sábado, 21 de noviembre de 2009

10° Capítulo – páginas 90 a 100

Al otro día, a la siesta, mientras los dos tomaban mate en el patio del boliche, vieron detenerse el mismo camión sobre la ruta. Carlos corrió a buscar el rifle 22 y agachado pasó corriendo hacia atrás de la pileta. Mientras tanto Pablo, con su revólver en la cintura, del lado de atrás, salía a recibir al hombre que se había bajado y entraba por el caminito que separaba la ruta de la casa. Éste, cuando vio que lo esperaban con armas en la mano, entró con las manos en alto y gritando que no venía a buscar problemas. No era el mismo que se había escapado sin pagar. Era el dueño del camión. La noche anterior se había quedado durmiendo en la cucheta mientras su empleado bajaba a tomar algo al boliche. Este último, el empleado, había dicho a Pablo que iba hasta el camión a buscar plata para pagarle. Cuando subió al camión, lo puso en marcha y salió rápidamente a la ruta. El dueño se despertó con los virajes del camión cuando el Fiat 600 se les cruzó tirándole tiros al motor. Creyó que los querían robar y ordenó a su chofer que apurara la marcha. Más tarde el empleado le confió que se había escapado sin pagar y al tipo le empezó a preocupar que algún día pudiéramos reconocer el camión y hacerle pagar a él el chiste de su chofer. Quería dejar aclarado que no tenía participación alguna en el asunto. Terminó pagando la consumición del otro a cambio de su futura tranquilidad.


Mi amor a la vida y a la libertad ha crecido mucho en los últimos años. Hoy no arriesgaría ninguna de las dos por ningún dinero ni por la emoción de la aventura. En los casos citados jamás buscamos la pelea. No nos hacía falta. Ese tipo de problemas venía solo hacia nosotros. Sin embargo, hemos conocido individuos de personalidad violenta e impredecible, capaces de pegarle una puñalada al más inofensivo mozo que les niegue un vaso de vino gratis. Sin ser psicólogo creo que interiormente y por distintos motivos, estas personas se sienten muy inferiores al resto. Y presienten que esa carencia, en su caso, es real e irremediable. Acuden al alcohol (hoy también a las drogas) buscando aliviar ese sentimiento. Con el tiempo estos vicios agudizan el problema y sólo les queda continuar en la caída. Esa convicción de tener digitada una vida mediocre (en el mejor de los casos) y sin salida los hace sentirse permanentemente infelices. Cuando están frescos, porque sus problemas están ahí, palpables, a la vista, gritándoles a la cara esa verdad incómoda e irreparable. Y cuando están borrachos (o drogados) porque lo están. Pierden el natural apego a la vida y permanentemente buscan la opor¬tunidad de jugársela, con o sin motivo. Si les va bien en la pelea, insistirán e insistirán hasta que otro, de igual personalidad, o uno de esos tantos mansos que a veces pierden la paciencia, los saque de este mundo a cambio de 8 a 25 años de cárcel. Porque es así: “el valiente sólo vive hasta que el cobarde quiere.”
Es probable que usted haya conocido a alguien así y seguramente habrá oído decir de él:
- Este tipo va a terminar mal.
Tenga por seguro que así será, porque, aunque él aún no lo sepa, ése es su objetivo: Terminar de una vez. En la cárcel, en el hospital o en el cementerio. Da lo mismo.
Algunas de esas personas cruzaron nuestros caminos en esos dos años que estuvimos en La Pampa con ese negocio. Aún no me explico como pudimos evitar acabar con sus problemas.


