sábado, 21 de noviembre de 2009

9° Capítulo – páginas 80 a 90

Sin embargo, aún no se habían acabado los problemas que me traería el viejo antes de salir totalmente de nuestra historia. Pocos días después me llegó una citación del Departamento de Trabajo. Cuando acudí me dijeron que "mi jardinero” me había denunciado porque yo no le pagaba. Por supuesto se referían al viejo. Traté de hacerles entender que yo no había tomado a ningún jardinero pero, fieles a su tradición, estaban conven¬cidos que la verdad es siempre la del denunciante. A esas alturas ya tenía ex¬periencia en ese tipo de problemas. Al menos en esa época no había un sólo caso de esos en que ganara el patrón. Ni siquiera era necesario que conociera a quien dijera haber sido su empleado. Yo ya llevaba perdido tres problemas similares con los pibes que paraban los palos en las canchas de bowling. Según la ley de entonces, los menores estaban autorizados a trabajar y a cobrar todas las noches por su trabajo; pero bastaba que el padre dijera que el hijo no había cobrado nunca para que todos los recibos firmados por el menor perdieran validez. Obviamente, había que pagar todo lo que se les ocurriera pedir y los honorarios del abogado que los había ayudado a terminar con esa “explotación” de trabajar meses o años sin cobrar un centavo. Aprovecho para mandarles un sa¬ludo hasta el infierno donde espero residan ahora los abogados y los jueces que "fallaron" en esos y otros tantos casos similares que me tocó padecer y conocer entonces.
Me salvé de pagar todo lo solicitado porque el viejo abandono el caso en esa única denuncia. La vegetación del boliche se mantenía con las lluvias y después de la inundación sólo habían quedado los yuyos más resistentes. Nada menos parecido a un jardín. Nunca más me llamaron. Tuve una gran suerte al respecto. Puedo asegurar que si el viejo, en esa época, hubiera insistido con un abogado particular, yo hubiera tenido que pagarle más que a un ingeniero agrónomo traído del extranjero.

