sábado, 21 de noviembre de 2009

12° Capítulo – páginas 110 a 120

Luego, el proyectil rebotó en la parte dura de la vértebra, perforó los intestinos en varias partes y se detuvo finalmente junto a la vejiga. El abdomen de Pablo ostenta hoy una cicatriz de casi treinta centímetros que le recuerda esa noche.
- Hasta que no pasen cuarenta y ocho horas no podemos saber si está fuera de peligro. Hay que controlar la fiebre y sacar periódicamente con una jeringa, por la sonda que tiene hasta el estómago, la sangre que se le vaya acumulando adentro - nos indicó el doctor.
Entre los más cercanos acordamos turnarnos para cuidarlo, pero fue Martha quien se quedó a su lado prácticamente todo el tiempo.
En los días que siguieron la policía me volvió loco tratando de obtener más datos de lo ocurrido. Yo debía indagar a todos los que estuvieron presentes (ninguno de ellos quería verse implicado en un tiroteo en un cabaret) y llevarle esos datos a la policía.
Más tarde, deduje que, al menos inicialmente, la intención del grupo al concurrir a nuestro local, era la de divertirse. Al día siguiente había carre¬ras de caballos y, según me había dicho Tito al entrar y saludarme, ése era el verdadero motivo que los había llevado a General Pico.
Según me contaron después sobre lo sucedido esa noche, todos habían tomado bastante y algunos habían invitado copas a las chicas. La deuda contraída era considerable. Generalmente cobrábamos copa a copa, pero Pablo, tal vez pensando que todos eran mis amigos, se confió y cuando le dijeron: - Enseguida te pagamos todo junto -, les creyó.
Cuando comenzaron a retirarse, yo no estaba presente, y Pablo, para ellos, era un desconocido. También es posible que, al menos la huída, haya estado planeada de antemano; habían dejado los autos estacionados con el frente hacia la salida, es decir, listos para escapar lo más rápido posible sin necesidad de maniobrar en el patio. Esto es lo que trato de imaginar hoy con mucha buena voluntad. Nunca llegué a hablar con Tito sobre el tema.
De acuerdo a lo relatado después por Julio y las chicas, en un momento determinado, uno a uno, comenzaron a salir del local y a subirse a los autos. Pablo, al ver que ninguno se acercaba a pagarle, siguió al último y lo detuvo en el pasillo de salida. Cuando el hombre se volvió ya tenía el arma en la mano apuntándole al pecho. Pablo intuyó que iba a dispararle e intentó manotearle el revólver. En ese momento sonó el disparo.
El tirador subió al auto que estaba más cerca y huyeron inmediatamente.
Dos o tres días después, Carranza y Trossero fueron detenidos en Huinca Renancó y llevados a General Pico. A los pocos días fueron liberados. En realidad ninguno de los dos había tenido una participación directa en el hecho. En el momento del disparo ellos ya estaban en el interior del vehículo. No recuerdo ahora si alguno de los otros fue detenido en ese momento o más adelante.
Mientras Pablo estaba en el sanatorio, la municipalidad agregó a nuestros problemas treinta días de clausura, por un acontecimiento en el que, indiscutiblemente, habíamos sido las víctimas.
Unas semanas después, Pablo estuvo fuera de peligro y en condiciones de regresar al hotel con la indicación de guardar reposo absoluto hasta que todas las heridas internas cicatrizaran.

¬¬¬¬
Pocos días antes de esta última corrección supe que Tito Carranza murió en un accidente automovilístico regresando de una partida de dados en Villegas. Me entristeció esta noticia, él era mi amigo y siempre sentí que fue ajeno a todo lo que pasó esa noche. Queda para nuestro reencuentro, algún día, en algún lugar, la conversación que nos debemos sobre el caso.