El coraje que ostentan los jóvenes en el automovilismo, el motociclismo o en cualquier deporte peligroso, no se debe sólo a su lógica mayor capacidad física para enfrentar situaciones difíciles o que requieran rapidez de reflejos. Creo que en esto tiene mucho que ver la imagen de la muerte que se va depositando en sus recuerdos. Cuando un niño va a la escuela primaria ve a la muerte como algo muy distante, algo ajeno, algo que les pasa a los mayores. Más adelante, cuando llega a los veinte años, ya ha comprendido, al ver caer a algunos de su edad, que, circunstancialmente, también se puede morir joven. Pero aún no le teme a esa posibilidad. Sabe que esa lotería reparte muy pocos premios entre la juventud. Y sigue arriesgándose. Todos hemos pasado por eso y nos hemos sentido inmortales alguna vez. Pero más adelante la cosa cambia. De año en año se incrementa en progresión geométrica la cantidad de conocidos que sorpresivamente aparecen en las fotos del cementerio, mirándonos como diciendo:
- ¿Cómo? ¿No te habías enterado que me morí?
No sé de dónde apareció este tema ni porqué lo incluí en este escrito, pero puede que tenga relación con algo que acabo de recordar de aquellos años. La anécdota que sigue habla de la muerte joven.

Una noche de Domingo, en la confitería Cheroga me encontré con dos amigos de entonces: el “Flaco” Bellesse y el “Alpargata” Jiménez. (No recuerdo los nombres) Este último ese día había realizado su primer salto en paracaídas. Estaba enloquecido. Había descubierto que podía volar. Nos contaba entusiasmado la sensación que había sentido y reconozco que, por un instan¬te, se cruzó por mi mente la idea de intentarlo. La euforia que demostraba era contagiosa.
Supe algunos meses después que se había casado con una muchacha muy bonita con quien se lo solía ver.
Pasaron algunos años y una mañana, ya de vuelta en Mendoza, mi provincia, volví a tener noticias de él. Fue en un diario. Había muerto en la Provincia de Buenos Aires al enredarse entre sí los dos paracaídas que llevaba al saltar.
- El paracaídas no puede fallar. Hay que llevar dos para cumplir con el reglamento, pero no puede fallar – recordé que me había dicho en aquella oportunidad, relatando su primer salto.
Intenté entonces imaginar esos últimos segundos de su pensamiento al comprender que eso que no podía fallar, había fallado, que estaba volando por última vez, alejándose definitivamente de su mujer y de su pequeño hijo, a esa vertiginosa velocidad que tantas emociones le había deparado en otras oportunidades. No pude hacerlo; sólo el que se muere sabe lo que se siente al morir.
Rememorándolo, alguna vez escribí: “La muerte es la única cosa que se conoce y se olvida en el mismo momento.”
¿Qué tiene que ver esto con el cabaret y su mundo? Nada. Simplemente me acordé de este muchacho, algunos años menor que yo, que, en su noche de gloria intentaba describirme cuán lleno de vida se sentía al jugar con la muerte. Quizá nosotros, sin saberlo, estábamos entonces en el mismo juego. Quizá.


Saliendo del drama y otra vez en la noche, intentaré hilvanar algunos conceptos sobre las mujeres que toman como medio de vida este trabajo de alternar y prostituirse. A pesar de su actitud canchera o mundanal, la mayoría de ellas son más ingenuas que otras de vida supuestamente más decente. Me han sorprendido a veces con preguntas elementales sobre sexualidad, tema que daba por descontado era de su total dominio. Al respecto, y como ejemplo, recuerdo que cierta vez una me confió que estaba preocupada porque temía haberse quedado embarazada, ya que se había acostado con su novio durante la menstruación. La ignorancia, aunque hábilmente disimulada, predomina y estoy seguro que si uno pudiera llegar a sus lugares de origen descubriría que muchas de ellas antes de entrar en esa vida vivían en condiciones de pobreza. Hay, por supuesto algunas de clase media que han entrado en esto atraídas por el dinero fácil, pero un gran porcentaje proceden de hogares humildes. Aunque las historias sobre sus supuestas fa¬milias incluyan comisarios o militares. No es raro oírles decir que son hijas, sobrinas o ahijadas de alguno. Parece ser que eso les da seguridad. Si tienen hijos es muy posible que digan que sus padres son profesionales o artistas. Raramente será un mozo de bar, un carnicero o un mecánico. Conocí a una que decía tener un hijo de Yaco Monti, famoso cantante de la década del sesenta, y a otra que, según ella, tenía una nena, hija de Carlos Monzón.