En esa época La Fraternidad, gremio de los trabajadores ferroviarios, tenía como titular a un señor de apellido Rolando, oriundo de General Pico. Solía ir muy se¬guido por allí a ver a su familia que seguía residiendo en esa ciudad. En esas oportunidades lo acompañaban siempre cuatro y a veces más guardaespaldas. Por las noches uno o dos quedaban de guardia en la casa donde vivía Rolando y los otros salían a bolichear. Por supuesto en los mismos autos blindados que usaban para viajar.
Nos hicimos bastante amigos. El paso del tiempo me ha borrado los nombres pero no los demás detalles que los rodeaban.
La cantidad y la calidad de las armas que portaban era impresionante, aún para nosotros, acostumbrados a ellas desde la infancia. Un Ford Fairlane que usaban mostraba en su lado izquierdo huellas de una ráfaga de ametralladora que, por supuesto, sólo había llegado hasta el blindaje. Los vidrios tenían todos tres o más centímetros de espesor y no se podían bajar. Tenían también un Torino cuatro puertas igualmente blindado.
Compartían con nosotros la afición por las armas. No ahondamos nunca sobre las ideas políticas que pudieran tener. En esa época gobernaba (por decirlo de alguna forma) el país Isabel Martínez de Perón y todo era una mezcla en la que no se sabía nunca quién era el enemigo. La “Triple A” de López Rega mataba hoy a uno que pare¬cía ser de izquierda y mañana a uno que todos creíamos de derecha. Los Montoneros y el E.R.P (Ejercito Revolucionario del Pueblo) comenzaban a transitar el camino hacia el ocaso atacados por todos los flancos, incluso por quienes los habían alentado y ayudado a nacer y a crecer. Ya lo he dicho: Nunca se va a poder reconstruir con exactitud y veracidad imparcial la historia política de esos años.
En medio de ese descontrol los militares estaban completando sus listas negras mientras preparaban el golpe de Marzo del 76. Golpe que, reconozco, todos pedíamos a gritos y recibimos con aplausos. Y cuando digo “todos” quiero decir “todos”, incluyendo a los desmemoriados que hoy mienten diciendo que siempre apoyaron la democracia. Repito, por si no se entendió: Todos los que hoy dicen que hubieran querido que Isabel Martínez de Perón terminara su mandato, mienten. Tal vez hubiera sido una buena salida que renunciara y llamara a elecciones anticipadas, pero si alguna vez ha habido en el país un gobierno insostenible, indudablemente ha sido ése.
Por supuesto, en ese momento ninguno imaginaba las atrocidades que los militares llegarían a hacer desde el poder, pero todos teníamos a la vista las que Isabelita le permitía a su “amigo” López Rega, desde el mismo sillón.
Sigamos: Este señor Rolando, de quién sólo conocí el apellido, parecía tener bastante poder político y seguramente eso le había traído como consecuencia algunos enemigos que justificaban el despliegue de seguridad que lo rodeaba.
Volviendo a lo que comentaba de sus guardaespaldas, estos concurrían todas las noches a nuestro boliche y algunos de ellos salían al cierre con las chicas. No te¬nían, al parecer, problemas de dinero y lo gastaban sin remordimientos.
A veces tirábamos al blanco, a la madrugada, iluminados con la luz de alguno de los autos. Los blancos eran botellas vacías que ubicábamos a quince o veinte metros. Los vecinos de las quintas cercanas no deben de haber estado muy de acuerdo con esas prácticas ruidosas y peligrosas, pero en esos momentos ni se nos cruzaba por la cabeza ese detalle.
Junto con la caída del gobierno de Isabel de Perón desaparecieron de escena y nunca volvimos a saber de ellos.
(Si llegaste hasta aquí es porque vas a terminar de leer este libro, en el inicio está mi mail, dame tu opinión hasta acá, gracias)
He citado anteriormente algunas patotas o grupos de jóvenes que amparados casi siempre por los políticos de turno, se sentían (y en muchos casos realmente lo eran) intocables. Por las noches se dedicaban a amargarle la vida a todo el que le tocara tenerlos cerca. Su llegada a cualquier bar o confitería era sinónimo de problemas. Al comenzar a escribir sobre ellos había pensado dejar impresos sus nombres y los detalles vergonzantes que los definían entonces. No lo haré. Aunque sé que no lo merecen, tengo la esperanza que, años mediante, hayan podi¬do recapacitar y llegar al menos a parecerse a seres humanos normales. Recuerdo varias anécdotas en las que se destaca la bajeza y la cobardía de ellos y la lamentable complacencia de la policía. Ésta no se animaba a detenerlos por dos razones: la primera, el miedo a represalias, y la segunda, para no pasar la vergüenza de tener que soltarlos a la mañana siguiente, pidiéndoles disculpas, cuando determinado diputado llamaba por teléfono exigiendo su inmediata libertad. Su presencia contribuía a crear un perfecto clima de inseguridad. Por respeto a los hijos que seguramente hoy cargan con sus apellidos, algunos muy originales y fácilmente identificables, y previendo que algún día este escrito pueda llegar a editarse y conocerse en General Pico, voy a dejar aquí este comentario.


Casi todos los nombrados, e incluso yo, conocimos por dentro el calabozo de la comisaría local. Para esos casos, y dada la asiduidad de las visitas de los integrantes de nuestro grupo a dicho espacio físico, habíamos dejado allí el colchón que llevamos la primera vez que Pablo estuvo detenido. Cada vez que alguno del grupo debía pasar la noche adentro, sólo tenía que pedir que le alcanzaran "el colchón de Mimo’s". Y allí estaba, enrolladito y listo a ser desplegado en el duro piso de cemento.
Especialmente en el último año que pasamos allí fueron incalculables las declara¬ciones que, por uno u otro motivo, tuvimos que firmar. Un lector desprevenido o que no haya logrado con mi relato compenetrarse en la situación que vivíamos entonces podrá pensar que todas estas páginas de declaraciones en la policía estarían debidamente justificadas. Salvo dos o tres casos que detallo puntualmente, la gran mayoría de las veces que, tanto Pablo como yo fuimos citados a declarar a la comisaría, fue por causas ajenas que nos salpicaban por la proximidad que tenía¬mos con los verdaderos protagonistas, en algunos casos gente de nuestro grupo y en otros, clientes o amigos de la noche.