La noche del problema citado, a pesar de no haber podido cobrar nada de lo consumido por este grupo, la recaudación había sido relativamente buena. Unos días después nos llegó el aviso de clausura y a partir de allí empezó el problema de estirar los pocos pesos que nos quedaban para aguantar un mes sin ninguna entrada.
Yo podía retirar algo de dinero del bowling, pero en esos momentos ese negocio apenas daba para mantenerse abierto y no podía disponer de lo necesario para sostener a Osvaldo, Julio, Hugo y Marcos que eran quiénes, estando allí, prácticamente dependían de mí, en una especie de empleo tácito e indeterminado.
Julio decidió volver a General Alvear. Hacía tiempo había planeado viajar al Brasil y entendió que el momento había llegado.
Carlos me informó que iba a formar pareja estable con la chica que estaba saliendo desde hacía ya algunos meses y que viajaría con ella a probar suerte en otra ciudad.
Varias veces en mi vida el devenir natural de los acontecimientos había ordenado las cosas en forma favorable a mis necesidades. Con la voluntaria partida de Carlos eso se daba nuevamente. Las intenciones de Roxy ya eran prácticamente inocultables. Todos los de nuestro ambiente las habían advertido o las intuían, a pesar, reitero, de ser una afinidad evidente, pero no consumada.
Carlos ya ni se preocupaba en visitarla y mucho menos en dormir con ella. Llegaba al boliche a la hora del cierre y, tal cual lo acordado, cobraba lo que ella había ganado. Quedaba pendiente la cuenta de la guitarra que yo le había comprado. Aunque, desde el problema narrado en el boliche, nunca habíamos vuelto a tocar el tema, siempre tuve y tengo aún la sospecha de que él había notado que su mujer había posado sus ojos en mí.
Cuando Carlos, pocos días después del inicio de la clausura, me anunció que se iba de la ciudad, me sentí extrañamente triste. En verdad yo lo apreciaba mucho, teníamos muchas coincidencias y cada vez que salíamos juntos nos divertíamos considerablemente. Carlos fue y sé que será mi amigo de por vida. Pero en aquellos momentos, una simple charla más sobre el espinoso tema de su mujer podría haber lastimado seriamente nuestra amistad. Roxy había perdido toda la timidez que al llegar la caracterizaba, y yo debía hacer grandes esfuerzos para eludirla. Si él seguía allí, tarde o temprano ella desencadenaría un problema entre los dos.
Han pasado muchos años desde estos acontecimientos. Ignoro todo sobre el presente de Carlos. La última vez que me llamó por teléfono, alrededor del año 1988, trabajaba en una empresa, en el norte del país. Hablamos unos pocos minutos, los suficientes para saber que ambos estábamos aún en este mundo y que seguíamos considerándonos amigos. Quiera Dios que algún día nos encontremos y podamos sentarnos a hablar serenamente de ese ayer, de frente y con sinceridad, poniendo nuestra amistad sobre la mesa. Si así no fuera, ojalá llegue a él este texto. Es muy importante para mí que, aún a la distancia de tantos años, él sepa que nunca lo traicioné. A pesar de la oferta alevosa y permanente de la que entonces era su mujer, siempre respeté nuestra amistad, esa amistad que, reitero, para mí sigue vigente, esperando ese reencuentro que presiento se dará muy pronto.

Antes de irse, Carlos me llamó a la habitación de Roxy y me dijo:
- Yo me voy. Desde ahora, Roxy queda a cargo tuyo. Hemos quedado de acuerdo en que ella te va a pagar lo que yo te debo de la guitarra que me compraste. Después... que haga lo que quiera. Si quiere que vuelva a Rosario y si no... lo que ella disponga...
Ella asintió en silencio con un gesto. Nos despedimos con un fuerte y sincero abrazo. Besó a Roxy, que tenía los ojos llorosos, y se fue. En pocas palabras y sin que nadie se lo pidiera, me había transferido los derechos sobre su mujer.

Volví a verlo tres años más tarde en Huinca Renancó. Todavía estaba en pareja y se lo veía muy feliz. Almorcé con ellos recordando algunas de estas anécdotas, en ese momento no tan lejanas. Me emocionó verlo mientras les ponía los guardapolvos a los chicos (de su esposa), los peinaba y los mandaba a la escuela. Se veía tan distinto del que había visto actuar en el ambiente de la noche que hubiera jurado que se trataba de un hermano gemelo. Hablamos de todos, pero no me preguntó ni una palabra sobre Roxy.
¿Dónde andará hoy mi amigo?


Obviamente, como cualquiera podrá prever, desde el mismo instante en que Carlos abandonó General Pico, Roxy quedó bajo mi administración y cuidado. No daré detalles sobre esos, nuestros primeros encuentros en soledad y en libertad de acción. He tratado de mantener una hegemonía en el texto, sin abordar explícitamente temas que puedan tergiversar el sentido del mismo. Sin embargo, sospecho que sería injusto si no dejara aquí al menos un esbozo de la ardiente personalidad de Roxy y de su respuesta a las expectativas que había creado en mí ese largo y tenso asedio. Para los curiosos que han llegado a este punto de la lectura esperando este momento, resumiré esa calificación en sólo cuatro palabras: era una mujer incomparable.


