sábado, 21 de noviembre de 2009

3° Capítulo – páginas 20 a 30

Con Karina las cosas andaban mal. Ella, después del episodio relatado, había empezado a aceptar que su nombre no figuraba en las páginas de mi futuro. Aunque yo nunca le había dado esperanzas al respecto, tampoco le cerraba la puerta cuando venía a mi habitación a dormir conmigo. Las noches pampeanas suelen ser muy frías.
De todas formas, estoy seguro que nada de lo que yo hacía hasta ese momento justificaba las barbari¬dades que empezó a hacer intentando, tal vez, llamar mi atención..
La primera vez, sin una pelea o discusión previa que pudiera anticipar nada, se tomó varias pastillas para dormir. Su compañera de habitación nos avisó y la llevamos al sanatorio totalmente desvanecida. El médico de guardia le puso una inyección y nos tranquilizó diciéndonos que no moriría. Sólo dormiría varias horas hasta que se le pasara el efecto.
De todas formas nos dijo que ella debía quedar internada en observación. Salió de la sala de guardia a bus¬car a la enfermera para que le diera una cama.
Pero una cama en un sanatorio privado nunca fue barata para estar en observación, con un diagnóstico de fuera de peligro. El médico se había alejado unos cinco metros por el pasillo y ya estábamos cargando a Karina nuevamente al asiento trasero de mi auto. Luego de dejarla convenientemente acostada y arropada en su cama del hotel, nos fuimos a trabajar. En ese momento, a nosotros nos bastaba con saber que no moriría.
La segunda vez, la cosa fue un poco más lejos: tomó pastillas y, además, para reforzar la idea, se cortó las venas. Por supuesto, el corte fue muy superficial y apenas alcanzó para, después de mucho refregar, manchar un poco la almohada. Las pastillas ingeridas, como la vez anterior, sólo alcanzaban para dormir una larga siesta.
Osvaldo fue quién la encontró, a las once de la noche, cuando estábamos por salir hacia el boliche. Yo estaba en el hall del hotel, esperando que bajaran los que iban conmigo al boliche, cuando me llamó por teléfono des¬de el aparato situado en la mesa de luz de Karina. El diálogo fue más o menos así:
- ¿Rubén? ¿Podés subir a la habitación de Karina?
- ¿A qué? Decile que se apure...
- Es que... se suicidó otra vez...
- ¿Otra vez? ¿Qué hizo ahora? ¿Tomó pastillas?
- Sí, pero parece que también se cortó las venas.
Subí las escaleras y entré a la habitación. Ella estaba en la cama, boca arriba y durmiendo. (O al menos aparentando dormir) La mano derecha colgaba de la cama lucien¬do un pequeño corte o raspadura al cual, con mucho trabajo había logrado sacarle algunas gotas de sangre que ensuciaban la almohada a la derecha de su rostro. Estaba claro que sólo quería llamar la atención. Probablemente tampoco había to¬mado todas las pastillas que faltaban del frasco. (Estaba vacío y volcado sobre la mesa de luz) De todas formas el cuadro era impresionante para cualquiera que no la cono¬ciera como yo. En esos años una foto con esa imagen hubiera sido comprada inmediatamente por las revistas “Así” o “Ahora”.
Le tapé la cara con una sábana de la otra cama y le dije a Osvaldo en voz alta y clara:
- Vamos al boliche. Si cuando volvemos está muerta, no vamos a decir nada hasta la mañana, así los milicos nos dejan dormir tranquilos.
Y nos fuimos.
Después deduje que ella, si hubiera podido oírme, bien podría haberse matado de verdad. En fin,... por suerte no lo hizo. Hubo muchos otros episodios de borracheras, ataques de nervios y diatribas olvidables sobre el mismo tema, pero como muestra, baste con lo relatado.