Siguiendo con Carlos, recordaré que él administraba el trabajo de Roxy, su mujer.
Una de esas noches llegó un hombre de unos cuarenta años preguntando por él. No sé de dónde se conocerían, pero seguramente de ningún lugar diurno.
El tipo traía una chica muy jovencita que llamaré María. Según se dijo allí, la muchacha tenía una hija. Pero, por algún motivo, no tenía documentos personales.
El tipo que la trajo se fue, dejándosela a cargo a Carlos. Entre él y Roxy le enseñaron a trabajar y a vestirse. Era bastante bonita y con el tiempo llegó a ser una hermosa mujer de firme carácter y objetivos claros dentro de ese ambiente. Por varios años supe que perduró de una u otra forma ligada a la noche.
Pero, recordemos, en ese momento en que llegó a nuestro local no traía ningún documento. Las chicas que trabajaban de coperas, debían registrarse en la comisaría y hacerse un análisis en el hospital. La policía no venía nunca a controlar ese detalle pero sabíamos bien que si algún día se decidían podríamos tener problemas.
Algo había que hacer. Era una linda chica y estaba decidida a trabajar. Hubiera sido un desperdicio dejarla ir. Nuestra competencia la hubiera tomado inmediatamente, aun corriendo el riesgo.
Quiso el destino que en esos días comenzara a frecuentar nuestro boliche un emple¬ado administrativo de la policía. Eso nos dio la posibilidad de intentar algo que dio resultados positivos.
Envié a esta chica a atenderlo con instrucciones precisas. No debía sacarle copas, pero tampoco tenía que permitirle ningún tipo de manoseo. Es decir, debía caerle bien, pero manteniendo la dis¬tancia.
Después de cerrar el boliche y dejar a las chicas en el hotel fuimos con este hombre a desayunar algo al Café Roma. Nosotros antes de acostarnos y él antes de entrar a su trabajo.
Recuerdo que a modo de comentario le dije:
- Parece ser buena piba la flaquita, ¿no?
- ¡Sí, es macanuda la flaca, muy simpática! - me contestó demostrando lo que yo suponía: le ha¬bía quedado gustando.
- ¡Qué lástima que recién hace una semana que está aquí y ya se va a tener que ir - dije con un gesto de resignación.
- ¿Y porqué se va a tener que ir? – preguntó él atragantado con la media luna que estaba comiendo.
- Porque perdió todos los documentos y todavía no le mandan los duplicados que mandó a pedir. Y sin documentos no la podemos fichar. Es una lástima,... si se va a buscarlos capaz que llega a su casa y la familia no la deja volver...
- Decile que vaya a verme a mi oficina. Que no diga para qué me busca. Que yo le voy a hacer la ficha - dijo él.
¬Dos días más tarde la piba estaba fichada legalmente con el nombre que se le ocurrió darle al policía. (No me consta que haya sido el verdadero.)
Estuvo varios meses con nosotros y seguramente nos devolvió con creces el favor que le hicimos.


