de mí, que de ese modo podría atenuar esas versiones y retrotraerlas a lo que yo efectivamente consideraba: que realmente existía esa posibilidad, que físi-camente nos parecíamos mucho y que estaba a la espera de lograr un con-tacto directo que me permitiera tratar ese tema con la madre, con la espe-ranza de tener algún día una respuesta concreta.
Una hora más tarde, en la radio, pasaban la "primicia nacional": Como suele ocurrir, de mis palabras habían escuchado sólo lo que querían escu-char. Yo era, definitivamente, el padre de la muchacha.
El día lunes, a la mañana, me visitó en mi casa Walter Gastón y Fran-cisco Navarrete. El primero, propietario de la FM Raíces que había difundido la noticia y el segundo, el periodista que me había hecho la entrevista.
- Han llamado de Buenos Aires. Quieren saber más de ese tema – me dijeron.
No me extrañó que quisieran saber más. En esos días Carolina estaba pasando un mal momento. Distintos problemas la mantenían como eje de algunos programas del espectáculo. Alguien había hecho llegar la noticia y no podían dejar pasar la posibilidad de un escándalo de alcance nacional. Les dije que por el momento no quería declarar nada más y que no dieran mi teléfono a nadie.
Al mediodía, después de llevar a mi hija a la escuela, me dispuse a es-cribir en mi computadora las respuestas a algunos mail que pensaba enviar más tarde. Puse la pava a calentar, para tomar unos mates, y me senté a la computadora. Cuando calculé que el agua debía estar caliente fui a buscar-la.
El televisor estaba encendido y sin volumen. Pero no hacía falta el soni-do. En la pantalla, un gran titular decía: "Escritor mendocino reclama la pa-ternidad de Pampita".
Subí el volumen y me apoyé en la mesa. Aunque, como dije, era algo previsible, mantenía la esperanza que mi negativa a extenderme sobre el tema dejara las cosas ahí. Imaginaba a Tania, desesperada, con los ojos muy abiertos, tomándose la cabeza y acordándose de mí, y principalmente de mi madre. Imaginaba a Carolina, igualmente alarmada, telefoneando a Tania para preguntarle quién era ése tal Rubén Antolín Heredia y porqué había dicho esas barbaridades. Imaginaba a mis parientes y amigos, repar-tidos en todo el país, con la boca abierta, reconociendo mi nombre y apelli-dos. Y me imaginaba a toda la gente de mi ciudad mirando asombrados el escándalo nacional que se había desencadenado de esas pocas palabras.
¿Qué hacer en un caso así? Algunos de mis amigos opinarían luego que debí guardar silencio, ocultarme y dejar que el fuego se apagara solo. Pero no es mi estilo de vida esconder la cabeza. Todo eso que se estaba difun-diendo con tanto escándalo había salido de mi boca. Y todo era - y sigue siendo - verdad. Voy a repetir estas palabras: Todo lo que dije y escribí era, y sigue siendo verdad. Si esa verdad era escandalosa no era por mi culpa. No había porqué negarlo ni tratar de disminuirlo. Como dice el viejo dicho: Con la verdad, no ofendo ni temo.
Es cierto también que yo había pecado de cierta ingenuidad al no calcu-lar que alguien iba a informar a los programas de chismes de semejante noticia, aunque en ella yo apareciera diciendo “no sé”, siempre se iba a leer o escuchar como un sí.
Pero no era momento de arrepentirse. Tarde o temprano debía saberse lo que yo pensaba. Y yo quería - y quiero - saber la verdad.
(Los hechos posteriores me demostrarían muy pronto que, de otro mo-do, jamás hubiera llegado siquiera a plantear mis dudas.)
Los conductores del programa que difundía la primicia, sin saber de mí nada más que el nombre, se habían puesto inmediatamente en mi contra y estaban abocados a demostrar – a cualquier costo - que yo mentía.
Como dije, Carolina, inmersa en una fama que aún no había aprendido a sobrellevar, vivía acosada por el periodismo.
- Acá sólo me queda un camino, y es hacia delante - le dije esa tarde a mi hermano -. Si no les contesto, van a seguir hablando solos y me van a hacer quedar como un chanta. Una especie de Cartonero Báez, versión 2003. Voy a tener que seguir adelante hasta saber la verdad.
