sábado, 21 de noviembre de 2009

7° Capítulo – páginas 60 a 70

Cuando Pablo y Martha regresaron de General Alvear decidieron vivir en el boliche. Una vez instalados allí, se alivió bastante mi trabajo, ya que ellos pasaron a ocuparse de la limpieza del local.
Construyeron una jaula y de algún lugar consiguieron unos conejos. Luego, seguramente atraídos por los desperdicios de comida, llegaron algunos perros que fue¬ron inmediatamente adoptados por Martha. En una de las pocas cosas en que coincidía conmigo era en su simpatía por estos animales.
Comenzamos a juntarnos allí, en la quinta del boliche, los días Domingos al atardecer, a comer asados. A esas reuniones invitábamos a algunos amigos y clientes de los más allegados y a veces a algunas de nuestras chicas.
Como comer carne de vaca era muy normal y nuestra mente estaba siempre lista a inventar algo distinto, por algún tiempo pusimos de moda lo que podríamos llamar “la caza deportiva del corderito sabatino”.
Consistía en salir en el auto el día Sábado a la tarde, rifle en mano, a buscar un corderito que pastara cerca del camino. Una vez ubicado el lanudo animalito, tratar de acertarle un tiro en la cabeza, para que no se alejara, y al día siguiente comerlo asado en la citada reunión.
Algunas de las diversiones que solíamos adjuntar al programa oficial de esas tardes de Domingo eran los concursos de tiro a la botella y el boxeo amateur.
En los primeros, después de un aperitivo preliminar, ninguna botella estaba segura. Ni siquiera las que contenían bebidas o luces adentro, bajo los pinos del patio. Sospecho hoy que los vecinos tampoco se deben haber sentido muy seguros.
Las reuniones pugilísticas se caracterizaban por lo desparejas en cuanto a la calidad, el peso y el grado alcohólico de los contendientes. No faltaban los ojos morados y los que se enojaban y querían seguir la pelea de verdad.
Más adelante en una anécdota de Marcos agregaré detalles sobre su tortuoso paso por el ring.


Pablo y yo, en General Alvear y Huinca Renancó, respectivamente, habíamos frecuentado algunas partidas de lo que comúnmente se conoce como "cacho", "cubilete" o sim¬plemente juego de dados.
En La Pampa de entonces esas partidas eran económicamente muy importantes. Personalmente he visto arriesgar en un solo tiro de dados el valor de un automóvil. Conocí a quiénes, luego de una noche de suerte, pasaron, de ser desocupados o empleados del ferrocarril, a ser hacendados, comerciantes o capitalistas de quiniela clandestina. Y otros que, a la inversa, dejaron en el verde tapete, herencias o años de tra¬bajo y sudor.
No nombraré los locales ni los concurrentes a los mismos porque seguramente, si los primeros están aún de pie y los segundos todavía viven, la partida continúa...
Las pocas veces que entré a alguno de estos lugares de General Pico, tuve muy mala suerte y por fortuna, poco dinero en el bolsillo para perder.
Es creencia en los jugadores que la llamada "suerte de principiante" es una ley de cumplimiento riguroso. Por lo tanto, ante una cara nueva, habrán de seguirle el juego tratando de especular con ese guiño que la Diosa Fortuna, indefectiblemente, hará al recién ingresado a ese mundo. A mí me ocurrió en Huinca Renancó, en una partida donde todos los que seguían mi juego ganaron considerables sumas mientras que yo, que era quién había traído la suerte a la mesa, ganando once veces seguidas, apenas quintupliqué lo poco que me había arriesgado a apostar. No alcanzó para que me prendiera el vicio y quedó como una experiencia más.
Crescencio, el encargado de nuestro bowling, llevó a Pablo por primera vez a una de las partidas llamadas "grandes". Esa noche Pablo ganó una suma importante y lógicamente le agarró, al menos momentáneamente, la enfermedad de ese juego. Luego de dos o tres noches afortunadas allí, en General Pico, decidió probar suerte en Santa Rosa y hacia allá viajó junto a Crescencio, una noche de sábado.
Regresaron al aclarar el día. Pablo tenía la boca rota y Crescencio mostraba en su frente y mejillas huellas de manos ajenas.
Habían ganado algo de dinero y antes de emprender el regreso decidieron pasar por una tradicional whisquería que estaba junto a la ruta, a la salida norte de Santa Rosa. La intención era festejar con una copa la continuidad de los triunfos. Parece que la euforia y el whisky de ellos, y las ganas de pelear con cualquiera, de algunos de los que allí estaban, hicieron que se armara una batalla campal. Si aquello no terminó peor, fue porque tanto Pablo como Crescencio habían ido desarmados y debieron huir junto a quienes los acompañaban, para salvar lo que les quedaba sano de la cara.
Al igual que la citada ley que rige la suerte de los principiantes, existe otra, menos conocida pero también de indefectible cumplimiento, y es la que determina la declinación de esa capacidad de ganar para quienes continúen en el juego. Ésta también se cumplió para Pablo que pronto empezó a contar más perdidas que ganadas y a practicar más esporádicamente esa actividad.