Coincidentemente con el cierre por treinta días de nuestro local, supimos que en Eduardo Castex se había inaugurado un nuevo cabaret. Se llamaba "El Pino" y estaba ubicado en lo que llamaría el Barrio Norte de esa localidad, pasando la vía, a pocas cuadras, en un caserón situado en el costado Oeste de la calle.
Junto a mi primo Osvaldo fuimos una noche a curiosear.
Dentro de lo que en esa época se podía ver en ese tipo de negocios, éste estaba bien puesto. Tenía show y varias chicas. Las puertas habían sido ampliadas en forma de triángulo para justificar el nombre.
Quizá debido al circunstancial cierre de nuestro boliche, noté que trabajaban muy bien. Eduardo Castex era entonces una zona muy rica y varios de nuestros mejores clientes eran de esa zona.
Al regresar le conté a Roxy sobre ese lugar. Inmediatamente me dijo que, si yo quería, mientras pasaba ese mes de clausura, la llevara a trabajar ahí.
A la noche siguiente la llevé conmigo a Castex. Por supuesto, me acompañó mi primo Osvaldo, en ese momento compañero incondicional de aventuras, aciertos y fracasos, y con sólo dieciséis años de edad.
Hablé con el dueño de El Pino y Roxy entró directamente a trabajar.
Recuerdo que esa noche se trabajó muy bien.
Durante unos días continuamos yendo todas las noches a Castex. Roxy trabajaba y nosotros tomábamos algo, dormíamos en el auto o veíamos el show.
Tania, entre tanto, vivía en casa de su hermana, que en esos días se había separado de su marido. Por supuesto, al enterarse yo estaba llevando a Roxy a Castex juró por milésima vez no verme nunca más.
En El Pino había show casi todas las noches. Estos espectáculos, de bajo costo, generalmente tienen una gran comicidad, por supuesto no buscada por sus protagonistas que se sienten artistas en toda la dimensión de la palabra. La improvisación, la inexperiencia y la falta de medios están a la orden del día. El show que se ofrecía en "El Pino" no era la excepción.
Recuerdo una noche en que habíamos ido Osvaldo, Crescencio, Roxy y yo. Todos los artistas del show parecían haberse puesto de acuerdo. Por supuesto, para hacer las cosas mal.
"La Gatita de París", una de las artistas multipropósito que allí había, apareció en escena vistiendo una brillante pollera ajustadísima. Comenzó a cantar (¿dije cantar?) mientras caminaba o bailaba por el estrecho escenario. En un momento dado se enredó en el cable del micrófono; la ajustada y larga pollera que vestía le impidió recobrar el equilibrio y cayó estrepitosamente. Se puso de pie rápidamente e intentó seguir cantando, pero el micrófono, al pegar contra el piso, se había roto o desconectado y no funcionaba. La pollera se le había rajado casi hasta la cintura. A todo esto los músicos que la acompañaban se habían perdido y tocaban en distintos tonos y ritmos mientras con la mirada se culpaban recíprocamente.
Salió de escena con un merecido aplauso por su actuación cómica.
Al poco rato uno de los guitarristas que acompañaban a una cantante, supuestamente chilena, tuvo otro accidente: se cortó una cuerda de su instrumento y le pegó un fuerte latigazo en el rostro a su compañero. A éste se le escapó una puteada que al otro le cayó mal y tuvo que mediar la cantante para que no se agarraran a las trompadas en el escenario. Para completar el cuadro humorístico, Crescencio, representando a nuestro grupo y whisky mediante, salió a bailar una cueca chilena con la cantante, en el angosto pasillo que quedaba entre los asientos. Por supuesto, una versión libre de la coreografía original que toleraba pasos de flamenco y cuarteto cordobés.
Riendo con estas cosas estaba yo esa noche, sentado solo en un asiento para dos, bebiendo de a poco un whisky con mucho hielo, cuando una aterciopelada voz me dijo casi al oído:
- ¿Te podes correr un poquito a ver si entramos los tres?
Miré a quien me hablaba mientras me corría hacia la pared, dejándoles espacio. Ella era una hermosa mucha¬cha; vestía ajustados pantalones negros y campera de jean, tenía el cabello oscuro, largo y lacio, unos ojos increíbles y una boca que parecía especialmente diseñada para besar. Cuando pude apartar la vista de esa belleza que me sonreía, allí, a veinte centímetros, trasmitiéndome su calor con la pierna derecha y embriagándome con su suave perfume, descubrí que quien la acompañaba era el "Bicho" Razzini. Él era uno de los primeros amigos adquiridos a poco de mi llegada a General Pico.
La muchacha, según supe después, provenía en Buenos Aires y estaba allí, en Castex, paseando. El Bicho, en algún café de esa ciudad, la había invitado a ver el show y ella, aburrida de la quietud del pequeño pueblo que en ese momento era Eduardo Castex, aceptó.
Después del espectáculo y mientras charlábamos, los tres compartimos una copa en la barra. Los ojos de esa muchacha me tenían hipnotizado y algo en el aire me decía que podía llegar a soñar ese sueño grande que estaba ocupando rápidamente mi cerebro. El Bicho, habitante de la noche y conocedor e interprete de todos los gestos femeninos, había notado ese interés. En un descuido de la muchacha, se me acercó y me susurró al oído:
- La flaca está con vos, yo me borro.
- ¡No, hermano, dejate de joder, vos la trajiste! – protesté sinceramente, sorprendido.
- No seás boludo, somos amigos... Haceme caso, quedate con ella, yo me borro.
No dejó lugar para más palabras. Minutos después, disimuladamente, desapareció entre la gente y me dejó solo con la muchacha.
Algunas horas más tarde la dejé en el hotel de la ruta, donde estaba parando junto a su familia. Jamás volví a verla después de esa noche. Desapareció de mi vida tan misteriosa y veloz como había ingresado.
Era realmente muy hermosa y tenía una personalidad enigmática que fijó en mi memoria cada uno de sus detalles. Cada vez que acudo a esos recuerdos puedo reconstruir con exactitud la imagen de su rostro y especialmente de su boca, ya sea sonriendo o besando. Hay por allí, entre mis papeles, una discreta poesía que, sin lograrlo, intenta definirla.
Cito esta pequeña historia (sin detalles ni final explícito) como homenaje a la generosa actitud de ese gran amigo de Eduardo Castex que conocí simplemente como “el Bicho Razzini”.