Una de aquellas noches, mientras Pablo tomaba un whisky y yo una ferro quina con hielo, entre la música y las risas, éste me dijo:
- Mañana viene Martha. Se baja del colectivo en Castex.
Fue la primera noticia que tuve de que él, después del problema citado, había vuelto a saber de Martha. Aunque Pablo no había vuelto a nombrarla, ella había seguido estando presente.
Llegó por la noche. Pablo la fue a buscar en mi auto y todo siguió entre ellos como si nunca se hubieran separado.


Agregaré algunas líneas sobre Hugo que, en algunas anécdotas citadas en las páginas siguientes, fue uno de los principales protagonistas.
Hugo, como he dicho en páginas anteriores, era de General Alvear. Hoy vive en General Pico, está casado y tiene varios hi¬jos. Me ha pedido que no incluya su nombre real y así lo he hecho. En aquel entonces llegó a General Pico por su amistad con Vivi. Andaba, como tantos, a la deriva, sin trabajo fijo, simplemente disfrutando de la vida. En esos años todavía se podía vivir así.
Al poco tiempo ya éramos, al igual que con Marcos y José Luis, grandes amigos. Con Pablo la amistad venía de la infancia y lógicamente era más fuerte, pero éste vivía con Martha y rara vez salía con nosotros, por lo que la complicidad con es¬tos recién adquiridos amigos se acrecentó.
Hugo llegó a ser mi mano derecha. Era incondicional. Capaz de hacer cualquier cosa y de prenderse en las más increíbles locuras solamente a cambio de un rato de risa. Hugo y mi primo Osvaldo fueron los únicos con quién llegué a compartir mi habitación del hotel. Siempre busqué la privacidad de tener una lugar exclusivo para mí. No solamente por la ventaja que representa ante la posibilidad, siempre vigente, de recibir alguna visita femenina; en mi caso era importantísimo para poder dormir tranquilo. Siempre he tenido el sueño muy liviano y aún hoy me despierta el más leve ruido. Hugo empezó a dormir en mi habitación a raíz de haber sido expulsado de la que ocupaba con una de las chicas del boliche. Se suponía que en ese momento sólo buscaba un domicilio transitorio. Luego el drama pasional que lo trajo se agudizó y perdió toda posibilidad de regresar. Como dije, era tan pierna, tan compinche, que lo acepté allí como a mi herma¬no o mi primo Osvaldo.
Cuando volvíamos del boliche, a la madrugada, (en invierno poco antes de que saliera el sol y en verano directamente de día), Hugo salía a recorrer las piezas de las chicas que, como era costumbre, tomaban mate y desayunaban antes de acostarse. Era común que no regresara a dormir a nuestra habitación, aunque también solía suceder que yo le pidiera que, al menos por unas horas, me dejara solo con alguna oportuna visita.
En ese primer piso del hotel Centenario se alojaban todas las chicas de la noche; las de nuestro boliche y, además, todas las de nuestra competencia. Pablo vivía en pareja con Martha, en el boliche, Alberto se había ido a probar suerte a Santa Rosa y Marcos tenía su casa en esa ciudad, así que los únicos del sexo masculino autorizados para esta allí a toda hora, éramos en esos momentos, Hugo y yo. Siempre listos a cubrir cualquier necesidad.
Hugo era algo morocho y relleno. (Sigue siendo algo morocho pero ahora se pasó de relleno, hace tiempo que dejó atrás los cien kilos.) Era muy prolijo y limpio y al igual que yo, se arreglaba con cualquier cosa para comer... o para lo que fuera. Siempre dispuesto a reír y a hacer alguna travesura para divertirnos. Juntos hicimos grandes macanas de las cuales puede que me atreva a contar alguna aquí.

En Mendoza se acercaba la temporada de cosecha. Martha Y Pablo viajaron a General Alvear por motivos que hoy han escapado de mi mente. Regresarían algunos meses después. Toda la atención del boliche quedó desde entonces a mi cargo. De día, los trabajos que hacía habitualmente, y de noche, servir al público y dirigir el resto de los detalles relacionados con el funcionamiento del negocio.