Ya comenté antes que suelen ser grandes amigas, pero es necesario aclarar que al decirlo me refería a la amistad mujer-hombre. Entre ellas rige la misma ley que en el resto de las mujeres: La mejor amiga es la amiga fea, gorda o tonta.
Generalmente son solitarias y pasan horas en su habitación leyendo, escuchando música, tomando mate o durmiendo. Hay excepciones como Carmen, la alemana, que se compró una bicicleta y todas las tardes recorría los alrededores de General Pico en una época en la que el ciclismo, como ejercicio aeróbico, aún no había prendido.
Al igual que el resto, las mujeres de la noche tampoco saben guardar secretos. Esto me trajo algunos problemas que contaré más adelante.


Ya adelanté que luego de su adiós, supuestamente definitivo, Tania decidió volver e insistir con reno¬vado esfuerzo en su proyecto de asegurar mi amor de cualquier modo.
Fue en el mes de Febrero del año 1976. Yo había reiniciado mi vida en libertad para dormir donde me dejaran y tenía vigentes algunas relaciones.
No recuerdo los detalles de nuestro reencuentro pero alguien, al anunciarme su llegada, me adelantó lo que Tania estaba repartiendo a todo el que quisiera escucharla. La historia, que bien podría encuadrarse como fábula, era increíble, pero al menos era sencilla. Esto es lo que Tania me contó, inmediatamente después de nuestro reencuentro: A poco de abandonar La Pampa, había descubierto que estaba embarazada. Su hijo (nuestro hijo) había nacido en Posadas a mediados de Enero. Como había nacido sietemesino, tenía algunos problemas de peso; por ese motivo lo había dejado in¬ternado “allá” (nunca supe dónde era “allá”) y eso explicaba que el niño no estuviera ahí, a la vista.
La mentira se podía oler desde lejos, pero la dejé hacer. Allí no había ningún niño y más allá de lo sorprendente del método elegido, aquello me parecía un simple sondeo para ver mi reacción.
Por supuesto, apenas reiniciamos nuestra relación aparecieron detalles que, sumados a la falta de tiempo, confirmaban la inexplicable farsa: Ella no tenía cicatriz de cesárea, evidentemente no estaba respetando ninguna cuarentena sexual, ni tenía los senos de una mujer que acaba de dar a luz.
Sin embargo, ella no desperdiciaba ocasión para hablar de “nuestro hijo”, que había quedado internado “allá”.
A los pocos días, como ya era costumbre, discutimos por algo y no pude evitar decirle lo que pensaba, entre otras cosas: que estaba loca, que eso del supuesto hijo era un cuento imposible de sostener, etc.
- ¿Ah, sí? ¡Ya vas a ver si es cierto o no! ¡Te lo voy a traer para que lo veas! - me amenazó enfurecida, saliendo de mi habitación.
Al otro día tomó el colectivo, esta vez sin decir adiós ni hacia dónde iba.


Durante mi aventura (de alguna forma hay que llamarla) con Graciela, comenzó un problema que pudo haber sido grave. Un muchacho conocido del grupo, que iba muy seguido al boliche, se calentó con ella. (Iba a decir "se enamoró" pero de las dos formas me sonaba mal y elegí la que, a mi entender, mejor definía ese sentimiento, a mi entender, transitorio.) Yo lo conocía a medias, pero sabía que no tenía trabajo ni recursos para bancar a esa chica. Él, al parecer, no opinaba lo mismo.
Una noche, después de charlar un rato con ella, le invitó una copa. Me extrañó porque jamás invitaba a ninguna y cuando tomaba algo era, la mayoría de las veces, porque nosotros, sabedores de su situación, lo invitábamos.
Se confirmaba mi sospecha y eso comenzó a preocuparme.