Al mediodía siguiente hablé por teléfono con el programa que dio la primer noticia. Tal cual esperaba, me agredieron tratando de desacreditar-me. No los culpo, es su trabajo y cada uno vive como puede. Lo único que me preocupaba era que esas injurias gratuitas fueran a afectar a mi hija en la escuela. Ella confía ciegamente en mí y un solo comentario de alguno de sus compañeros dudando de la veracidad de mis palabras podría dolerle mucho.
Los días siguientes fueron iguales o peores. En ese programa de chis-mes, cada vez que se pronunciaba mi nombre, una nueva versión se agre-gaba a las supuestas "investigaciones" que estos “periodistas” hacían sin moverse de su escritorio. Dijeron que yo había sido "comprado" por otras modelos rubias, en ese momento enfrentadas laboralmente con Carolina. También aseguraron que todo estaba destinado a vender mi libro. Eso hizo que suspendiera momentáneamente su distribución en las librerías locales. (Recuérdese que sólo tenía setenta ejemplares armados.)
Mientras tanto, Carolina hacía saber a los periodistas que por dos meses no trabajaría ni haría declaraciones. Su manager, desde una revista, me amenazaba con acciones legales. (Aún las espero y tiemblo al recordar-lo.)
Nunca he podido aceptar un insulto o una acusación si tengo la posibili-dad de rebatirlos. Comencé a pensar en contestar a alguno de los tantos llamados que me hacían de los distintos programas de la televisión de Bue-nos Aires.
Supe que el programa de Mauro Viale estaba enfrentado con el que me acusaba. Aunque el estilo de su conductor no era mi preferido, acepté darle una nota exclusiva y ese viernes a la noche tomé el colectivo a la Capital. Me acompañaban mi madre y mi hija, con la única intención de pasear un poco y ver a algunos familiares.
Bajamos del colectivo en Liniers. Los productores del programa que nos estaban esperando nos informaron que en Retiro había periodistas de otros medios esperándome. Eran las siete y media de la mañana. Nos llevaron a un hotel, nos dieron habitaciones y, cuando creíamos que nos dejarían so-los, uno de los productores nos dijo:
- Yo me voy a quedar aquí, por si necesitan algo.
Efectivamente, se sentó en uno de los sillones y se quedó allí, montan-do guardia.
Apenas entré y comencé a revisar mis cosas, advertí que había olvidado mi cepillo de dientes. Bajé dispuesto a salir a comprar uno. El productor, apenas me vio, se puso de pie y se acercó.
- ¿Qué necesita? – preguntó.
- Voy a ir a comprar un cepillo de dientes – le dije.
- Voy yo, ¿quiere alguna marca en particular? –preguntó.
Así fue durante todas las horas del día, entendí que tenían terror de que algún programa opositor les arrebatara una nota y se les anticipara en algún detalle desconocido. Bajé algunas veces hasta la mesa de entrada y pude ver cómo, desde el lado opuesto de la calle, me fotografiaban con cámaras con teleobjetivo. ¿Quién era yo para ellos? ¿Eso era ser famoso? ¿Eso era - según ellos - lo que yo buscaba al “inventar” una historia así? No, gracias, nunca quise, ni imaginé, vivir así.
Esa noche, al llegar al canal y entrar a la oficina de producción comen-zaron las sorpresas. Lo estipulado inicialmente era que yo hablaría a solas con Mauro, sin límite de tiempo. Pero este conductor no se caracteriza ge-neralmente por cumplir su palabra, mucho menos cuando ya tiene a su invitado enfrente y a novecientos kilómetros de su casa.
El estudio estaba lleno de presuntos padres e hijos de famosos. Casos que, a los ojos de la producción, tenían alguna similitud con el mío. Estaban allí: “la hija no reconocida de Palito Ortega”, “el padre no reconocido de Nosequién”, “la madre no reconocida de Montoto” y otros ejemplares reco-lectados vaya a saber dónde, cómo y por cuánto. Estos padres, hijos y en-tenados consumieron gran parte del tiempo del programa con fábulas insos-tenibles e increíbles, enlodando el terreno donde yo debía exponer mis ver-dades. Entre las pocas cosas positivas de esa noche, a mi lado tenía senta-do al famoso escritor Dalmiro Sáenz. Entre dos bloques, comentando mi tema, le conté que, debido a ese escándalo, había retirado mi libro recién presentado.