Quince días después de la última corrección de este libro supe que mi amigo, el Bicho Razzini, había muerto allí, en Castex alrededor del año 1999. Decidí dejar la anécdota que lo incluye tal cual estaba, sin cambiar una sola palabra que delate su ausencia. Los muertos sólo lo están cuando los borra el olvido. Si de mí depende, el Bicho, mi gran amigo, sigue allí, en Castex.


Al amanecer, cuando cerró el boliche, regresamos a General Pico.
- ¿Te fue bien con la flaca? - me preguntó Roxy en el hotel.
- No seás mal pensada. Se peleó con el tipo que estaba con ella y tuve que llevarla a la casa - dije.
Por supuesto hubo allí una corta discusión, luego de la cual debí pagar tributo a la desconfianza. Pero eso estaba calculado. De todas formas Roxy no era una muchacha problemática y se comportaba conmigo igual que con Carlos. Soportaba cualquier cosa con una sumisión total en la que sólo pedía ser bien atendida en tres aspectos: sexo, un lugar donde dormir, y comida. Olvidé agregar que estas tres cosas debían ser administradas diariamente, en ese orden, y para Roxy tenían la misma importancia vital.


En esos momentos yo compartía mi habitación con mi primo Osvaldo.
Todo parecía destinado a seguir así hasta el día en que terminara la clausura municipal de treinta días. Pero algo habría de romper nuevamente mi tranqui¬lidad.
Una tarde en que estaba leyendo el diario La Reforma descubrí en las noti¬cias policiales una nota que decía más o menos así: - “En un procedimiento policial realizado esta tarde en un domicilio de esta ciudad, se secuestró un grabador procedente de un robo perpetrado en el mes de enero. El propietario del domicilio, al ser preguntado sobre la pro¬cedencia del mismo, dijo que este aparato le había sido entregado en préstamo por el Señor Coco Constantino...”
No decía mucho más y no me hacía falta. Era muy fácil adivinar que cuando buscaran a Coco y le preguntaran, el próximo en salir en el diario era yo.
Cuando oportunamente me liberaron de mi detención, el comisario había quedado esperando la prometida devolución del famoso grabador. Pero pocos días después se derribaba el gobierno de Estela Martínez de Perón. La comisaría se había llenado de políticos detenidos. Por eso nos habíamos demorado en cumplir con esa promesa, considerándola insignificante ante el trabajo que tenía el comisario. Por alguna causa que desconozco o no recuerdo, se allanó ese domicilio y quiso la mala suerte que encontraran ese bendito (y maldito) grabador allí. El dueño de esa casa no tenía nada que ver en el asunto. Como tampoco tenía nada que ver yo, pero ahí estaba, nuevamente enredado.
Esa noche lo busqué a Coco. Había desaparecido.
Por las dudas que el problema retornara y me alcanzara, decidí viajar a General Alvear hasta que se aclarara el panorama. Antes de hacerlo dije en el ho¬tel que me iba con un amigo a Buenos Aires y que regresaría en dos o tres días:
Por último sentí la necesidad de despedirme de Tania. Aunque debido a los sucesos narrados, había una tirantez entre nosotros, ambos nos considerábamos de algún modo, unidos, y no podía irme sin avisarle. No le dije con quién viajaba y no me preguntó nada al respecto, pero en el brillo de sus ojos supe que lo había adivinado.
Cenamos unas pizzas en el boliche y después de dormir un rato sobre los sillones, a eso de las dos y media de la mañana, junto a Osvaldo y Roxy, salimos hacia General Alvear.
