sábado, 21 de noviembre de 2009

6° Capítulo – páginas 50 a 60

Estoy contando peleas, y sigo con otra: En una ocasión, no sé bien por qué, pero seguramente a causa de una whiscola o cerveza demás, Hugo discutió y amenazó con un pistolón de dos caños, al menor de dos hermanos muy conocidos allí, en General Pico. Esto ocurrió en el bowling, yo lo ignoraba y lo supe cuando las secuelas de ese problema habían recomenzado.
Fue un domingo. Como dije, esa noche no trabajábamos así que temprano, al atarde¬cer, improvisamos un asado en el boliche y esperamos allí, entre vino y cerveza, que llegara la hora en que "Cheroga", el boliche bailable de Fito Rodríguez, (otro gran amigo que dejé en Pico) abriera sus puertas.
Cuando llegamos había bastante gente y apenas se podía caminar. Serían las doce de la noche. Uno de los hermanos citados, el mayor, al verme entrar me llamó aparte. Salimos afuera y allí me contó que Hugo, la noche antes y en el bowling, había amenazado con un arma a su hermano menor y me dijo que temía por esa amenaza. Lo tranquilicé asegurándole que Hugo esa noche no portaba ningún arma y comprometiéndome a hablar con él más tarde para aclarar ese asunto. Lo dejé y me dediqué a mirar las chicas. De pronto sentí que la gente se apartaba violentamente y vi que Hugo, a unos dos metros, comenzaba a ser insultado por estos dos hermanos. De las palabras se fueron inmediatamente a las manos y entre los dos lo tiraron al piso, donde empezaron a pegarle.
En la penumbra, me agaché sobre ellos y con el brazo derecho tomé por el cuello al que tenía más cerca, mientras tiraba fuertemente hacia arriba. Este muchacho (luego supe que era el mayor), aguantó todo lo que pudo, pero al sentirse asfixiado, aflojó y se enderezó. Pero yo no lo solté, él tenía un físico respetable y yo sabía que podía ser un problema no aprovechar la ventaja obtenida. Lo llevé violentamente caminando hacia atrás hasta que tropezó con una pared de un metro de altura que separaba un sector de la confitería. Con el envión que llevaba pasó por sobre ese obstáculo y cayó hacia el otro lado de cabeza. Antes de que se me soltara totalmente, lo tomé con la mano izquierda del cabello y pegué dos o tres veces, con todas mis fuerzas, donde, en la oscuridad, calculaba que estaba la cara.
A todo esto Pablo se había encargado del menor y de otros que se metieron, pero sin golpearlos mucho gracias a la intervención de los muchachos que trabajaban detrás de la barra que saltaron por encima de ésta para separarlos.
El que yo había golpeado comenzó a pararse trabajosamente, con tan mala suerte que se encontró de frente con Hugo que recién se ponía de pie. Éste lo reconoció en la penumbra y no dudó en pegarle otra trompada que lo derribó definitivamente.
Mientras tanto a mí, alguien, con un vaso whisquero, me había pegado en el hombro derecho produciéndome un corte que, con los nervios de la pelea, no advertí hasta algunas horas después.
Dedujimos que la policía ya estaría en camino hacia ese boliche. La única salida (y entrada) estaba taponada de gente. Saltamos por sobre la barra y salimos a la calle por la puerta de servicio. Hugo tenía puesta una campera de cuero mía que después de la pelea ostentaba una manga casi totalmente arran¬cada. Lo llevé al boliche, donde se quedó a dormir previendo una denuncia poli¬cial que en ese momento, por suerte, no se concretó.