Como ya adelanté, ella tenía su “novio" local que le pagaba todos sus gastos de hotel y comida, y en ese momento, cuando quería variar de compañía, aún me tenía a mí. Por supuesto, yo no podía advertirle a este muchacho que estaba mal invirtiendo su dinero sin contarle mi clandestina intervención en la vida de esa chica. Ese tipo de cosas era parte de un conjunto de temas que no debían tocarse fuera de nuestro estrecho círculo. En ese sentido advierto ahora que éramos todos bastante discretos. En nuestro mundo se hacía de todo, pero era raro que algo trascendiera o simplemente bajara las escaleras del primer piso del Hotel Centenario.
Cuando terminó esa noche, él debía algunas copas suyas y otras que le había invitado a Graciela. Me quedó debiendo todo con la promesa de pagar al otro día.
A la noche siguiente llegó temprano y se repitió todo: una vez más, al cierre, me pidió que le fiara lo consumido. No era normal aceptar estas cosas porque a Graciela yo debía pagarle igual el porcentaje de esas copas, pero dada la especial situación de este muchacho y la mediana amistad que entonces nos unía, no tuve otra opción.
A la tercera noche, apenas llegó, me llamó aparte y me dijo que tenía algo para mí.
Nos encerramos solos en la cocina y de una bolsa que traía sacó un revólver calibre 22 y un radio grabador.
- ¿Cuánto me das por esto y te cobras de ahí lo que te debo - me dijo.
- ¿Esto cómo viene? ¿De zurda? – le pregunté para saber si era, como imaginaba, robado.
- Quedate tranquilo, viene de lejos... - me dijo sin especificar más.
No recuerdo cuánto le di de diferencia, pero las cuentas quedaron en cero. El grabador tenía una gran perilla rota, así que lo guardé. El revólver, en cambio, si bien era de marca barata, parecía funcionar bien. Además era liviano y fácil de ocultar. Comencé a llevarlo en lugar del 32 que usaba habitualmente.
Este joven, a partir de ese momento, al parecer ante una firme negativa de Graciela, dejó de gastar dinero con ella. Eso me tranquilizó momentáneamente.
Algunas noches después tuve que salir con una chica de la ciudad. Crescencio tenía un automóvil Rámbler Ambassador, con unos asientos reclinables mucho más grandes y cómodos que los de mi Dodge 1500. Recuérdese que en esa época, en General Pico no había ningún hotel alojamiento. Cambié mi auto por el de Crescencio y me fui a buscar a la piba.
Horas más tarde, cuando volví al bowling para recuperar mi auto, Crescencio me dijo que lo esperara, que enseguida cerraba y me acompañaba a nuestro boliche. Me recosté en la cama que teníamos allí adentro a recuperar algo de fuerzas.
En eso estaba, luchando para no dormirme, cuando Crescencio entró apresuradamente y me pidió el revólver.
- Lo dejé entre los dos asientos delanteros de tu auto - recordé.
Dejó escapar una puteada y dijo:
- ¡¡Han llegado unos tipos a robar... y no tenemos ningún arma!!
Salté de la cama y lo seguí rumbo a la barra. Cuando llegamos, uno de los tipos es¬taba detrás de la barra, intentando abrir la caja registradora. Crescencio lo empujó hacia un costado y con un veloz movimiento le sacó la llave a la caja, trabándola. El tipo se dio vuelta rápidamente y le apoyó un revólver en el estómago, diciendo:
- ¡Te voy a cagar de un tiro!
Crescencio, lejos de achicarse y aún con el caño del arma apoyado, tomó de un cajón tres botellas vacías de cerveza. Todo esto ocurría en los pocos segundos que yo demoraba en llegar a su lado, pero frente a mis ojos. El tipo, al ver la determinación de Crescencio, giró y salió corriendo, recibiendo dos botellazos en la espalda y salvándose por centímetros del tercero. En la confitería había dos más que al vernos salir de esa forma tan decidida, quizá suponiéndonos armados, corrieron hacia la salida. Antes de llegar a la vereda, uno de ellos se volvió y disparó dos veces hacia nosotros. Por el sonido identifiqué un revólver calibre 22. Volvimos a entrar en la cocina y tomamos cada uno un cuchillo de los usados para hacer sandwichs. Pensamos que ellos reingresarían al local y nos ubicamos a ambos lados de la puerta, dispuestos a carnear al primero que entrara.