Llegó el mes de Marzo. El trabajo se había estabilizado. No teníamos problemas con las chicas. Habíamos adquirido la experiencia necesaria para movernos con más tranquilidad y todo parecía marchar sobre ruedas.
Entonces comenzó a llover...
Sí, parece una frase más, pero nótese que sólo dije "comenzó". Porque no paró más. Llovió durante un mes y medio sin parar más que algunos minutos, a veces, al mediodía.
Nuestro local, aparentemente y en un principio, estaba construido en un terreno alto. Pero después de más de cuarenta días de lluvia prácticamente continua, en aquel 1975, en General Pico ya no quedaban terrenos elevados. La inundación había rodeado la ciudad, cambiando radicalmente el paisaje. En forma de grandes bajos anegados comenzaban a insinuarse extensas lagunas que a partir de entonces integraron definitivamente el mapa pampeano. Algunas rutas y varios caminos, algunos asfaltados, estaban intransitables y ya se escuchaban noticias sobre campos que habían tenido que ser desocupados, cortando los alambrados para sacar los animales. Del mismo modo se oían comentarios sobre algunas familias que en pocos días habían pasado, de ser terratenientes, a desocupados sin ningún medio de vida a la vista. Y propietarios de una gran laguna alambrada que había llegado para quedarse.
En el amplio patio que usábamos de playa de estacionamiento comenzó a hacerse un espeso y profundo barrial. El ir y venir de los autos fue moliendo ese barro hasta hacer una pasta intransitable que se pegaba en las cubiertas de los autos y las engrosaba hasta que se frenaban al tocar en el interior de los guardabarros. Y seguía llovien¬do día y noche.
En terrenos del Aero Club, cercano, sobre la misma ruta, estaban construyendo una pista y sacaban a diario varias camionadas de tierra. Arreglé con uno de los camioneros y me descargó varias camionadas de tierra en el patio. Las desparramamos, cubriendo también el camino que unía el estacionamiento con la ruta. Esa tierra suelta, unos diez o veinte centímetros sobre el lodo existente, sólo lograron, lluvia mediante, aumentar la profundidad del barro y hacer más inconsistente el suelo.
Una de esas noches en que, a pesar de todo, habíamos logrado una buena concurrencia de gente, llegó Omar Abué, un actor cómico, director y autor de radioteatros, oriundo de San Rafael. Venía con su hijo y algunos de los integrantes de su compañía teatral. Yo ya lo conocía desde hacía algunos años, en Mendoza. Esa noche nos habíamos reencontrado en el centro, más precisamente en el bowling, y yo lo había invitado a tomar una copa al boliche.
A la hora del cierre, Omar intentó salir con su auto, un Chevy, cargado con toda su gente. Se quedó empantanado en la mitad del camino que salía hacia la ruta. Los de su grupo intentaron sacar el auto colocando yuyos bajo las ruedas. Como yuyos no había, destrozaron lo poco que quedaba de unos pequeños pinos que bordeaban el citado camino interior. Fue inútil.
Otro de nuestros clientes, con una camioneta Ford F-100, salió del sendero e intentó pasar por el lado izquierdo del auto de Abué. Se hundió definitivamente hasta el chasis. Apareció un valiente que quiso hacerlo por el lado dere¬cho y también quedó hasta el zócalo en el agua.
Resumiendo: se fueron casi todos caminando hasta la ciudad que, como recordaran, es¬taba a unos cinco kilómetros de allí. Algunos se acostaron dentro de los autos y esperaron con valentía el sol de la mañana. (Esto es una forma de decir, el sol demoró otro mes en salir)
Cuando amaneció había siete automóviles enterrados. Téngase en cuenta que nuestro boliche estaba ubicado sobre la ruta que une Castex con General Pico y que por allí circula muchísima gente que esa mañana pudo ver con asombro los vehículos de conocidos veci¬nos de la zona, curiosamente semi enterrados en el patio de la whisquería. Los propietarios de camionetas de auxilio literalmente agradecían al cielo ese momento propicio y dormían vestidos, pues eran llamados a cualquier hora.
De día continuaba lloviendo, arruinando todo intento de reparación de las condicio¬nes del terreno, por lo que desistimos de tales trabajos y esperamos que el tiempo decidiera qué iba a hacer con nosotros.
A la noche siguiente del episodio recientemente relatado, algunos clientes, con más necesidad o menos prejuicios, dejaron sus vehículos sobre la ruta y entraron caminando, chapaleando en el barro. Los pocos que se animaron a entrar con sus autos se quedaron empantanados y nuevamente hubo que ir a buscar alguna de las camionetas de auxilio para que los sacara. Al amanecer, cuando cerramos, seguía lloviendo.
Esa siesta, cuando fuimos con Marcos al boliche, el agua había entrado por la puerta y había subido dos o tres centímetros sobre el nivel del piso interior. Era el final, el agua nos había vencido.
Apilamos los sillones y las mesitas en el centro de la pista y cerramos la puerta sin saber hasta cuándo. Una vez en el hotel, les expliqué a las chicas la situación, dejando a su criterio el rumbo a tomar. Hugo se quedó en mi habitación del hotel, y yo viajé a General Alvear con la amargura lógica de quién deja, a la buena del cielo, todo lo invertido en trabajo y dinero.