- ¿Y porqué lo vas a esconder? ¿Dice alguna mentira? – me preguntó.
- No, al contrario, pero parece que dice verdades molestas... – le acla-ré.
- Si vos querés contar una verdad no tenés que preguntarle a nadie, esperá y escuchá bien lo que yo voy a decir acá – me dijo.
Por supuesto, cuando le tocó hablar, demostró que no tiene ningún proble-ma en contar cualquier barbaridad relacionada con su vida. Entre otras co-sas, y ante el asombro de presentes y televidentes, contó que alguna vez había intervenido en una “orgía” con la actriz Elena Cruz – en ese entonces diputada – y su esposo, el actor Fernando Siro.
Pero yo seguía con dudas. Finalmente, llegó mi turno y me indicaron una banqueta donde debía sentarme. Comenzó a interrogarme Mauro Viale, pe-ro inmediatamente se sumaron algunos panelistas, demostrando una total ignorancia sobre el tema y la improvisación que ya es tradición en los pro-gramas de ese conductor.
En un momento Mauro me preguntó cuál era el libro que había escrito. To-mé una bolsa donde llevaba entre otros papeles y fotos, una tapa del libro, y me dispuse a sacarla. Como si hubiera estado pactado (tal vez lo estaba) unos abogados cara linda de esos que suelen revolotear en ese programa, creyendo haber descubierto el agua tibia, comentaron en voz alta que yo quería publicitar mi libro. Guardé la tapa que aún no acababa de sacar y le dije a Mauro que se la mostraría en privado.
De todos modos, en medio de acotaciones y preguntas inconcebibles, y contestando duramente a algunas agresiones gratuitas, logré contar mi ver-sión hasta donde en ese momento podía hacerlo. Recuérdese que todavía nadie del entorno de Carolina había dado ninguna respuesta, negando ni confirmando nada. Yo no tenía una oposición seria y extenderme sobre al-gún detalle en ese ámbito era, al menos, apresurado. Nadie puede discutir solo.
Para finalizar el programa, Mauro me pidió que hablara a la cámara imaginando hablar con Carolina. Tampoco estaba pactado, pero a esa altura ya nada me sorprendía. Miré hacia la cámara y comencé dirigiéndome a Tania. No tenía ninguna duda de que estaba frente a un televisor, mirando ese programa. Entre otras cosas, le pedí que hablara con su hija, concreta-mente le dije: - “Si de una palabra tuya depende, decí esa palabra...” El mensaje – creía yo – era claro: Sólo debía decir las palabras: “puede ser”.
Luego, dirigiéndome a Carolina, le pedí que no se quedara con la duda, que lo que yo decía era verdad y la posibilidad existía.
Estaba por dar por terminado aquello, cuando escuché que Mauro, a media voz, me sugería que le dijera a Carolina “que la quería”. Por supues-to, se quedó esperando.
Cuando todo terminó, y ya en la oficina de la producción, me dijeron que lo que yo había contado, si bien no probaba nada, había sonado muy creíble.
- Dije lo que hasta ahora puedo decir – acoté.
Antes de retirarme del canal, un conocido abogado (el único que no me había atacado) se ofreció a llevar adelante un juicio gratuito impugnan-do la paternidad de Carolina.
- Voy a esperar un poco. Seguramente después de esto me van a lla-mar a hacerme un examen de ADN - le dije confiado.
- No te van a llamar. La gente, cuando tiene plata, no se agacha más a mirar a los que quedaron abajo - me aseguró.
Tenía razón. Nunca logré una respuesta directa a ninguno de mis di-chos.