La quiniela clandestina en esa época también se jugaba mucho. Había una innumerable cantidad de levantadores y se hablaba de dos o tres banqueros importantes.
Esto trae a mi memoria la noche en que perdí por exceso de influjo. Es sabido para todo aquel que alguna vez haya pisado una agencia oficial de quiniela que en la lista de los sueños, el número 22 es "el loco". La noche a la que me refiero, cayó al boliche un amigo que en esa época se dedicaba a levantar ese juego y me preguntó si quería apostar a algún número. Le dije que sí, pero en ese momento no se me ocurría ninguno. Miré hacia la pista. Allí estaban bailando Cuacualo y otros dos "locos lindos" de la ciudad. En ese momento, por el pasa platos, me llamó el Loco que trabajaba con nosotros para darme una cerveza. No lo pensé más.
- Ponele todo esto al 22 a la cabeza - le dije a mi amigo dándole algo de dinero.
Al otro día me enteré que había salido el 23. Era lógico. Eran demasiados locos juntos.

Una vez más aclaro que cuando uso la palabra “locos” me refiero a la personalidad de estos individuos y no a una discapacidad o alteración de sus facultades mentales. A mí también en una época algunos me llamaron "El Loco". A veces sospecho que en mi caso puede haber habido algo de verdad.

Había entonces sobre la calle 24, a pocos metros del paso a nivel y junto a una estación de servicio, entre las calles 17 y 19, un pequeño y económico hotel donde solían vivir algunas chicas del ambiente. No tuve la suerte de ser testigo presencial del hecho que relataré, pero la persona que me lo contó merece toda mi credibilidad. Lo incluiré por estar protagonizado por mujeres de ese ambiente y por contener los ingredientes necesarios para ser parte de este escrito.
Parece ser que dos de las chicas del otro boliche mantenían una relación homosexual. Eran una pareja de lesbianas que a la hora de trabajar dejaban de lado su rechazo hacia los hombres y por cierto disimulaban muy bien su condición.
A raíz de un desencuentro que tuvieron, terminaron con su relación afectiva y comenzaron a vivir separadas. Las habitaciones de ese hotel, me consta, carecían en su mayoría de cerraduras. Como era habitual ver en esas construcciones antiguas, estaban todas alineadas rodeando un amplio patio.
Una madrugada lluviosa, una de ellas, quizá debido a su drama personal, se emborrachó. El alcohol le aconsejó que buscara a su amada e intentara reiniciar el romance.
Por lo visto el whisky que le dio el coraje y las añoranzas de felices épocas pasadas, fue demasiado. Entró a la habitación de su ex-compañera sin ninguna posibilidad de dialogar, por la curda que llevaba encima.
A la borrachera se le sumó una descompostura intestinal inoportuna, impredecible... e incontenible. Hablando con los términos en que lo hubiera contado en un asado: se cagó encima.
Sin haber notado lo que le había ocurrido, al ver que no podía articular palabra, decidió demostrar con caricias su voluntad de arreglar las cosas. Su amada estaba dormida y mirando hacia la pared. Se desvistió y se acostó junto a ella.
Se cuenta que la que dormía, al sentirse acariciada, se despertó a medias y tocó con sus manos algo húmedo y barroso que cubría algunas partes del cuerpo que había entrado en su cama.
Lógicamente cuando llevó sus manos a la nariz y descubrió lo que estaba sucediendo, estalló en un griterío que despertó a todo el hotel y a los habitantes de las casas vecinas, mientras echaba de la ha¬bitación a su ex-pareja en las condiciones en que se encontraba. Es decir, medio desnuda y chorreada de mierda. En esas lamentables condiciones se la vio pasear por el patio bajo la lluvia de ese amanecer.
Algunos memoriosos pretenden recordar e introducir que la chica también había vomitado; personalmente creo que esto es una exageración solamente destinada a producir un gesto de asco en un desprevenido lector.