Una noche, apenas habíamos abierto cuando llegó una camioneta Dodge, nueva. En ese entonces, las patentes de los vehículos llevaban una sola letra inicial que identificaba la provincia a que pertenecía. Esta camioneta llevaba la “M” que pertenecía a Mendoza. En ella venía un hombre morocho, de más de un metro noventa de altura y seguramente más de cien kilos de peso. Era de Tunuyán. Apenas dio a conocer su procedencia entramos en amistosa conversación, producto de la coincidencia de nuestro origen mendocino. Andaba vendiendo relojes Rolex falsificados y gruesas pulseras doradas que por supuesto ofrecía como del más puro oro 18 kilates. Me mostró la mercadería que llevaba contándome la verdad de su procedencia y legitimidad.
Más tarde tomó algunas copas con Mercedes, (que en ese momento vivía con Hugo) y regresó a la barra a conversar con nosotros.
Pasado un rato me invitó a tomar un trago al otro boliche. Dado que había poca gente y Pablo dijo poder desenvolverse solo, acepté. De paso veía cómo le iba a la competencia.
Hugo trabajaba de portero en el mismo hotel en que vivía, frente a las vías del ferrocarril. Propuse pasar a buscarlo para ver si podía acompañarnos. El tipo de Tunuyán iba en su camioneta y yo en mi auto. Hugo aceptó venir con nosotros sin dudar. No recuerdo ahora quién quedó a cargo del hotel en ese momento, pero teniendo en cuenta la personalidad de Hugo es muy probable que no haya quedado nadie.
Una vez en Marimar comprobamos que esa noche era floja para todos. Tomamos un whisky cada uno y a eso de las tres y media me retiré junto a Hugo dejando allí a nuestro recién adquirido amigo mendocino.
Dos horas más tarde, después de cerrar nuestro boliche y repartir a los que llevaba conmigo en el auto, pasé a buscar a Hugo por el hotel donde lo había dejado. Se demoró en salir, pues estaba discutiendo con su mujer, que recién llegaba.
Fuimos a desayunar algo al Café Roma, situado en ese entonces – y actualmente - en la esquina de las calles 17 y 18.
Una vez allí, Hugo me contó que a raíz de la discusión con Mercedes había decidido viajar a General Alvear. Pasamos un rato esperando a que amaneciera para llevarlo a hacer dedo a la ruta. Recuerdo que en deter¬minado momento entró alguien y le dijo al mozo que atendía:
- Che, ¿Viste que le han roto el vidrio a la mercería de acá al lado?
Pensamos en pasar a ver cuando saliéramos, pero cuando llegó el momento nos olvi¬damos, subimos al auto y enfilamos directamente hacia la ruta.
Cuando volví a mi hotel, Mercedes me estaba esperando en la puerta.
- ¿Dónde está el Hugo? - me preguntó con tono enojado.
Le dije que acababa de dejarlo en la ruta y que lo había visto subir en un Fiat 600 que se detuvo antes de que yo me retirara del lugar. Se quedó en la vereda puteándolo y yo me fui a dormir.
Me levanté a las dos o tres de la tarde y me fui a almorzar un tostado de jamón y queso a una sandwhichería que Crescencio, el administrador de nuestro bowling, tenía en una estación de servicio céntrica.
Mientras comía me puse a hojear el diario La Reforma que en esa época salía al mediodía y contenía, por supuesto, toda la información de esa mañana. En la primera pági¬na estaban todos los detalles sobre el robo a una joyería céntrica y su inmediato esclarecimiento por parte de la policía local. El autor, ya detenido, era el mendocino que esa noche antes había estado conmigo, en nuestro local y luego en el otro boliche. La joyería robada estaba sobre la calle 17, al lado de la mercería cuyo vidrio roto llamara la atención de alguien mientras desayunábamos. Interiormente ambos locales se comunicaban por una puerta que no ofreció mucha resistencia para un profesional como el que parecía ser mi nuevo amigo. Digo profesional pero probablemente exagero en mi apreciaci¬ón, ya que un ladrón experimentado hubiera abandonado la ciudad esa misma noche. Este tipo se quedó hasta media mañana. La policía lo detuvo mientras desayunaba con Mercedes, posiblemente la causante de la demora en partir. Las joyas robadas habían sido halladas dentro de un bolso escondido bajo el ropero de su habitación. Y aquí un detalle interesante: En la nota del diario el joyero había reconocido como suyas la totalidad de las joyas encontradas en poder del ladrón. En las fotografías, mezcladas con otras alhajas, se podían ver claramente los relojes y las pulseras que yo había visto en la camioneta del mendocino an¬tes de las doce de la noche. Es decir, el joyero se quedó con todo, con lo de él y con lo del ladrón. Hizo bien, seguramente, ni aun así le alcanzaba para cubrir los gastos del vidrio y la puerta rotos.
Esa misma tarde estaba yo declarando en la comisaría sobre mi recién nacida amistad con el ladrón.
Unos meses más tarde debí declarar en el juicio oral y público. Recuerdo que al entrar y mirar al acusado que estaba sentado entre dos policías y esposado, descubrí que, si bien se parecía mucho al que yo había conocido, éste era mucho más pelado. El juez me preguntó si conocía a ese hombre y al ver mi ges¬to de duda me preguntó qué tenía de distinto al que esa noche bebió conmigo. Ahí me di cuenta de lo que pasaba.
- Tenía más pelo,... creo que tenía un peluquín – advertí mirándolo con más atención.
Él, sentado allí, esposado, al lado de su abogado, sólo sonreía, al parecer confiado. Esa fue la primera y única vez que vi un accesorio de este tipo que no se advirtiera desde una cuadra.
Declaré lo sucedido esa noche. Conté que al retirarme de Marimar, dejándolo solo, ambos habíamos bebido bastante whisky. Recordé el mareo que sentí al manejar de regreso y lógicamente negué conocerlo de antes de esa noche. Salvo lo del excesivo whisky, que no me constaba pero bien podría ser cierto, lo demás era todo verdad.
Dos o tres días después, estando “casualmente” en la comisaría, lo vi llegar esposado entre dos policías. Venía de escuchar su sentencia en el Juzgado. Estaba contento y me dio las gracias por mi declaración. Lo había favorecido cuando dije que él esa noche había bebido.
- La saqué regalada. Me dieron dos años; en cuanto complete ocho meses, salgo - alcanzó a decirme antes de ser conducido al calabozo a prepararse para el viaje a la cárcel de Santa Rosa.


Este caso gráfica muy bien la forma en que el negocio que habíamos ele¬gido nos relacionaba con personas que estaban directamente fuera de la ley. Lo nuestro estaba en el margen y a veces trastabillaba peligrosamente hacia el mismo lado, pero al menos teníamos una habilitación municipal que tácitamente parecía saber muy bien qué cosas permitía sin admitir.


Mi habitación estaba en el primer piso, dando a la calle. No era fácil dormir allí durante el día. El ruido de los vehículos y la gente que pasaba hablando por la vereda dificultaban mi necesidad natural de dormir. A esas causas de mi des¬velo debí sumarles las ya nombradas citaciones policiales verbales que, en un momento llegaron a ser casi diarias y siempre a primera hora, es decir, a las ocho de la mañana. Llegaba un agente al hotel y me hacía llamar a la habitación para informarme que el comisario o determinado oficial quería preguntarme algo. Por su¬puesto en esos casos, una vez en la comisaría, recién se me informaba para qué se me requería después de las diez o las once de la mañana. A veces era para hacerme una pregunta que ya había sido realizada el día anterior. Cambiaba la guardia y si no avisaban que esa citación ya se había hecho, la hacían de nuevo, por las dudas.
Solucioné eso tomando otra habitación en el hotel Comercio, en la esquina de las calles 19 y 18, y comencé a usar una tercera cama que teníamos dentro del local del bowling. Como de costumbre, continué dejando mi auto en la puerta del hotel Centenario, pero me iba a dormir a cualquiera de los otros lugares citados. Cuando a la siesta llegaba a buscar el auto, me avisaban:
- Lo mandaron a llamar temprano de la comisaría. Dejaron dicho que, cuando llegue, vaya, porque tienen que hablar con usted.
Y allá iba yo a perder tiempo en la comisaría, porque alguno del grupo peleó, porque a alguna de las chicas la vieron en la calle y supusieron que estaba trabajando, o simplemente para preguntarme si la noche antes había visto a un tipo así y así. De ese modo pude pasar esos meses de tensión sin morirme de sueño.


Quiero aprovechar estas páginas para rescatar algunos personajes de ese General Pico que me tocó conocer allá por los setenta. Petete, gordito, morocho, y muy trabajador, era quien nos vendía las revistas. Yo lo conocía desde hacía tres o cuatro años, había sido palero en nuestro bowling. En esos tiempos, siendo prácticamente un niño, ya vendía diarios. En el verano, cuando su cancha quedaba sin clientes, se quedaba durmiendo en un sillón del bowling, hasta el horario en que llegaba el tren que le traía los diarios de Buenos Aires. Más adelante, en la época de Mimo’s, ya vendía todo tipo de revistas y seguramente nuestro grupo integró su mejor clientela. Todos leíamos muchísimo. Petete nos llevaba las revistas y diarios hasta la habitación. En mi caso ni me preguntaba si me gustaban, pasaba por debajo de mi puerta diarios locales y de capital, revistas Gente y Siete Días, Satiricón, Pimpinela, Tony, D´artagnán, Intervalo, etc. Estaba notando ahora que, en los nueve años que pasé en La Pampa, prácticamente no vi televisión nunca. En el bowling no teníamos, en el hotel no había y realmente no nos hacía falta. Sólo escuchaba la radio del auto. Pero casi toda la información nos llegaba por las revistas y diarios que nos traía Petete.


Una noche de verano, en el año 2005, en la esquina de las calles 17 y 20, hoy peatonal, me encontré con Petete. Estaba sentado y con una pila de diarios en sus manos.
- ¿Quién soy yo? – le pregunté.
Se quedó un instante mirándome y dijo:
- No me acuerdo el nombre, pero vos... hace... treinta años, vivías en el Hotel Centenario.
No sé con cuál de sus recuerdos me habrá relacionado, pero acertó exactamente en su respuesta. Aún está allí, en General Pico. Junto a Cuacualo, Coco Constantino y otros personajes igualmente valiosos y para mí, inolvidables.