El día domingo, al atardecer, decidí llevar a mi hija a conocer la calle Florida. Llamamos un taxi y salimos; en la calle no se veía un alma. Llega-mos a la famosa calle peatonal y comenzamos a caminar. Recorrimos media cuadra y entramos a una librería a comprar unos libros para mi hija. Al salir, ya anocheciendo, escuché detrás algo parecido a “el padre de Pampita”. Me di vuelta, pero ya estaban allí. Alcancé a tapar la cara de mi hija con la campera, mientras nos rodeaban enfocándonos con un reflector y por su-puesto, filmándonos a la vez que nos acosaban con preguntas que no pensaba contestar. Caminamos trabajosamente así, “iluminados por la fa-ma”, tomamos otro taxi y regresamos al hotel.
Esa misma noche me llamó uno de los conductores del programa que me había atacado durante toda la semana. Quería que fuera a su programa, a las dos de la tarde del lunes. Era evidente que me habían tratado mal con la única intención de obligarme a enfrentarlos en su terreno. Pero le dije que no. Para ellos mi presencia sólo significaba televidentes. Yo no iba a contribuir con mis atacantes.
Insistieron varias veces con distintos argumentos. Finalmente, en una de esas llamadas, el que hablaba, dijo:
- Mire, la producción está dispuesta a pagarle una buena cifra por ve-nir al programa...
Era evidente que se trataba de una trampa, esa conversación, como las an-teriores, estaba siendo grabada.
- No me ofertés plata – le dije -, me estás grabando para cocinarme en tu programa. Yo soy del interior, pero no te confundás, no soy tan pelotudo.
- ¡Cómo se ve que no nos conoce! – me contesto, con tono ofendido.
- Justamente porque te conozco y veo todos los días cómo actuás con los otros, es que no voy a ir a tu programa, no me llamés más – dije cortando.
Una hora antes del programa llamaron otra vez.
- Habla Luis Ventura – dijo él -. Quiero proponerle algo. Cuando usted entre al estudio, yo me retiro.
- Vos estás confundido – le dije -, yo no tengo nada con vos, vos no sos mi enemigo, vos no podés ser mi enemigo porque no sabés nada de mí. Hoy te ponés en mi contra porque es tu laburo. No voy a ir a tu programa porque no siento que ustedes estén representando a Carolina, simplemente, yo no tengo que discutir este tema con uste-des, ¿se entiende?
- ¿Usted sabía que a Carolina ya le han hecho un examen de ADN? – me preguntó finalmente..
- No, no sabía... – contesté.
- Fue cuando tenía cinco años, le hicieron ese examen comparando su ADN con el de su abuelo Ardohaín... y ahí fue cuando le pusieron ese apelli-do – me dijo.
- Está bien, mejor así – le contesté sin entrar en su juego.
- Yo lo voy a decir en el programa,... si quiere defenderse ya sabe que puede venir... – dijo él.
La conversación terminó enseguida, aunque no en los malos términos que merecía.
Después de almorzar me quedé frente al televisor a ver lo que decían. Luis Ventura comenzó sacando su última y, según él, definitiva carta. Tal cual me había adelantado, dijo que a Carolina, cuando tenía cinco años, se le había hecho un estudio comparativo de ADN con su abuelo Ardohain. Eso, para cualquiera que no estuviera informado, probaba que yo estaba, al menos, equivocado. Otros podrían entender que había mentido y de allí en más catalogarme con todos los adjetivos que ya habían usado estos “perio-distas”.
Yo ya había resuelto no seguir contestando sus ataques. Como dije, ellos no estaban representando a Tania, a Carolina y mucho menos a la opinión pública. Ni siquiera podía clasificarlos como mis enemigos, no me conocían, no sabían nada de mí, me estaban atacando del mismo modo en que podrían estar halagándome. La verdad no estaba dentro de sus objeti-vos, sólo les importaba el grado de escándalo que mi presencia podía ase-gurarles.
De todos modos, quise interiorizarme sobre el tema ADN. Fui a unas cabinas de Internet y busqué todo lo que hubiera sobre la sigla "ADN".
El examen de ADN comenzó a usarse en el año 1988, solamente para identificar cadáveres, en ese momento con un 99 % de seguridad. Coincidía una persona de cada cien. Para el año 1990 ya se había perfeccionado el método llegando a un porcentaje de seguridad del 99,99%, es decir, una persona cada 10.000.
¡¡Pero hasta entonces todo eso se hacía en los laboratorios del FBI de Estados Unidos!!
¡¡El primer examen de ADN en la Argentina se había hecho recién en el año 1993!!
¡¡En ese año, 1993, Carolina ya tenía quince años cumplidos y era Re-ina Nacional de los Estudiantes... con el apellido Ardohaín!!
Carolina nació el 17 de Enero del año 1978 y cumplió cinco años el 17 de Enero del año 1983. Según Luis Ventura en ese año le habían hecho ese estudio de ADN.
Pensé en llamar nuevamente a ese programa para desenmascarar esa nueva mentira que se agregaba a las que ya pululaban sobre la historia ofi-cial de Carolina. De paso podría felicitar a los científicos pampeanos por haber logrado hacer un examen de ADN casi diez años antes que en el FBI.
Pero no eran ellos los que mentían.
Como dije, y a pesar de todos sus esfuerzos, nunca pude ver a esos pe-riodistas como mis enemigos, sólo hacían su trabajo. Trabajo ruin si se quiere, pero trabajo al fin. Hace poco vi y escuché a Luis Ventura, el que más me atacaba, diciendo en otro programa: - Si hay alguien que respeta la ética y los códigos, soy yo. Jamás mentiría para condimentar una nota.
Me quedé esperando, y aunque usted no lo crea, no se puso colorado ni le creció la nariz. He vuelto a verlo anunciando el embarazo de alguna modelo o la inminente separación de alguna pareja de famosos, y me digo: - Pensar que habrá gente que está escuchando y creyendo esas cosas como verdades comprobadas, frutos de una seria investigación...
Como suelen decir justamente ellos: ¡Qué país generoso!
Estando aún en Buenos Aires, escribí una larga carta a Carolina. En la oficina de producción de Mauro Viale me habían dado su dirección.
En esa carta le reiteraba con más detalles las causas de mi aparición. Trataba de interesarla en saber más de la otra historia que yo podía contar-le. Le nombraba a sus parientes, a los cuales conozco y recuerdo perfecta-mente, intentado probarle que realmente conocía bien la historia de su ma-dre y, obviamente, había sido parte de ella.
A partir de ese momento, durante el año siguiente, le envié siete u ocho largas cartas, algunas de más de seis páginas. En todas reiteraba mis datos completos. Junto a mis correos electrónicos incluía uno creado espe-cialmente para ella. Es decir, le enviaba una dirección de e-mail que nadie, aparte de nosotros dos, conocía. Cualquier mail que entrara sólo podía venir de ella o de alguien que hubiera leído mis cartas.
Llegué a explicarle cosas tan obvias como el modo de sacar un correo electrónico a nombre de cualquiera. De ese modo, le aseguraba, podríamos comunicarnos sin riesgos para la privacidad que tanto parecía importarle.
Imprimí en mi computadora algunas fotos de mi juventud y otras de mi niñez, en las que nuestro parecido es aún más evidente, y se las envié.
- Guardalas - le escribí -, algún día vas a tener un hijo. Por supuesto, cualquier parecido será casualidad...
Nunca me contestó.

Un mes después de mi aparición, tal vez confiada en mi promesa de no aparecer más en TV, Carolina le dio una nota exclusiva a Susana Jiménez.
Cuando, ineludiblemente, salió el tema de mi aparición, ella se rió y dijo que le había parecido "increíble" ver a “ese hombre” diciendo "esas cosas".
Susana la tranquilizó contándole que a ella también le había aparecido "un viejo sin dientes" diciendo ser su padre.
Me metí los dedos en la boca y conté los míos. Estaban todos ahí. No había sido yo.
Carolina siguió diciendo: - "... lo que pasa es que mi papá está muerto y no puede defenderse".
Me sentí indignado y estuve a punto de llamar por teléfono al programa ofreciéndome para responder a eso. Pero decidí esperar un poco más.
- "... pero yo sé muy bien quién es mi padre" - dijo Carolina para termi-nar con el tema.
- Bueno - pensé -, al menos sé que no me cree.

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