Marcos, como dije al describirlo, usaba el pelo largo. Nosotros también, pero recu¬erdo ese detalle particularmente porque voy a referirme a la noche en que, al igual que Sansón, perdió su cabellera a causa de una intriga.
Fue una noche de domingo. Pasé a buscarlo a eso de las doce de la noche y fuimos a Toco´s, una confitería bailable que estaba situada en calle 13, entre 18 y 16.
Comenzamos a tomar cerveza mezclada con whisky. Esta combinación es terrible y se la aconsejo especialmente para el que quiera olvidar algo por medio del alco¬hol. Primero se va a olvidar de lo que quería olvidar. Y después se va a olvidar de hablar, de leer, de caminar, de mirar. Y si se pasa de vueltas, hasta de respirar.
Habíamos tomado dos de esas mezclas cada uno y ya estábamos en el estado llamado pre curda. Por la claridad con que se fijaron los acontecimientos en mi memoria, calculo que yo debo haber estado un poco mejor que Marcos.
Decidimos continuar la noche en Marimar, la otra whisquería de Pico, nuestra competencia, y allí llegamos en mi auto pocos minutos más tarde.
Al entrar nos encontramos con Pablo y Martha tomando algo en la barra. Seguramente la voz o el andar sinuoso de Marcos lo delataba ya que, a poco de saludar a Pablo, éste le preguntó:
- ¿Ya estás mamado?
Marcos, tocado en su amor propio al sentirse llamar así frente a Martha y otros que escuchaban el diálogo, replicó:
- ¿Mamado yo? Te juego quién chupa más sin mamarse.
Pablo pescó el desafío al vuelo y en pocos segundos había sobre la barra una botella de whisky, recién abierta, a disposición de los contendientes.
Decidieron apostar. Pablo arriesgó una suma equivalente a unos 100 dólares con¬tra el cabello de Marcos que, en caso de perder, sería cortado allí mismo. Yo fui el depositario de la plata y de las tijeras.
Cuando estuvieron servidos los dos primeros va¬sos hasta poco más de la mitad y sin hielo, en un descuido de Marcos, cambié el vaso de Pablo por uno que contenía igual cantidad de agua. Con la luz roja casi no se notaba la diferencia.
Con un gesto que daba comienzo a la apuesta, Pablo tomó su vaso y lo bebió de un solo trago. Marcos hizo lo mismo.
Volvieron a servir y, aprovechando el estado terminal de Marcos, nuevamente cam¬biamos el vaso de Pablo.
Tomaron cada uno el suyo.
Alguien propuso:
- Ahora tendrían que salir a bailar.
Salieron los dos solos a la pista. Comenzaron a bailar una cumbia pero sólo pudieron hacerlo juntos unos segundos. Marcos, al sacudirse, se mareó aún más y per¬dió el equilibrio. Luego de pegar un cabezazo contra una de las ásperas paredes, cayó al piso con un pequeño corte en la frente.
Quedó desvanecido y sangrando, lo que no fue óbice para que Pablo, tijera en mano, cobrara la apuesta cortando algunos mechones estratégicos para obligarlo a un corte casi militar.
Luego lo cargó al hombro y lo llevó hasta el asiento trasero de mi auto.
Lo trasladamos hasta nuestro hotel y pedimos una pieza para él. Nos dieron una en la planta baja. En el primer piso, donde vivíamos nosotros, estaban todas ocupadas.
Una vez en la habitación, lo desnudamos y lo acostamos boca arriba en el piso del baño. Hago notar que esto ocurrió en pleno invierno, época en que cada vez que en el hotel Centenario había agua “tibia”, hacíamos una fiesta y cantábamos el Himno Nacional.
Serían las tres de la mañana. Calculo que el chorro de agua que cayó sobre Marcos debe haber tenido una temperatura de apenas dos o tres grados sobre cero.
No se movió. Luego nos diría un médico que Marcos podría haber muerto a causa de la intoxicación, ya que, hasta ese momento no había vomitado nada del medio litro o más que llevaba consumido en whisky entre la confitería bailable y la otra whisquería.
Después de la ducha helada lo acostamos en la cama boca arriba. Recuerdo que inicialmente pensé en ponerlo boca abajo; ya había escuchado que los borrachos pueden vomitar y asfixiarse si ese líquido ingresa a sus pulmones. Pero teniendo en cuenta su estado de indefensión, el hecho que estaba desnudo, la malicia y / o “necesidad” de algunos de los que paraban allí, en esa planta baja, y las precarias cerraduras de las puertas, deduje que estando boca abajo su honra podría peligrar. Estoy seguro que Marcos, desde el cielo, me hubiera aceptado que lo dejara asfixiar con su vomito, pero nunca me hubiera perdonado que lo dejara violar...
Lo tapamos con las frazadas de las dos camas que había en la habitación, (según la ley del hotel Centenario, una bien finita en cada una) y nos fui¬mos a dormir nuestra propia curda.
Al otro día a la tarde, apenas me levanté, lo fui a buscar. Estaba todo vomitado. Se levantó con las pocas fuerzas que le quedaban... ¡y se bañó! Por supuesto con la reglamentaria agua fría.
Lo ayudé a vestirse y luego a llegar y subir al auto. Lo llevé al local de Marisa, una peluquera amiga y le expliqué lo ocurrido. Marisa le cambió el turno a una mujer que esperaba y comenzó a intentar arreglar el desastre que le habían hecho las poco expertas manos de Pablo con las tijeras.
A poco de estar sentado y mientras le cortaban, Marcos comenzó a vomitar sobre el piso de parquet.
La gran amistad que yo tenía con Marisa fue el único impedimento para que no nos echara a los dos a patadas. Con otras palabras, pero sin poder ocultar su bronca, me dijo que lo llevara al día siguiente para terminar de cortarle.
Marcos había comenzado a beber el domingo a la noche. Recién el martes a la tarde, después de que terminaron de cortarle el pelo, estuvo medianamente consciente. El miércoles, descompuesto del estomago y con dolor continuo de cabeza, se reincorporó al trabajo. Nunca le dijimos que hicimos trampa en esa apuesta.
Al igual que otros damnificados por nuestras pesadas bromas, queda supeditado que sepa o no la verdad a la posible edición o lectura de este escrito.