Vivimos varias situaciones de riesgo en el lapso de esos dos años. Riesgo para nosotros y para quienes eventualmente ocupaban un lugar en la vereda de enfrente. En ese caso nuestro riesgo de salir heridos o muertos se permutaba por el riesgo de caer a la cárcel. Hay situaciones ineludibles en las que, pase lo que pase, siempre se pierde.
A modo de ejemplo voy a narrar una situación que derivó en un tiroteo con una patota. (La he citado algunas páginas atrás.)
Llegaron temprano, a eso de las once y media de la noche. El taxista que los trajo nos advirtió que venían con la intención de romper todo el boliche. Ya estaban adentro así que había que enfrentar el problema sin afectar el normal desenvolvimiento del trabajo. A pesar de que eran varios, nos ubicamos estratégicamente rodeándolos. Directamente teníamos las ar¬mas en las manos, aunque por precaución apuntando al piso. Ellos, aun en la penumbra, lo advirtieron y comenzaron a inquietarse. Nos miraban y lo comentaban sorprendidos. Para rematar, Hugo pasó hacia el fondo del local, a la vista de todos, con una escopeta en las manos. Allí, en la oscuridad, se apostó a vigilarlos. Mientras tanto, el Loco cuidaba la puerta con otra, de dos caños.
Cuando vieron la ostentación de armas, lo pensaron dos veces y sin hablarlo, abandonaron el proyecto inicial de romper algo. Decidieron irse tranquilitos, seguramente para buscar algún bar indefenso donde practicar su cobarde deporte de molestar sin riesgos y tomar sin pagar.
Pero antes de que eso ocurriera, el que parecía ser el jefe, intentó demostrar a sus subordinados que seguía siendo tan valiente como para mantener su rango. Aprovechando un descuido de Pablo le robó un cigarrillo del atado que éste guardaba en el pasa platos. Una de las chicas le avisó a Pablo y éste lo llamó. Yo había visto todo y lo cubría en un costado mientras los otros lo hacían desde la oscuridad.
- Vos me sacaste un cigarrillo – le dijo Pablo amenazador.
- Yo no me llamo un cigarrillo. Si quiero cigarrillos los compró – dijo el tipo tratando de parecer desafiante, a pesar de que ya había sopesado la situación y tanto él como sus secuaces sabían que al primer intento de violencia varios de ellos iban a caer baleados.
- Bueno - dijo Pablo mirándolo fijo con la calma que precede la tormenta –, si es cierto que cuando querés cigarrillos los comprás, pagame el que me sacaste...
El tipo lo dudó un instante, quizá en esos pocos segundos analizó todo lo que había conocido de la vida y decidió que era más positivo seguir respirando, por las dudas que más adelante las cosas cambiaran. Después sacó algo de plata y, por ese único cigarrillo, le pagó a Pablo el valor de un atado completo.
Hoy, recordando ese momento, puedo jurar sin miedo a equivocarme que esa decisión le salvó la vida. Estaba apuntado por tres armas y todos los que las portábamos nos moríamos de ganas de apretar el gatillo. Eso le permitió seguir haciendo las pavadas acostumbradas, hasta que unos meses después cayó a la cárcel, destino natural de estos elementos. (Supe que allí adentro los otros presos - “entre otras cosas” - le hacían lavar la ropa.)
Salieron en fila, seguidos y vigilados atentamente por nosotros. El taxista se había ido, así que tenían que recorrer a pie los cinco kilómetros que había hasta la ciudad.
Cuando desaparecieron en la oscuridad, corrimos a parapetarnos tras la pileta de natación que era de cemento y sobresalía del nivel del piso más de un metro y medio. Sabíamos que tenían armas, y tenían bronca. En cuanto se sintieran seguros iban a tirar.
En cuanto sonó el primer disparo de ellos y vimos en la oscuridad el destello luminoso que delataba el lugar, contestamos con una verdadera andanada de calibres 22, 32, 38 y 16.
Yo recuerdo perfectamente que al disparar quería hacer blanco. Ni se me ocurría tirar al aire como la ló¬gica me indica hoy que debiera haber hecho.
Habíamos cortado la música del boliche, y los que quedaban adentro estaban todos agachados. Entre tiro y tiro escuchábamos en la oscuridad los pasos de los tipos corriendo por el asfalto de la ruta y allí dirigíamos nuestros disparos. Inexplicablemente, ya que todos tirábamos bien y practicábamos a diario, no matamos a ninguno, aunque luego supimos que uno de ellos apareció en el hospital con un tiro en la pierna. Dijo habérselo pegado al sa¬car el revólver montado de la cintura. Nunca sabremos si esa era la verdad.

Otra vez fue un camionero quien tuvo la no muy feliz idea de escaparse sin pagar. Pablo y Carlos lo persiguieron en el Fiat 600 de éste último. Cuando lo alcanzaron lo tirotearon, aunque no lograron detenerlo.

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