En ese momento oímos arrancar en la calle el automóvil Rámbler de Crescencio. Tal cual se acostumbraba en ese entonces, yo le había dejado la llave puesta.
Llamamos a la policía y pusimos la denuncia. A los tipos los conocíamos muy bien y sabíamos los nombres. Eran integrantes de las intocables patotas que he citado hace algunas páginas. Ése era el modo en que actuaban, a cara descubierta, sin importarles que los conocieran o no. Generalmente no eran denunciados, por miedo o por saber de antemano que no serían detenidos.
Al poner la denuncia declaré que había dejado mi revólver entre los asientos delanteros. Calculaba que los asaltantes lo habrían encontrado. Al otro día apareció el auto abandonado. No le faltaba nada. El revólver estaba donde yo lo había dejado. Al sentársele encima se había hundido más y no lo habían visto.
Esa misma tarde, antes de salir para el boliche, me encontré casualmente con el muchacho que me había vendido el revólver y le conté todo lo sucedido. Lo vi palidecer; me confesó que lo que me había vendido, tanto el revólver como el grabador, habían sido robados en esa misma ciudad, apenas un mes antes, aunque me aclaró que él no había tenido participación directa en el hecho. Me pidió por favor que no lo delatara ya que tenía algunos antecedentes y, si lo detenían por vender algo robado, podría ir a la cárcel.
Le prometí que no lo nombraría. Yo no tenía antecedentes y si descubrían la verdadera procedencia de ese arma, no podían detenerme. (Eso creía yo)
Igualmente pactamos que, si la cosa se complicaba mucho y peligraba mi libertad, yo “recordaría” su nombre. Acordamos que, ante esa eventualidad, yo se lo haría saber de algún modo con el tiempo suficiente para escapar de la ciudad o esconderse. Calculamos hasta la remota posibilidad de que yo quedara incomunicado. En ese caso el mensaje estaría en las frutas que yo mandaría a pedir desde el calabozo. Si yo mandaba a pedir a mis empleados que me enviaran uva, significaba que el asunto se estaba poniendo feo y convenía tomar distancia. Todas esas prevenciones las tomé en momentos en que aún nadie me había acusado de nada. Pero no estaba equivocado.
Al otro día me llamaron de la comisaría. Me mostraron el revólver y me preguntaron si era el mío. Inexplicablemente para alguien que, como yo, vivía pendiente de todos los detalles jurídicos alusivos a nuestra actividad, dejé pasar la oportunidad de eludir definitivamente todos los problemas que se sucedieron. Podría haber dicho que no, que ésa no era mi arma. Pero ya había dado tantos datos al denunciar su robo que hubiera sido inútil. Dije que sí, y me preparé a seguir con aquello hasta las últimas consecuencias.
El comisario, que llegó en ese momento, le dijo al agente que me había atendido:
- Haga un escrito donde el señor reconoce el arma como suya y que se le hace entrega en este acto.
Cuando el papel estuvo listo, me lo dieron para que lo firmara. Yo pensaba hacer desaparecer el revólver cinco minutos después de pisar la vereda. Pero el comisario, quizá adivinando mis intenciones, dijo:
- Bueno, venga mañana a buscar el revólver. Lo tengo que cotejar antes con algunas denuncias que hay por robo de armas.
Supe que me había enganchado. Seguramente en ese momento él ya sabía que esa arma era robada y con ese escrito firmado yo ya no podía negarla. Pero yo también tenía mi plan y no me sentí asustado. Saludé y me fui.
Al día siguiente, a la tarde, cayó el patrullero al hotel. Era el comisario. Pidió pasar a mi habitación. Recuerdo que yo tenía un hilo que salía desde encima de la puerta y atravesaba el recinto en diagonal hasta la ventana. Allí colgaban varias medias y calzoncillos que acababa de lavar en la pileta del baño.