Tania era, ya dije, muy celosa. Cierta vez comenzó a celarme con Carmen. Ésta, lejos de preocuparse, trataba de hacer más sospechoso cada acer¬camiento o cada palabra que me dirigía. Era cierto que alguna vez había existido una pequeña e intrascendente simpatía entre nosotros, pero eso ya era parte de un pasado sin retorno. Sin embargo, desde el momento en que se conocieron, entre ellas había una rivalidad evidente que crecía día a día.
Una noche, al volver del boliche, me encontré de portero a un muchacho que yo conocía. Le decíamos simplemente el Ruso. Era muy buen tipo y algunas veces nos habíamos juntado a tomar mate en el bowling.
Al encontrarlo allí reiniciamos alguna de nuestras charlas y pronto una pava y un mate se dispusieron a ayudarnos a esperar el sol.
El clima con Tania anunciaba tormenta. Ese providencial encuentro me serviría para que ella se quedara a dormir en su habitación y no me molestara más con sus sospe¬chas y su mal humor.
Pero el Diablo, tan cerca nuestro en aquellos días, metió la cola. Sonó el teléfono de la conserjería. Era Carmen. Al desconocer la voz del Ruso preguntó quién hablaba. Éste, ajeno totalmente a mi pro¬blema, le dijo que hablaba Rubén, es decir, yo. Cuando lo escuché, intenté hacerle entender con gestos que se identificara y no me complicara en nada. Pero ya era tarde. En mi nombre comenzó a halagarla, por supuesto por jugar un poco.
Lo que nadie, ni Carmen ni el Ruso ni yo, habíamos calculado, era que Tania, siempre a la pesca de algún dato que confirmara sus sospechas, estaba en la puerta de la habitación de Carmen, escuchando. Lógicamente, cuando es¬cuchó que ésta dijo:
- ¿Sos vos, Rubén? - y luego lo que seguramente debe haber contestado ella a los elogios del Ruso - algunos de ellos sumamente morbosos - las últi¬mas dudas desaparecieron de su mente.
Bajó por las escaleras gritando:
- ¡Ahá! ¡Eso es lo que quería escuchar! ¡¿Así que no tenías nada con ella?! ¿No?
Todo lo que uno pueda imaginar parecido a un insulto, ella lo gritó allí. Recordaba principalmente, sin conocerla, a mi madre.
Téngase en cuenta que esto ocurría a las seis de la mañana en la planta baja de un Hotel que generalmente tenía varios pasajeros en ese sector.
Comencé a subir las escaleras, rumbo a mi habitación, seguido por los gritos. A nuestro paso se abrían y cerraban puertas y, lógicamente, crecían los recuerdos hacia mi madre y, en este caso, la de Tania.
Entré. Ella lo hizo detrás sin dejar de hilvanar improperios y amenazas de todo tipo y al máximo volumen. Marcos, que llegaba en ese momento, debe de haberse reído o hecho algún gesto que encendió la mecha. Tania desvió hacia él toda su bronca y lo atacó. Logré quitársela de encima y entre los dos la sacamos de la habitación a empujones. En el percance Marcos ligó algunos rasguños y chichones que le valieron distintas bromas hasta que cicatrizaron.