Algo que sucedió en aquellos años – y que no voy a incluir aquí – me trae la necesidad de opinar y aconsejar, en este caso, a las mujeres en general: A veces leo en los diarios o veo por TV noticias de hombres que han matado o herido gravemen¬te a sus mujeres y pienso cuántos de estos casos habrán comenzado en discusiones menores y fácilmente evitables. Una mujer nunca debe llevar una dis¬cusión a un extremo de violencia. Quiero decir a una pelea mano a mano con un hombre. La mujer, aún la más preparada, tiene un tremendo porcentaje de posibilidades de salir muy lastimada de un encuentro de ese tipo. Tenga o no razón, la mujer debe evitar toda violencia para dirimir diferencias. El hombre, aun el de más mansa apariencia, es, llegado el caso, más agresivo. Por instinto y por naturaleza, es, además, más fuerte y más resistente a los golpes. Un hombre, seguramente, no retrocederá mientras le quede un ojo sano para ver a su rival y un brazo para pegarle. La mujer perderá siempre. Esto que generalmente se da por sabido muchas veces no es comprendido totalmente por algunas de ellas que se sienten capaces de enfrentar a un hombre y vencerlo. Existen, por supuesto, las llamadas “mujeres pegadoras”, que adquieren esa costumbre de maltratar al pusilánime que les tocó, o eligieron de marido, pero ambos son excepciones que no merecen estar en este libro.
Es cierto que, con conocimientos de artes marciales o simplemente con un palo, un cuchillo o un revólver, una mujer puede vencer a un hombre, pero el riesgo de que él, aún grave¬mente herido, las mate, sigue siendo enorme.
Mujeres, háganme caso, si el tipo que tienen al lado no les sirve, déjenlo. Si es un pegador, denúncienlo y traten de perderlo de vista para siempre. Pero no se arriesguen. La violencia no fue inventada para ustedes.
Tal vez este párrafo parecerá desconectado del resto, sin embargo, como el resto del contenido de este libro, hay un motivo para que esté aquí, y con eso basta.


Dejemos la violencia y vamos por el momento a otro tema.
La droga, tan común en el ambiente nocturno de hoy, era prácticamente desconocida entonces. Es verdad que se oía hablar de ella, pero muy pocos la habían visto y muchos menos, probado. También descubro ahora estar vinculado de cualquier modo a la droga tenía mala imagen. Era algo ocultable y muy privado, de lo cual se hablaba en voz baja.
A veces caía algún personaje raro a nuestro local y alguien se nos acercaba para advertirnos:
- Ojo con ése,... se droga.
Y el pobre tipo la mayoría de las veces lo único que había hecho para merecer ese comentario era dejarse la barba y el pelo un poco más largo que el resto, estudiar teatro o simplemente escuchar a los Rollings.
A nosotros mismos se nos calificó en su momento de drogadictos. En esa época en realidad había muy poco consumo, tanto de marihuana como de cocaína. La policía lo sabía y seguramente por eso no daban crédito a los comentarios que llegaban a sus oídos.

Recuerdo que en una oportunidad un tipo me ofreció cigarrillos de marihuana para vender en el boliche. Con mucho cuidado le dije que no. Hacía poco que había ingresado en ese mundo de luces rojas pero tenía bien en claro que no quería entrar en ese tipo de negocio.
Supe después que se trataba de un policía de civil que quería probar suerte investigando posi¬bles distribuidores. Me tranquiliza saber que no corrí ningún riesgo. Nunca estuve ni estaré de acuerdo con nada que pueda convertirse en un vicio, creando una dependencia. Incluyo en esta lista al tabaco y al alcohol. Ninguno de ellos me agradó ni me atrapó.
Personalmente no creo que haya sensación de placer superior a la que puedo haber sentido con una buena (¿o una mala?) mujer en la cama. Como digo en una de mis poesías referidas a ese estado, a mi entender, ideal:
- “... el olor de una mujer recién bañada, / una cama, una estufa y mucho tiempo / y esas ganas que te dan de no hacer nada, / disfrutando cada cosa en su momento... ”
Sin embargo, no desconozco que hay hombres capaces de prestar la propia esposa o la hija a cambio de un gramo de cocaína. Allá ellos con su felicidad artificial. Me voy a ir de este mundo sin haber experimentado con ninguna droga. Aunque parezca mentira, en algunas oportunidades me he sentido excluido o marginado por opinar así, en público, sobre este tema. No me preocupa ni me acompleja. He vivido intensamente... y despierto. He perdido las neuronas que el tiempo inevitable y naturalmente me ha llevado, pero las que me quedan están repletas de recuerdos nítidos que me siguen diciendo que no me equivoqué. A mi cuerpo sólo le he permitido que me exija lo que por naturaleza le corresponde: sexo, comer, dormir, etc. A mi vez me he esforzado en pedirle todos los excesos que creí necesario, encuadrándome exclusivamente en esos rubros naturales. Nunca me hizo falta más y puedo jurar que he vivido plenamente.
He tenido la suerte de pasar mi juventud en unos años en que la Argentina ni siquiera figuraba en las estadísticas de drogadicción. Si yo fuera un joven de hoy quizá no podría asegurar:
- De este agua no beberé.
Gracias a Dios que me hizo nacer en 1949, puedo decir con seguridad:
- De este agua no bebí,... y la sed que me queda voy a seguir calmándola a mi manera.