El comisario (Campagno) era más alto que yo. (1,90 mts.) Entró agachado y se sentó en una de las camas. Luego dijo:
- Bueno, Antolín, apareció el dueño del revólver.
- Sí, es el mío, ya se lo dije ayer - dije con seguridad, ofreciéndole un mate que el comisario negó con un gesto. Sí, soy yo.- dije con seguridad.
- No, ese revólver fue robado el 2 de enero, junto con otras armas. El dueño lo ha reconocido y el número coincide - dijo él escrutando mi expresión.
Después del asombro inicial, previamente ensayado, le aseguré que yo, personalmente, le llevaría al tipo que me había vendido ese revólver. Le describí sus características físicas que, para no equivocarme, eran exactamente al revés de la realidad. Es decir, si era gordo dije flaco, si era bajo dije alto, etc. Simulé no recordar el nombre, pero dije, aparentemente tranquilo, que últimamente iba seguido a nuestro local y seguramente en esa semana lo vería.
Lo que yo quería evitar, o al menos demorar, es lo que sabía corresponde en esos casos: que me llevaran detenido a prestar declaración por tenencia de un objeto robado.
Al otro día, en un sector libre del cuaderno donde diariamente anotaba lo consumido hice redactar un recibo por uno de mis amigos y se lo llevé al comisario, diciéndole que recién lo había encontrado. Lo primero que hizo fue lo que yo imaginaba: le pasó la mano para ver si la tinta se corría, cosa que probaría que había sido escrito recientemente. Calculando eso yo había tenido ese cuaderno abierto al sol toda la siesta.
La firma, aunque algo rara, dejaba adivinar un apellido que hoy no recuerdo pero que empezaba con la letra "O”.
Lo de la letra inicial lo sé porque había planeado actuar como en realidad lo haría alguien inocen¬temente metido dentro de un problema así. Busqué en la guía telefónica a todos los que llevaban ese apellido y los molesté en sus casas. Obviamente no encontré a quién buscaba.
Así, yendo y viniendo a la comisaría con datos y pruebas inventadas pude tirar unos quince días. Finalmente el comisario se cansó y un día jueves a la tarde me mandó a llamar. Yo adivinaba para qué y antes de presentarme le dije a mí hermano que si no regresaba en una hora, me buscara un abogado.
Me mandaron directamente al calabozo. Allí permanecí hasta el día lunes a la tarde. En ese lapso debí repetir hasta tres veces por día mi declaración, sin contar la que tuve que hacer el viernes a la mañana en el juzgado. A veces los que estaban de guardia me llamaban a las tres de la mañana y me preguntaban algún deta¬lle para ver si me contradecía en algo. No lo hice, me sabía el libreto de memoria y podía ver en mi imaginación las cosas que contaba. En realidad no diferían en mucho de la verdad, salvo en las señas particulares del vendedor del arma y en el hecho que en realidad lo conocía y lo veía casi todos los días. Posiblemente, si en este caso hubiera habido dos o tres muertos, no se hubieran preocupado tanto. En realidad lo que los apremiaba era que sospechaban acertadamente de este muchacho y morían de ganas de encontrar un motivo para encarcelarlo. Aunque no coincidía con las señas que yo les daba, me lo nombraban siempre al preguntarme.
En la habitación donde me pusieron había tres tipos más. Uno era petiso y rubio y de unos veintidós años. El otro era un menor de diecisiete años que había escapado de la casa de sus padres en una población cercana, y el tercero era un tipo canoso y tranquilo de algo más de cuarenta años.
Este último había participado en un robo a una fábrica de quesos de Larroudé y confiaba en que su patrón, verdadero cerebro y beneficiario de la operación, lo sacaría pronto.