Hace algunas páginas hablaba de la amistad y la fidelidad recíprocas que me unían con algu¬nos de los muchachos del grupo. Acabo de recordar uno de los casos en que puse mi imaginación al servicio de uno de ellos. Me refiero a Marcos y esta anécdota me reivindica un poco por la participación que tuve en la perdida de su cabellera.
Comenzaré, como debe ser, por el principio.
Proveniente de Villegas, llegó a nuestro boliche una chica muy joven a la cual llamaré Lola. Tenía un rostro común, pero observando un poco más abajo podía verse un cuerpo fuera de lo común. Marcos tomó debida cuenta de ese detalle y al igual que a todos nosotros, le costaba mirarla a los ojos.
Resumiendo, diré que Marcos hizo de todo para conquistarla. Le sacó y regaló varias fotos. (Para colmo cuando estas chicas se sacan fotos, a veces lo hacen en ropa interior - o sin ella - lo cual acrecentaba el problema.) Le llevó masitas para que comiera con los mates que, por supuesto le cebaba. Le hizo mandados, le compró revistas, etc., etc.
Y no pasaba nada. Ella, fuera del horario de trabajo, permanecía fiel a su marido, un ex-boxea¬dor del que ya hablaré.
En un determinado momento, cuando Marcos, con la temperatura corporal rayana en la fiebre de la malaria, le reiteró su amor, ella le dijo que sólo lo haría por dinero, ya que ése era su trabajo.
Cuando Marcos le preguntó el precio de su cariño y ella le dio la correspondiente cifra, él com¬prendió que lo suyo había pasado a ser un amor imposible.
Un rato más tarde me comentó su problema mientras compartíamos unos mates en mi habitación.
- Tengo la solución - le dije contento de haber encontrado un modo de facilitarle las cosas y a la vez devolverle sus numerosas gauchadas.
Marcos se presentó al día siguiente en la habitación de Lola y le dijo que estaba dispuesto a pagarle lo que pedía con tal de acostarse con ella. Escuchar esto de boca de alguien que, como Marcos, pertenecía a nuestro ambiente, era inconcebible y deduzco que esta chica debe de haber pensado que él estaba muy enamorado, o loco. Marcos le dijo que tenía un cheque por un importe superior a lo que ella pedía, pero que se lo dejaría en depósito hasta que lo cobrara y recién entonces vendría por el vuelto y lo comprado, es decir, una noche (o al menos un rato) de amor.
Le dejó el cheque y le sugirió que me lo cambiara a mí, ya que yo tenía cuenta en el Ban¬co de La Pampa y podía depositarlo al cobro. Luego se retiró, no sin antes pedirle encarecidamente que “por favor no me fuera a decir a mí de dónde había sacado ella ese cheque porque yo podría adivinar el trato”.
Aclararé que el cheque pertenecía a una vieja cuenta que yo había tenido alguna vez en Huinca Renancó. Después de la comunicación bancaria del cierre de cuenta, esa última chequera había quedado dentro de mi portafolios. Esa tarde lo había llenado yo mismo firmándolo con un nombre cualquiera.
Cuando Lola me lo trajo, simulé admiración al leer la firma.
- Es muy buena firma – le dije.
- ¿Lo conocés? - preguntó ella.
- Claro, yo viví unos años en Huinca Renancó; este tipo tiene una mueblería grandísima. Quedate tranquila, este cheque corre seguro. Mañana lo deposito y en dos días más o menos, tenés la plata.
Se fue conforme.
Esa noche, después del cierre, Marcos cayó a su habitación y lue¬go de unos pocos forcejeos verbales, logró lo que tanto deseaba. Tendría que decir: lo que deseábamos todos los que la conocimos y lo que hasta el día de hoy le envidiamos. Me conformo con su palabra de haber hecho todo lo que hizo dedicado a los que lo ayudamos. (Según él, tres veces.) Ella no sólo se quedó a su disposición todo el resto de la noche sino que, por la mañana, le dio en efectivo el vuelto del cheque, confiada en su cobro.
A los dos días, en una maquina de escribir que me prestó mi amigo Cacho Suárez, otro conocido personaje de General Pico, escribí detrás del cheque: "Este cheque ha sido rechazado por: denuncia policial por robo. Cualquier intento de cobro o negociación será castigado con todo el rigor de la ley que rige."
Encima agregué unos sellos que Cacho tenía en su escritorio. Al asentarlos sobre el papel los moví intencionalmente. De ese modo el texto de los mismos quedó borroso y no se entendía qué decían. Luego regresé al hotel y me presenté en la habitación de esta chica con mi mejor cara de dar una mala noticia. Después de contarle lo sucedido, le sugerí con aire inocente:
- Si querés te acompaño a la comisaría y ponés la denuncia,... lo único que te van a preguntar es de dónde sacaste el cheque.
Yo sabía que ése era el golpe definitivo, ella no podía justificar la tenencia de un cheque sin aludir a su oficio, en ese entonces ilegal.
- No, dejalo,... rompelo nomás. ¿Qué le vas a hacer? - me dijo resignada.
Esa tarde, cuando Marcos llegó a su habitación, simuló desesperarse y prometió pedirme plata prestada a mí para reponer la cantidad. Pero ella se lo impidió. Yo podría darme cuenta.
Por lo visto Marcos había hecho un buen trabajo porque supe después que ligó algunas noches de yapa, y esta vez sin cheques falsos ni promesas.