Hoy puede parecer estúpido haber tomado tantas preca¬uciones. El encubrimiento - que es de lo que me acusaban - es un delito totalmente excarcelable. Yo no tenía ante¬cedentes delictivos de ningún tipo, pero estaba en territorio ajeno. El gobierno democrático acababa de caer y todas las garantías que supuestamente otorga la ley, estaban suspendidas. Por lo que me había hecho el comisario sabía que, si se le ocurría, podría retenerme el tiempo que quisiera sin siquiera dar aviso al juez. No quería correr ese riesgo.
Llegamos a Alvear cuando estaba aclarando el día. Osvaldo en ese momento vivía solo. Roxy se quedó en su casa mientras que yo llegaba a mi casa paterna.
Esa noche, después de cenar, fuimos los tres a la whisquería "El Bosque". Nilda, la dueña de ese boliche, no lo podía creer. Yo, que le había sacado cuatro de sus mejores chicas, ahora venía a traerle una.
Dejó los viejos rencores de lado y aceptó con gusto a Roxy, que quedó alojada y trabajando allí.


Cuando pasaron los treinta días impuestos por la municipalidad, regresé a General Pico.
Llegué de madrugada.
Esa misma mañana supe de las intrigas de Martha. Durante mi ausencia había elaborado un plan destinado a terminar con la amis¬tad entre Pablo y yo. Lógicamente el paso siguiente sería tomar la total posesión del boliche. (Recuérdese que la habilitación comercial estaba a su nombre.) En eso no era nada original, hace unas páginas cuando intentaba describir a las chicas de la noche, olvidé decir que, si bien un gran porcentaje sueñan con encontrar alguien que las saque de esa vida, hay otras cuya mayor felicidad sería llegar a tener su propio boliche. Martha era una de estas últimas, y había encontrado en Pablo el terreno propicio para llevar a cabo sus planes. Por si esa traición latente fuera poco, supe que el tipo al que salvé de la cárcel pasándome cinco días en el calabozo y meses de intranquilidad, cargando con un proceso por encubrimiento, se había ofrecido a Martha y Pablo para matarme. Y yo sabía que era capaz de hacerlo.
La última vez que habíamos hablado nuestra relación era normal, incluso él se mostraba agradecido de mi silencio. Aunque tenía algunas dudas sobre este comentario, no desconocía que, de llegar a ser cierto, la situación era muy delicada.
Fui a hablar con Pablo y directamente le pregunté sobre esos comentarios. Sintetizando su respuesta: Me negó todo.
Esa tarde fui al boliche a llevar mercadería. La tirantez que había en el ai¬re se podía cortar con un cuchillo. Allí estaba el que, supuestamente y por causas que seguía ignorando, había sopesado la original idea de matarme. Lo saludé dándole la mano como si nadie me hubiera advertido nada y seguí salu¬dando con besos a las chicas. Por supuesto, tapado con la camisa que llevaba fuera del pantalón, yo tenía mi revólver en la cintura. Sólo necesitaba que me diera tiempo a sacarlo. Ése era el verdadero riesgo, pero era un riesgo para los dos.
Pero no pasó nada. Es cierto que él me trataba con cierta frialdad pero no vi ningún gesto que confirmara lo que me habían dicho, lo que hoy me lleva a suponer que, como aseguró Pablo, bien pudo haber sido un simple comentario aumentado por el paso de boca en boca. Por las dudas en ese momento no le di la espalda.
De todos modos las relaciones con Pablo, que al emprender esa aventura eran poco menos que las que existen entre dos hermanos, estaban deterioradas. Es imposible dimensionar lo que puede lograr la lengua de una mujer. Allí ya no había espacio para dos. Mientras pensaba de qué modo íbamos a continuar con esa relación, decidí dejar por unos días la administración del boliche en manos de Pablo, confiando en que la amistad que nos llevó a emprender esa aventura en conjunto se impusiera finalmente.
Regresé a General Alvear sin comentar esos detalles con nadie.