Una semana más tarde, Marcos me llamó por teléfono para avisarme que el agua había comenzado a bajar y que ya estaba por debajo del nivel del piso del local. Viajé ese mismo día.
Hice traer más camionadas de tierra y, con la ayuda de Hugo, Marcos y José Luis, volvimos a rellenar el patio y el camino de entrada. Paralelo a la ruta, en un bajo inundado imposible de rellenar, construimos un puente con un gran caño metálico.
Vivi, Patricia y su amiga, (no logro recordar su nombre) habían esperado la reapertu¬ra en el hotel. Karina había viajado a General Alvear, abandonándome definitivamente, y Mariana se había ido a Villegas, donde me han dicho reside actualmente.
En esos días en que trabajábamos con la pala, prácticamente de sol a sol, ocurrieron dos anécdotas que creo necesario relatar. La primera, para ilustrar la picardía que usábamos indiscriminadamente en algunas ocasiones, aunque siempre con el propósito, sano y valedero (para nosotros) de ponerle un poco de humor a la vida y de tener algo para contar cuando fuéramos mayores.
La segunda anécdota es importante por el papel preponderante que tendrá, en las páginas que vendrán, el personaje incorporado.
Vamos con la primera: Una noche, estando en mi habitación, llegó Hugo a contarme que tenía medio charlada a la compa¬ñera de Patricia y que esa misma noche pensaba concretar algo con ella. Marcos se había marchado a su casa, José Luis vivía en el boliche, así que empecé a considerar la idea de irme a cenar solo. Hugo, como dije, estaba en pleno plan de conquista y seguramente no querría dejar sola a la chica hasta lograr su propósito. Fue entonces que una idea maligna comenzó a insinuarse en mi mente. Se la comenté a Hugo y entre los dos le dimos forma de plan a ejecutar inmediatamente. Debíamos sacarle a esa noche de llovizna y frío, todo el calor y bienestar posible.
Me quedé esperando, tirado en la cama, mientras Hugo fue hasta la habitación de las chicas. De acuerdo a lo planeado, llegó hasta ellas puteando, diciendo que a mí ya no se me podía aguantar, que él no tenía la culpa de que a mí no me hubiera llegado el giro de mi viejo, etc., etc.
Como habíamos previsto, Patricia, muy humana y sensible, enseguida se interesó en el caso. Le preguntó qué íbamos a comer si, como acababa de escuchar, no tendríamos plata hasta el día siguiente. Hugo le dijo que habíamos pensado tomar unos mates con unas galletitas y nada más. Pocos minutos después ella llamaba a mi puerta. Sin levantarme le dije que pasara. Se sentó en mi cama y a poco de hablar me preguntó qué iba a cenar.
- Ya va a venir Hugo y vamos a tomar unos mates - respondí sin mirarla.
- ¿Cómo vas a alimentarte con unos mates? ¿Por qué no van a comer al restaurante? - preguntó ella.
- No, no tenemos hambre - contesté como tratando de ocultar una situación de insolven¬cia.
- Rubén, si no tenés plata, decime. Yo te presto - dijo al fin.
- Ya te lo habrá contado el charlatán del Hugo. Es cierto que no tengo plata. Pero no quiero que me prestés nada. Ya mañana... o pasado, me va a mandar guita mi viejo – respondí, siempre sin mirarla.
- ¡Pero no seás tonto, decime cuánto necesitás!... - insistió ella.
- Mirá - le dije finalmente –, yo no te puedo aceptar lo que me ofrecés. (Ella ya había mencionado una cifra) Además, si tuviera esa plata, lo último que haría sería gastármela en cenar. Tengo el auto sin nafta y ya debo una boleta en la estación de ser¬vicio. Mejor espero el giro de mi viejo que tiene que llegar en esta semana.
Sin hablar Patricia sacó del bolsillo el dinero que me había ofrecido inicialmente y lo puso so¬bre la mesa de luz. En ese momento Hugo lla¬mó a la puerta y entró con un paquete de galletitas en la mano.
Cuando Patricia se fue, salimos. Hacía pocos días que habían inaugurado un restaurante en el Club Pico Football. Allí fuimos. Era un quincho muy bien puesto y en ese momento era el lugar más elegante y elegido por la gente más pudiente. Cenamos eligiendo lo más caro y con el mejor vino brindamos por las mujeres de corazón sensible.
Por supuesto, esa madrugada, al regreso de una recorrida por los boliches bailables, ambos debimos pagar las deudas pendientes.
(Perdoname, Patricia, fue una travesura. Te debo una cena.)