Había quedado pendiente algo referido al boxeo y Marcos y la anécdota precedente da pie para la que sigue.
En una de esas reuniones que hacíamos los domingos a la tarde en el boliche, concurrió el marido de esta chica recientemente citada. Ya adelanté que este muchacho era o había sido boxeador y residía en Villegas, desde donde viajaba semanalmente a controlar su “negocio”. (Y a llevarse casi toda la ganancia.)
Al finalizar el asado alguien trajo los guantes y comenzó a entusiasmar a los concurrentes a "hacer unos tiritos".
Este joven tomó un par inmediatamente. Nadie quería probar con él. Nadie salvo Marcos.
Vaya a saber uno por qué, decidió enfrentar en un combate, amistoso por supuesto, al único que verdaderamente conocía ese deporte.
Quizá inspirado por alguna misteriosa (y maliciosa) voz de esas que hablan al oído, o quizá por no tener experiencia en eso de "hacer como que se pelea, pero no pegar fuerte", este muchacho empezó a darle a Marcos trompadas cada vez más duras. Pasados unos minutos de desigual combate, los separamos. Por supuesto, levantándole la mano al ganador y determinando el fin de la sangrienta velada boxística.
- Perdoname, a lo mejor se me fue la mano - le dijo a Marcos con tono de disculpas. Éste lo miraba con el único ojo que le había quedado abierto, mientras pensaba lo mismo que todos los que conocíamos su secreto: El tipo de alguna forma se había enterado de las atentas visitas nocturnas que Marcos le hacía a su mujer mientras él permanecía en Villegas.

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