Recuerdo en este momento otra pequeña travesura que le hice a Carmen, la alemana. Fue una tarde en que me dijo que le averiguara cómo hacer un giro, ya que tenía que mandarle un dinero a su hermano de Buenos Aires.
Fui hasta el banco y a la vuelta pasé por el correo donde me dieron unos formularios a ese efecto. Cuando se los mostré y comencé a explicarle, me detuvo diciéndome:
- ¿Porqué no me hacés el favor y me lo enviás vos?
- Cómo quieras – contesté.
Sacó el dinero y me lo dio. Era bastante. Copié la dirección del hermano en un papel y me fui a hacer el giro.
Quiso el destino que al bajar de la habitación de Carmen me encontrara con Hugo tomando mate con el portero. Me acompañó sin saber dónde iba.
Fuimos caminando, el correo quedaba a una cuadra y media del hotel. En el camino le dije lo que iba a hacer y recuerdo que una sonrisa cómplice de ambos selló el destino de ese dinero.
Pasamos por una librería y compramos un sobre tamaño oficio. De allí nos dirigimos a un café cercano donde confeccioné tres cheques a treinta, sesenta y noventa días dividiendo el importe del supuesto giro. Recuérdese que en esa época, pleno gobierno de Isabel Perón y su Ministro Rodrigo, el dinero se desvalorizaba dos o tres veces por día. Puse esos cheques en el sobre donde previamente había escrito la dirección del hermano de Carmen. Luego fuimos hasta el correo y allí envié la carta certificada. Como todavía estaba dentro del horario banca¬rio, esa misma tarde deposité el dinero en mi cuenta para poder pensar tranquilo qué hacer con él.
Ojo, no piensen mal, no se lo estaba robando. Tarde o temprano tendría que pagarlo. Era una forma de autopréstamo, sin interés, que no preveía la inflación galopante de esos días.
Más tarde, al regresar al hotel, le entregué a Carmen el recibo de la carta certi¬ficada advirtiéndole que lo guardara muy bien porque ése era el único comproban¬te que en el correo daban por un giro.
Cuando un mes más tarde, por una indiscreta carta de su hermano, se enteró que a Buenos Aires en lugar de dinero disponible habían llegado tres cheques a fecha, casi me pega. Aduciendo que a un che¬que también se lo suele llamar “giro”, intenté hacerle creer que yo había entendido que ella me pedía justamente lo que había hecho.
Nunca me creyó, terminó riendo conmigo. Además, tuve suerte, el último cheque jamás llegó desde Buenos Aires.


En anécdotas narradas anteriormente he citado a un personaje que llamábamos "El Loco". Fuimos - y seguramente seguimos siendo - grandes amigos y hemos compartido muchas risas, locuras y peligros. Sin embargo, el perfil de las anécdotas que lo contienen me hace dudar ante la posibilidad de llamarlo por su verdadero nombre. Supe alguna vez que estaba casado, es probable que hoy tenga hijos y puede que no le parezca conveniente que su familia conozca de su paso por "la noche", al menos no de las cosas que voy a recordar. En lo que hace a ese tema mis amigos de entonces me han sorprendido. Mientras algunos (tremendos atorrantes) me acosan pidiéndome que no olvide citarlos con su verdadero nombre y apellido, y si es posible, con fotos, otros, que sólo rozaron inocentemente ese mundo, me han llamado desde muy lejos para rogarme que “no los comprometa”. El concepto de la verdad por sobre todo, que yo poseo, divulgo y aconsejo, evidentemente no es compartido por todos. ¿Se podrá vivir toda una vida basada en un pasado ficticio? Quizá sea más fácil, seguramente lo es. Todos podríamos haber sido príncipes valientes y haber defendido con el filo de la espada a los pueblos oprimidos. Tal vez, ¿por qué no?, haber rescatado alguna princesa, hoy convertida en nuestra fiel esposa. Pero... ¿será posible entretener a nuestros nietos relatando esos recuerdos inventados? Mientras sean pequeños, tal vez. Más adelante, lo dudo. Yo estoy seguro que esos intensos recuerdos que hoy están enterrando, bien contados, no a modo de ejemplo, hasta podrían ser útiles a las nuevas generaciones.
Volviendo al tema que fuera causa inicial de este párrafo, agregaré otras historias que tienen de protagonista a este gran amigo que sólo llamaré: el “Loco”.