La segunda anécdota en realidad no tiene un final definido dentro de este libro. Es la aparición de una mujer cuya desvinculación de esta historia demoró mucho en llegar.
La tarde en que la conocí habíamos estado trabajando en el patio del boliche, todavía inundado. Junto a Hugo llegamos al hotel Centenario, cansados y dispuestos a tomar unos mates, bañarnos y acostarnos temprano. Él entró primero; yo me demoré en la puerta sacándome el barro de las botas de goma que llevaba.
Apenas ingresé vi a Hugo agachado, abrazando a un niño rubio, casi albino, de unos cuatro años.
- Mirá - dijo Hugo volviéndose y mostrándome al niño -, éste es "el Gringo", a ver, decile "hola" al tío Rubén.
No recuerdo si el niño me dijo algo en ese momento, porque mis ojos estaban mirando a una mujer delgada y sonriente que se había acercado hasta nosotros. Creo que dije “hola” o algo parecido y luego subí a mi habitación acompañado de Hugo. Allí él me contó quién era ella. Se llamaba Tania y había llegado de Brasil hacía pocos días. Venía a visitar a su hermana Mary, casualmente la dueña del boliche Marimar, nuestra competencia. Supe entre otras cosas que estaba algo enferma de gripe o alguna dolencia menor y debido a ese motivo pasaba algunos días en cama. Por ese motivo, a pesar de que hacía casi una semana que yo había regresado desde General Alvear, aún no la había visto, ni sabía de su existencia. El niño que la acompañaba era su sobrino, hijo de un hermano que había quedado en Brasil.
Al día siguiente, por la tarde, Hugo fue a la habitación de Tania y le pidió permiso para llevar al niño, apodado “Gringo” con nosotros, a nuestro boliche. Ella aceptó y llevamos al niño. Allí, en la quinta, mientras nosotros ordenábamos el interior del local el Gringo jugó con los perros y nos divirtió hablando esa mezcla de castella¬no y portugués, propia de la zona fronteriza de donde provenía.