Seguí viendo a Roxy casi todas las noches, al cierre de “El Bosque”.
Un mes después recibí un llamado de Tania:
- Recién escuché por la radio que anoche clausuraron definitivamente “Mimo’s”. También clausuraron el boliche de mi hermana - me dijo preocupada.
No le di mucha importancia. En ese momento no creí en la palabra “definitivamente”.
Al día siguiente viajé a General Pico. Allí me confirmaron la triste realidad. El cierre era real, definitivo e inapelable.
Descubrí que la noticia, a pesar de lo trágica que era, comercialmente hablando, me dejaba una leve sensación de alivio. Creo que fue allí cuando realmente me di cuenta de lo cansado que estaba de esa vida. Ese cierre también terminaba de plano con todos los problemas, desencuentros e intrigas recientes, y me dejaba nuevamente en libertad de acción. Si alguien había pretendido quedarse con algo mío, ese algo ya no estaba. Ese último detalle compensaba lo perdido y dibujaba en mi boca una leve sonrisa.
Las chicas comenzaron a dispersarse en busca de nuevos horizontes. Con el tiempo supe que algunas se quedaron en General Pico e hicieron pareja con hombres de allí.
Regresé a General Alvear. Tuve que darle la mala noticia a mi padre, que era quién realmente había aportado la mayoría del dinero. Para no amargarlo más, olvidé citar los problemas que habían surgido en los últimos días y cargué con todas las culpas. La pérdida del capital invertido era realmente lo único que yo lamentaba. Como en los largos desencuentros matrimoniales, ese final, de algún modo, para mí sonaba como un principio. Aunque todavía no sabía de qué.


Allí terminó Mimo’s. Para atenuar la indefinible sensación, mezcla de tristeza y euforia, que me había deparado el cierre de mi negocio y comenzar a reencontrarme con el mundo que vivía bajo el sol, invité a Tania a conocer la ciudad de Malargüe, en mi provincia. Al haber desaparecido en el horizonte el fantasma de los celos que, con justificadísima razón, la atormentaban, nuestra relación, al menos temporalmente, mejoró bastante. El niño no vino con nosotros. No recuerdo hoy quién quedó a su cuidado. Tal como estaban las cosas, yo evitaba hablar de ese tema.
Allí, en Malargüe, mi amigo Juan, que visitara nuestro boliche en sus comienzos, trabajaba en un taller de chapería. Estaba casado y su esposa, Sara, estaba embarazada de su primera hija. Hicimos un poco de turismo conociendo los alrededores de esa pintoresca localidad. Llegamos a Bardas Blancas y comimos un asado bajo el puente de la ruta 40, junto al Río Grande. De regreso, con Juan entramos a la Caverna de Las Brujas y re¬corrimos más de ciento cincuenta metros iluminados con una lámpara de gas. No llevábamos ni linterna ni fósforos, por lo que, si la lámpara se caía, o simplemente se apagaba, nos quedábamos en la caverna hasta que alguien apareciera por allí a buscarnos. Ni Tania ni Sara, la esposa de Juan, embarazada de siete meses, sabían en esos momentos manejar el auto para ir a buscar ayuda. Tuvimos mucha inconsciencia y también mucha suerte, porque nada de eso pasó y salimos sanos y salvos. Y con ganas de volver con más precauciones, cosa que en años posteriores hicimos en dos oportunidades.
A partir de ese viaje, mis encuentros con Tania comenzaron a espaciarse,
ya que sólo la veía cuando viajaba por motivos relacionados con el negocio del bowling, a veces sólo una o dos veces al mes.
Unos meses después ella viajó a General Acha, donde ya residía su hermana y hacia allí viajé en algunas oportunidades a verla.

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