El Loco entró a trabajar con nosotros cuando Marcos nos dejó para viajar a Bue¬nos Aires. Era alto, de buen físico y tendría entonces aproximadamen¬te veinte años. A toda hora llevaba encima una pistola calibre 45. Como demostró oportunamente, no dudaba en sacarla y tirar. Tampoco dudaba en pegar una trompada sin preguntar mucho y sin importarle el tamaño de su oponente. (Adivine porqué le decían “el Loco”)
A los pocos días de conocernos, ya éramos muy amigos. Además de una personalidad divertida y algo inconsciente que justificaba su sobrenombre, era lo que en ese ambiente se conoce como un tipo muy capaz. No tenía miedo a nada ni a nadie. A veces escucho sobre grupos de pibes de dieciocho a veinte años que hoy pretenden parecer “pesados” patoteando a otros menores más débiles a la salida de un boliche, o en alguna calle oscura. A pesar de esas actitudes, casi siempre generadas e impulsadas por la droga y el alcohol, no puedo evitar una comparación y una sonrisa lastimosa. Si en aquellos años uno de estos grupos actuales se hubiera encontrado de madrugada con el Loco o cualquiera de mis amigos nombrados, la cosa se hubiera resuelto a tiros. Y no tengo dudas sobre quién hubiera quedado en pie, como en las películas, soplando el humo del caño de su revólver.
Cuan acertado describe esta diferencia ese tango que dice: "Eran otros hombres más hombres los nuestros". Nosotros éramos, al menos, más locos. Y ojo que no estoy hablando de delincuentes juveniles habituados a asaltar a mano armada. Los personajes citados que formaban nuestro ámbito cercano tenían todos su medio de vida lícito, ya fuera un trabajo o sus padres. No pertenecían a familias humildes ni habían pasado ningún tipo de necesidad e incluso es probable que hayan cursado, al menos, el secundario completo. No se preveía para ellos un futuro delictivo. Es decir, estaban de “este” lado de la ley, del lado de los buenos. (Sí, ya sé, usted estará pensando: ¿Cómo serían los otros?... Tiene razón, los otros eran peores.)
Yo era el más "viejo" de todo el grupo de Mimo’s. Tenía veinticuatro años cuando empezamos a construir el boliche. Pablo tenía veintitrés. Marcos aún no había cumplido diecinueve. José Luis, dieciocho. Hugo, veintiuno o veintidós y el Loco alrededor de veinte.
De los demás personajes nombrados que circunstancialmente integraron el grupo, Julio tenía también veinticuatro y Juan, veinticinco. De Coco Constantino ignoro la edad, pero posiblemente tenía entonces la suficiente como para haber sido el padre de todos nosotros. Pero esa edad la tenía sólo en el cuerpo, en la mente seguía siendo tan vago y ocurrente como cualquiera de los nombrados.