De ese niño apodado Gringo guardo un tierno recuerdo que atesoro como si se tratara de un sobrino. Se me hace difícil imaginar cómo será hoy, ya adulto, aquel niño rubio, gordito y comprador, tan cariñoso y falto de afecto que parecía, a pesar de lo mucho que Tania lo quería y cuidaba. Entre otros momentos imborrables del tiempo compartido con el Gringuito, recuerdo que, pocos días después de haberlo conocido, (y comenzada mi relación con Tania) ya se había convertido en compañero inseparable de todas nuestras salidas diarias. Yo lo llevaba en la falda mientras manejaba y le decía que mi auto, cuando tomaba velocidad, volaba. Él miraba hacia el asfalto y, debido a esa invalorable fantasía que poseen y disfrutan sólo los niños, realmente creía que estábamos tomando altura y gritaba entusiasmado: - ¡Volamos, tío, volamos!
Más tarde, por la noche y ya acostado, como ineludible condición para dormirse, me pedía que le contara un cuento. Yo acudía a la imaginación que por suerte siempre tuve, y me ponía a inventar las más disparatadas historias. A él no le importaba que estos relatos tuvieran o no, sentido o final. Lo único que el Gringuito necesitaba para ser feliz era imaginar que todos los personajes protagonistas fueran “chiquitos”. Cuando yo, por ejemplo, le decía:
- Había una vez un caballo... -, él me interrumpía invariablemente:
- Tío, tío... ¿caballo chiquito?
Yo le decía que sí y continuaba el relato, hasta que aparecía otro personaje, por ejemplo un gato, y él, aunque parecía dormido, inmediatamente abría los ojos, se reclinaba y me preguntaba:
- Tío, tío,... ¿gato chiquito?...
Y así durante todo el cuen¬to y todas las noches. Por supuesto, calculando ese detalle mis cuentos acumulaban decenas de animales protagonistas.
Hasta el día en que Leo, su padre, se lo llevó. Por alguna razón, yo no estaba presente cuando se fueron. Tengo grabado en mi mente el golpe que fue para mí llegar al hotel y saber que el Gringo ya no estaba, que se había ido con su padre y seguramente para siempre. Se escapan hoy de mis ojos las lágrimas que en ese momento escondí. Vaya desde aquí, para "el Gringuito", el tierno niño que alguna vez fue, un beso grande de su Tío Rubén, y un abrazo fuerte y sincero para el hombre que seguramente es hoy.

A través de Hugo, que era quién más recorría las habitaciones, supe que el interés que Tania había despertado en mí, era correspondido.
Un atardecer de domingo en que ella aún estaba reponiéndose de su enfermedad, la visité junto a Hugo y Marcos con la excusa de acompañarla y tomar unos mates. Allí hablé con ella por primera vez. Allí comenzó todo.
Desde entonces comenzamos a tener una relación cada vez más cercana, a pesar de mi firme pro¬pósito inicial de no comprometerme con ella ni con otra, más que lo necesario.
No quisiera que algún desprevenido malinterpretara la inclusión de algunas anécdotas con tintes amorosos como un alarde de adolescentes, hace décadas prescripto. Aunque el tema a tocar pueda dar lugar a confusión, no es mi intención escribir un texto prohibido o simplemente no recomendado para menores. Me he impuesto como norma no extenderme ni adentrarme en detalles íntimos ni espinosos que desvirtúen el proyecto inicial y puedan dar lugar a una crítica inmerecida. La única obligación que me he asignado al comenzar a escribir estas anécdotas es la de ser sincero. Sin embargo, en base a eso, reconozco que hay ciertos aspectos de la realidad que no pueden obviarse ni suavizarse sin colocar un halo de ilusión sobre el relato. Aunque fue una etapa de vida bastante intensa, sólo haré alusiones superficiales sobre temas sexuales cuando sean parte inseparable de alguna de las anécdotas que por distintas causas he considerado dignas de figurar en este relato.
Creo necesario agregar aquí un pequeño párrafo sobre un tema relacionado con el anterior, que intuyo puede también mal interpretarse. Y lo voy a hacer a mi modo, con las simples palabras y ejemplos que uso indistintamente para hablar y escribir: Que nadie crea que tener un negocio nocturno de este tipo se asemeja en algo a tener un kiosco. Como propietario de un kiosco uno puede, en cualquier momento, extender la mano, tomar una de las golosinas que tiene para la venta y comérsela. En una whisquería la mercadería en venta tiene uso de razón propio. Y no es propiedad de nadie. La mujer de la noche, salvo excepciones, rara vez tiene necesidad física de sexo. Me refiero a las que optan por aprovechar la totalidad de las facultades que otorga ese negocio: venden copas y venden su cuerpo. En este último caso, una mujer de la noche tiene siempre a disposición la posibilidad de hacer el amor con un hombre que le guste, disfrutar de eso, y encima darse el lujo de cobrar. En otras palabras, si se lo propone, y sabe elegir sus clientes, no necesita otro hombre a su lado. Al menos, no para eso. Hay un viejo dicho, algo irrespetuoso quizá, que grafica muy bien lo que quiero explicar, (y pido perdón nuevamente por el término, que confieso no me agrada): - “Las putas no son para todos.” - Créamelo, es así.

Tania era una mujer muy especial, muy cariñosa y temperamental. Realmente creo que me amaba mucho, pero ese detalle que debiera haber sido positivo, la convertía en una persona terriblemente celosa. Cada vez que yo debía salir en algún horario coincidente con la salida de la escuela secundaria o del comercio, me despedía con una pelea. Sin embargo, más tarde, al verme regresar, me recibía con un mate y una sonrisa. Así, tan imprevistamente como nacían, sus tormentas de celos desaparecían en el horizonte cuando nuestros ojos se encontraban más de cinco segundos seguidos.
Tania, como dije, era hermana menor de Mary, que junto a su esposo Martín eran los dueños de la whisquería Ma¬rimar, nuestra competencia. A pesar de lo encontrado de nuestros intereses, a partir de mi relación con Tania lle¬gamos a ser muy amigos. Los días Domingos, cuando cerrábamos nuestro boliche, solíamos encontrarnos, ya avanzada la madrugada, todos los integrantes masculinos de “Mimo’s”, tomando la última copa en Marimar. Compartimos también algunos asados y cumpleaños, festejados en horario de tarde.
Según me contó Tania, además de Mary, tenía dos hermanos varones. Uno era Leo, el padre de "El Gringo", y el otro, del cual ignoro el nombre, estaba en ese momento en Amazonas haciendo tareas de desmonte o algo así. Supe años más tarde que éste último murió sin regresar a la Argentina.
Hoy, a la distancia y en momentos en que recordando esos años vuelvo a tenerla de algún modo presente, valoro un poco más los aspectos positivos de su personalidad y no me avergüenza dejar impreso mi deseo de volver a verla algún día, antes de partir.
Leo llegó a General Pico con la esperanza de encontrar algún modo de vida que le permitiera quedarse allí, en La Pampa. Llegamos a ser grandes amigos. Era un excelente muchacho. Usaba el pelo largo y al igual que Tania, al llegar hablaba una mezcla de portugués y castellano, en su caso más difícil de entender.
En una oportunidad fuimos juntos hasta una estancia de Fortuna, Provincia de San Luis, a cazar jabalíes. En esa incursión cazamos dos. Leo no conocía estos corpulentos animales y se sorprendió al verlos, pues había entendido que íbamos a cazar “pecaríes”, mucho más pequeños y naturales de la zona selvática de donde provenía.

Ya conté que las chicas que trabajaban con nosotros tenían libre albedrío sobre la posibilidad de vender su cuerpo. La relación laboral con nosotros finalizaba en las copas que se hacían pagar. Lo que hacían o deshacían durante el resto del día quedaba a su criterio. Hoy día no existe una whisquería que no cuente en el mismo edificio lo que se denomina una “habitación para pases”, en la que el cliente deja lo que no se le pudo sacar en copas. En nuestra época la cosa era distinta y si bien es cierto, existía la salida específicamente sexual, ésta generalmente se llevaba a cabo al cierre del boliche y fuera del local.

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