El petiso rubio había entrado allí por un delito menor, pero meses antes, según nos contó la mañana del viernes, había matado de un garrotazo al sereno de una estación de servicio. Ese mismo día, cuando al pibe de diecisiete años lo llamaron a hablar con el comisario, por quedar bien, le contó todo lo que acababa de escucha¬r en el calabozo sobre esa muerte. En la cárcel de Santa Rosa ya había dos detenidos acusados por ese asesinato. Inmediatamente los mandaron a buscar para carearlos con el rubio.
Cuando el petiso rubio supo que el pibe lo había denunciado, se enfureció y dijo que lo iba a matar. Inexplicablemente a este menor lo habían vuelto a encerrar con nosotros, en el mismo lugar.
Ese viernes, por la tarde, trajeron a otro joven conocido por “el Loco”. (No confundir con mi empleado, también apodado así.) Enseguida hizo amistad con el rubio y se alió a su causa. Ambos, cada rato, le pegaban cachetazos y patadas al pibe y el ambiente comenzó a ponerse peligroso.
Recuérdese que éramos cinco personas en una habitación de cuatro por cuatro.
Dado lo estrecho del lugar pude escuchar que entre “el Loco” y el rubio habían planeado matar al pibe el sábado por la noche, después de la cena. Debían hacerlo antes del día lunes en que llegarían los padres a buscarlo.
Esa noche yo estaba alerta a todos los gestos y movimientos que se sucedían en esa tensa sobremesa. Además de la probabilidad que existía de que ante mis ojos fuera asesinado un joven de diecisiete años, estaba la posibilidad de que cargáramos con la culpa todos los que estábamos allí. Hasta ese momento, dadas las estrechas dimensiones de la habitación, yo no había podido consultar la opinión del otro hombre, que tampoco demostraba interesarse en nada.
En un momento dado, sin motivo y sin aviso, el rubio y el Loco empezaron a pegarle al pibe. Afortunadamente el de los quesos se puso de pie y entre los dos nos metimos a separarlos, tratando de hacerles entender el problema en que se estaban metiendo. Yo agarré al “Loco" de atrás y le tomé con ambas manos el brazo derecho. En esa mano tenía un picaportes que había robado del baño. Esa tarde lo había estado afilando contra el piso y estaba decidido a clavárselo en el cuello al pibe. Sólo necesitaba que el otro se lo tuviera un poco quieto. Mientras tanto el hombre de los quesos luchaba por separar al petiso rubio que se retorcía con una agilidad increíble, largando patadas hacia todas partes.
Alertados por los gritos del pibe, todos los policías que estaban de guardia entraron con cachiporras. Por suerte el pibe contó enseguida lo que pasaba, salvando al de los quesos y a mí de las trompadas y cachiporrazos que recibieron “el Loco” y el petiso rubio. Se llevaron al pibe a otro lugar. A mí me dejaron solo, encerrado en el pasillo que unía todos los calabozos y el baño. Más tarde, por debajo de la puerta, “el Loco” y el rubio me preguntaron la hora y otras cosas, creo que para darme a entender que no había rencor por lo sucedido.
Pude notar en esos pocos días que todos los demás detenidos me trataban con cierto respeto. Mi hermano Aldo me había traído algunos libros que al irme dejé en el calabozo.
Supe que el petiso rubio no sabía leer y ni siquiera firmar. Recuerdo que eso me sorprendió. Subconscientemente uno suele asociar el analfabetismo con hombres y mujeres de pelo negro y tez oscura.
El Loco, que tenía muy bien puesto el apodo, le leía a su amigo el libro "Las Tumbas" de Enrique Medina, en voz alta. Creo que en esos días ambos descubrieron de qué cosas estaban llenos los libros. Estaban fascinados, especialmente por esa histo¬ria de cautiverio, similar a la que estaban viviendo. Tal vez suponiendo su destino ineludible, ya tenían incorporados en su lenguaje todos los términos del dialecto carcelario.
El de los quesos sólo fumaba y esperaba confiado. Durante el día nos encerraban a todos juntos y a la noche yo iba al pasillo porque era, según ellos, el más confiable.

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