Volviendo a lo que decía del Loco y el porqué de su apodo, recuerdo una anécdota que, en algo, ilustra sobre el tema.
Cierta noche llegó al local un grupo de hombres que a poco de entrar dijeron ser empleados de Entel. (Empresa Nacional de Telecomunicaciones, hoy privatizada y con otro nombre)
No eran de General Pico. Por alguna razón estaban allí, trabajando.
En ciertos y específicos casos, cuando se trataba de grupos como el citado, de apariencia solvente, servíamos las bebidas y cobrábamos todo junto cuando decidían retirarse. Era un riesgo que corríamos a sabiendas.
Con esta gente nos equivocamos. Comenzaron a consumir y, como solía suceder, pronto percibieron que lo gastado era tanto que bien valía la pena intentar irse sin pagar.
Pero no tuvieron en cuenta un detalle: esa noche los había atendido el Loco, y para él era una cuestión personal que alguien intentara esquivar el sagrado momento de pagar.
Como suele suceder en estos casos, empezaron a salir disimuladamente uno por uno. Yo le avisé al Loco que tuviera cuidado porque presentía la disparada. Cuando el último se retiró sin pasar a pagar, sali¬mos juntos a cobrar.
Ya casi todos habían subido a los autos. Sólo faltaba el que parecía comandar el grupo. Recuerdo que era alto y canoso, de unos cuarenta años.
Cuando el Loco lo detuvo junto al auto para cobrarle, yo me quedé algo atrás con el revólver en la mano, listo a cubrir cualquier imprevisto.
Vi que el tipo hizo un ademán negativo e intentó subir al auto. Antes que abriera la puerta, el Loco saltó enfrente del coche que tenía las luces encendidas.
Tenía la pistola cuarenta y cinco montada y tomada con ambas manos apuntando al pecho del tipo canoso.
Cuando yo vi el percutor montado comencé a transpirar. Conocía esa pistola, había disparado con ella y sabía que tenía el gatillo sumamente sensible. Cualquier involuntario roce podía hacer que se dispa¬rara. Y el Loco estaba temblando de furia.
El tipo estaba paralizado tomado de la manija de la puerta, mientras que los que estaban en el interior del auto se habían tirado al piso.
- ¡Dejá Loco, levantá el arma! - le pedía yo tratando de tranquilizarlo, sin quitarle autoridad, ya que consideraba que estaba haciendo lo correcto y lo que se estilaba en esos casos. Por supuesto, dejando de lado que no debía apuntar al pecho de un hombre con un arma tan poco confiable como una pistola Ballester Molina con décadas de uso.
El tipo tartamudeando trataba de decir que no tenía pensado irse, que había un error, etc.
Apareció Coco Constantino y al ver el revuelo también sacó su revólver y cubrió el otro auto del grupo, también con sus ocupantes agachados o tirados en el piso del auto.
Creo que esos tipos, si alguna otra vez se animaron a entrar a otra whisquería, seguramente pagaron las copas por adelantado y sin protestar. Pero esa noche no. Esa noche pagaron y protestaron porque, tal cual era nuestra ley, el que intentaba irse sin pagar veía incrementada su deuda en porcentajes que variaban entre un 100 a un 200 por ciento, según el monto y la cara.


Otra de las chicas que trabajó con nosotros fue Graciela. Era joven y bonita. Tenía un rostro atractivo y una sonrisa traviesa que hoy recuerdo sin esfuerzo. Muy lindo cuerpo y unos modales muy sensuales. Por supuesto en su trabajo eso era y sigue siendo muy ventajoso. Ese tipo de armas bien usadas dejan muy buenos dividendos.
Por esos misterios que suelen rondar y anidar en la cabeza de las mujeres, (no sólo en las de la noche) después de conocerme y haberle sido aparentemente indiferente por algunos meses, una noche pareció haber descubierto que yo existía y comenzó a provocarme, al principio como un juego y luego alevosamente.
Graciela tenía allí, en General Pico, un "novio" al que supuestamente le debía fidelidad. Este hombre le pagaba el hotel y la comida. Trataba de evitar de ese modo que ella, por necesidad, pasara de su trabajo de sacar copas a otro tipo de salidas o encuentros en las que pretendía exclusividad.
Pero bien dicen que no hay nada más difícil de cuidar que una mujer que no se quiere cuidar. Ella no se quería cuidar. Y yo, después de algunas débiles y no muy convincentes evasivas, tampoco. Finalmente y como era previsible, una noche en que su "novio" tuvo que irse temprano, aquello terminó como los dos queríamos. De ahí en más tratamos de mantener esa relación dentro de la máxima discreción posible. El “novio” concurría al boliche muy seguido y en esas ocasiones, para quedar bien, siempre le pagaba algunas copas. Yo no quería arriesgar el ne¬gocio mientras pudiera evitarlo.
A partir de esos furtivos encuentros comencé a comprender al tipo que le pagaba el hotel y la comida, y entendí también que se resistiera a compartirla. Era una mujer muy especial y, como se notará, inolvidable.
Aclaro nuevamente que la inclusión de esta relación personal y circunstancial con una de nuestras empleadas se debe exclusivamente a que está fuertemente relacionada con algunas anécdotas que pasaré a relatar. Las mismas no serían correctamente comprendidas sin esta previa introducción.

Una de esas noches en que estaba en vigencia la citada aventura interna, en el momento de hacer la caja, poco antes de retirarnos, entró Graciela tomándose la cara.
- El Negro me pegó - me dijo.
Ese tal Negro era un cliente que esa noche le había pagado algunas copas y seguramente habría abrigado esperanzas de llevársela cuando cerráramos. Ante la firme negativa de ella y casi con seguridad, atento al chisme de alguna de las otras chicas, le había da¬do una cachetada.
No me gustaba tener que intervenir en ese tipo de discusiones, y mucho menos en el lu¬gar que yo ocupaba en ese entredicho, ya que ella se negaba a irse con él justamente porque habíamos planeado quedarnos juntos en el boliche.
Salí al salón dispuesto a enfrentar al citado cliente.
- Che, ¿qué te pasa que le pegaste a la piba? - le pregunté, calculando a la vez dónde le iba a pegar yo si se me enojaba.
- Vos sos el macho de ella,... ¿no es cierto? ¿Por eso la defendés? - me dijo sorprendiéndome, ya que yo creía bien oculta mi relación.
No alcancé a hacer ni a pensar nada más. El Loco, que venía detrás, era mucho más decidido que yo para todo lo que fuera violencia. Escuchó que el tipo me respondía desafian¬te y actuó sin dudar.
Lo tocó en el hombro y en cuanto el tipo giró la cara le dio una tremenda trompada. Lo vi desaparecer de donde estaba, frente a mí, y caer a unos dos metros de distancia. Cayó boca arriba y totalmente nocaut. Corrí hacia él y traté de levantarlo. Estaba completamente desmayado. Tenía los ojos abiertos y se me caía entre los brazos. Me preocupaba el cabezazo que había dado contra el piso de cemento.
Una de las chicas tra¬jo un vaso de agua y se lo volcamos sobre la cara. Se reanimó un poco y logramos alzarlo y llevarlo al baño a que se mojara bien la cabeza. Cuando se miró al espejo, se descubrió el corte que tenía en la mejilla y dijo:
- ¡Al Loco lo mato!
Se nos soltó de las manos y zigzagueando entró nuevamente al salón. Las chicas y yo lo seguimos con cierta tranquilidad. Después de la trompada y mientras tratábamos de despertarlo, el Loco me había dicho que se iba a su casa en un auto que salía en ese momento, con las demás chicas.
El golpeado, al pasar junto a un asiento roto que había en el ante baño, tomó una tabla suelta y con ella en las manos cruzó la pista y salió hacia la playa de estacionamiento.
Yo salí detrás esperando a que se calmara, pero apenas pasamos la puerta descubrí que el Loco no se había ido y estaba allí, apoyado en mi auto, esperándome.
Cuando el Negro lo vio se le fue encima con intenciones de pegarle un tablazo; pero el Loco, muy veloz, lo esquivó y a la pasada le pegó una trompada similar a la anterior que lo tiró nuevamente al piso. Luego se le echó encima y ante mi desesperación sacó el cuchillo que siempre llevaba en la cintura, del lado de atrás, y lo dirigió al abdomen del caído.
Milagrosamente alcancé a tomar ese brazo del Loco. Yo tiraba hacia arriba con todas mis fuerzas a la vez que él empujaba con todo el peso de su cuerpo hacia abajo.
- ¡Dejalo, Loco, no lo matés! - le gritaba tratando de detenerlo.
El tipo de abajo, mientras tanto, gritaba de dolor porque el cuchillo le había alcanzado a pinchar y es posible que de mi fuerza dependiera que no lo traspasara.
Finalmente el Loco atendió a mis gritos, aflojó y lo dejó.
Otra vez tuvimos que llevar al Negro al baño a que se lavara la cara, más las¬timada que antes, y el vientre. El afilado cuchillo le había roto la camisa y, como dije, había alcanzado a hacerle un corte de unos dos o tres centímetros, aunque no muy profundo.
Como el único vehículo que había quedado allí era el mío, tuvimos que irnos todos juntos: Graciela, el Loco, otra chica, el herido y yo.
Otra vez debí pasar la noche esperando el patrullero que por suerte no llegó. Seguramente este hombre al llegar a su casa midió todas las posibles consecuencias que podría traerle poner una denuncia. No tenía ningún testigo a favor. Además, en caso de ser casado, la explicación a dar era muy posible que fuera mal interpretada por su mujer. Decidió esperar la cicatrización en paz y por supues¬to no pisar más nuestro local.

Esa amistad, esa fidelidad sin condiciones, eran recíprocas y se dieron espe¬cialmente con Hugo, Marcos, José Luis, el Loco y Coco Constantino. Todos eran amistades surgidas con posterioridad a la apertura del boliche. No incluí en la lista a Pablo, Osvaldo, Julio y Juan, por ser amistades de la infancia que en ese momento estaban a la altura de hermanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario