sábado, 21 de noviembre de 2009

8° Capítulo – páginas 70 a 80



Agregaré algo sobre la música que en ese tiempo se escuchaba en las whisquerías. O al menos en la nuestra.
La base era el cuarteto y el tango. El ochenta por ciento de los discos (LP) se repartían entre esos dos ritmos. En cuarteto comenzaba su carrera Carlitos “La Mona” Jiménez imponiendo su éxito “El Lobizón”. (Algunos años más tarde llegué a conocerlo personalmente y charlar con él en el Club Las Palmas de Córdoba) El Conejo Alejandro también hacía sus primeras armas. Recuerdo el tema “Quieren matar al ladrón”, del eterno y siempre vigente Cacho Castaña. El Cuarteto Leo y Tulio Enrique León también estaban allí, en nuestra discoteca, junto a muchos más que perduraron y otros tanto que se perdieron en el olvido.
En ritmo de Tango por ser un tema que me gusta personalmente he conservado recuerdos más detallados. Roberto Goyeneche, Julio Sosa, Edmundo Rivero, Alberto Echagüe, Mario Bustos, Argentino Ledesma, Jorge Valdez y “El Tata” Floreal Ruiz eran algunas de las voces que noche tras noche nos acompañaban alternados o apoyados por las orquestas de Juan Darienzo, Carlos Di Sarli, Donato Racciatti, Mariano Mores y otros monstruos del dos por cuatro que se han eternizados por derecho propio. Había entonces algunos clientes que eran excelentes bailarines de tango. Las chicas, con más instinto y gracia que conocimientos, los acompañaban bastante bien y daban un buen espectáculo del más puro gusto argentino. Lamentablemente la imagen de una pareja bailando un tango o una milonga se ha perdido en la noche de los tiempos, reservándose sólo a los bailes de jubilados y a los escenarios, como un número artístico más y muchas veces deformado en el ansia de adaptarlo al nuevo siglo.
Teníamos también varios discos de Folklore: Guaraní, Los Altamirano, Daniel Toro, entre otros, y de la llamada “música popular”: Los Beatles, Sandro, Sergio Denis, Los Iracundos, Los Gatos, Raphael, Serrat, Nicola Di Bari, Adamo, Patxi Andión y otros extranjeros que en esos años visitaban nuestro país. Algo de música clásica “movida”. (Por ejemplo la obertura de la opera “Guillermo Tell”, la marcha de “Carmen” o “Czardas” de Monti) Recuerdo especialmente un LP de Marchas Militares Universales, grabado por una orquesta sinfónica alemana. Muy bueno. (Nunca me gustaron los militares, pero reconozco que su música pega en el corazón. No puedo imaginar a un argentino que no se conmueva con la Marcha de San Lorenzo.) Cuando este disco o algunos de Folklore comenzaban a sonar, significaba que queríamos cerrar y había que apurar lo que quedara en las copas. Para los clientes debía entenderse como las palabras:
- Largando, que está por amanecer.
Pero a veces ese sistema era contraproducente, porque esa música les gustaba tanto como a nosotros y se quedaban a escucharla recostados en los sillones hasta que, poco antes de encender las luces, debíamos “invitarlos” a retirarse.


Cuando comenzó el invierno de 1975, debido a las rigurosas heladas que caracterizan a esa zona, tuvimos una temporada en que declinó el trabajo. Pablo recibió de Buenos Aires un ofrecimiento que nos pareció interesante o al menos distinto y de poco riesgo. Una cantante de tangos supuestamen¬te famosa y una o dos alternadoras, por una cifra no muy significativa. Nunca habíamos presentado un espectáculo en nuestro local. No teníamos luces adecuadas, ni micrófono, ni tarima que sirviera de escenario. Igualmente decidimos aceptar las condiciones y conseguir todo lo necesario en los días que faltaban hasta el jueves en que llegaría la “artista” para actuar esa misma noche. Calculo que llamamos por teléfono confirmando la fecha un día martes, es decir dos días antes del show.
El problema de las luces lo solucionamos con unos pedazos de caño de escape con un portalámparas y un foco de 100 wats adentro. Conseguimos un micrófono prestado por un fin de semana y finalmente decidimos que el escenario fuera la misma pis¬ta de baile, situada en el centro del local.
El jueves, temprano, llegó a General Pico la famosa cantante. Se llamaba (nombre artístico) “Beba Bebán” y la fama no la tenía ella, sino su nombre, pero fraccionado. El nombre Beba era famoso por la actriz y cantante Beba Bidart, y su supuesto apellido Bebán, por Rodolfo Bebán, el conocido actor.
Ella, como cantante, decía haber pertenecido a "Las Voces Blancas", un popular gru¬po folklórico de fines de la década del sesenta. Allí no había nadie que dijera lo contrario así que supondremos piadosamente que al menos eso puede haber sido verdad.
Venía con una amiga que - según ella - por pura curiosidad quería saber cómo era ese ambiente. Pero, como dije, sólo a título informativo ya que no era su intención continuar en él. Nunca había pisado ese tipo de negocios. Era, según dijo, una especie de investigadora.
Beba no traía consigo músico alguno, así que, a horas del debut y con la publicidad en el aire, tuvimos que salir a buscar un guitarrista que la acompañara.
Luego de andar mucho y preguntar más, conseguimos uno que se animó, seguramente atraí¬do por los pocos pesos que le ofrecíamos ya que del compás dos por cuatro no tenía ni idea.
Pegamos apresuradamente algunos afiches en lugares claves y esa tarde llevé a Beba a la emisora local donde un periodista, más ingenuo que nosotros, le hizo una nota donde ella mintió a gusto, poniéndose a la altura de Tita Merello y Virginia Luque y, lo más increíble, auto proclamándose “prima hermana del actor Rodolfo Bebán.” (Que curiosamente no se llama Rodolfo ni se apellida Bebán)
Recuerdo que refiriéndose a los ojos verdes de “su primo”, me dijo:
- ¡Tiene unos faroles el Negro!...

Esa noche comenzó bien. La curiosidad hizo que muchos que hacía años no pisaban un local de ese tipo, llegaran a ver ese número de tango de alto nivel que prometían los afiches y la radio.
Como adelanté, la chica que llegó con Beba aseguraba no haber hecho copas jamás. Pobre, seguramente llevada por algún desconocido instinto ancestral, lo intentaba con todo el que entraba. Decía ser “la novia de un primo de Émerson Fittipaldi”, en esa época en plena fama como corredor de Fórmula Uno. Nos contaba cómo era andar a 250 kilómetros por hora en un auto de carreras. Aparentemente su novio la había llevado en el Formula Uno de Emerson. Nosotros, acostumbrados a escuchar ese tipo de barbaridades de Cuacualo, la dejábamos mentir tranquila. A pesar de su aliento realmente repulsivo, logró sacar algunas copas entre los clientes sin olfato.
Hablemos ahora del show.
Beba, desde el momento en que regresamos de la radio, hasta el anochecer, había estado ensayando con su recién adquirido guitarrista, tratando de ponerse de acuerdo con los tonos y los tiempos.
Debieron haber ensayado más. Para que el lector se haga una idea aproximada diré que aquello se escuchaba como si ella cantara un tango y él estuviera acompañando una zamba.
Los piadosos aplausos decrecían y seguramente la falta de monedas o tomates contribuyó a evitar un triste final para ese espectáculo.
Al ver que no podía ponerse de acuerdo con su guitarrista, Beba anunció que, para terminar su actuación de esa noche, cantaría sin acompañamiento, como lo había hecho en "El Viejo Almacén". Por supuesto luego de escucharla debemos suponer que no se refería al tradicional local, entonces propiedad de Edmundo Rivero, sino a algún almacén viejo que sólo ella conocía.
No debió haberlo hecho. Se perdió la oportunidad de responsabilizar del desastre al guitarrista. Cantando sola se la escuchaba igualmente mal.
Seguramente a causa del alcohol, por respeto, o festejando que aquello terminaba, la aplaudieron como si hubiera gustado. Como esa era noche de tangos, al rato Beba salió a bailar con un conocido ferroviario, gran amigo y asiduo concurrente a todos los locales nocturnos de entonces. (Se llamaba Wadad Tomaselli y recientemente supe que falleció.)
El tema era de D’arienzo. Estaban haciendo un papel más o menos rescatable y los habían dejado solos en la pista. Yo los iluminé con los reflectores para realzar un poco el baile y tratar de hacer olvidar el mediocre show.
Pero estaba escrito que aquello debía terminar mal. Beba llevaba un largo vestido de noche. Me animaría a decir que demasiado largo, porque se lo pisó y cayó hacia atrás arrastrando en su caída a su acompañante en medio de la risa general de los clientes, de las chicas y por supuesto de nosotros los propietarios, ya resignados a tener un nuevo show cómico que podía competir con Cuacualo.
Teníamos contrato por tres noches, jueves, viernes y sábado.
El viernes me pasé toda la mañana buscando un guitarrista que alguna vez hubiera hecho dos acordes en ritmo de tango.
Ya comenzaba a desesperar y a considerar la idea de Pablo de acompañarla yo con mi guitarra. Conmigo iba a salir igual de mal, pero al menos no habría que pagarme ni llevarme borracho a la casa después de cerrar.
Alguien escuchó del problema y nos sugirió:
- ¿Y porqué no lo ven a Juan Carlos Corso?
Al único apellidado Corso que yo conocía era a un mozo pelirrojo y de anteojos que había trabajado en nuestro bowling. El guitarrista resultó ser hermano de éste y una verdadera revelación.
Hasta el día de hoy sigo sin entender cómo ese muchacho, con el talento natural que tenía como cantor de tangos y guitarrista, podía estar viviendo de un sueldo de ferroviario.
No necesitó ensayar nada. Era un auténtico profesional, conocía todos los tangos y sabía acompañarlos en todos los tonos. Hasta esa cantante parecía cantar bien con su acompañamiento.
Esa noche el show salió redondo en su primera parte. Terminada ésta, alguien que lo conocía propuso que hiciéramos cantar en el intermedio a Corso. Éste estuvo de acuerdo y cantó "El Motivo" y luego, si mal no recuerdo, "Antiguo reloj de cobre".
Yo no lo había escuchado todavía y calculo que Beba tampoco, sino no lo hubiera dejado cantar.
Era infinitamente superior a la "famosa cantante" que nos habían vendido de Buenos Aires... y estaba cobrando una décima parte.
Los que ya lo conocían y los que, como nosotros, lo escucharon allí, estuvieron en un todo de acuerdo en pedirle otras interpretaciones, pero él, consciente del lugar que ocupaba y respetuoso de la profesional que encabezaba el cartel, se negó. Beba entró nuevamente a escena dispuesta a continuar con su espectáculo, pero los chifli¬dos que surgieron desde la oscuridad revelaban la verdad irrefutable: los clientes querían escuchar a Corso.
Ella cantó dos o tres temas y se despidió por esa noche dejando elegantemente que Corso se luciera con otras de sus interpretaciones.
La amiga de Beba entretanto se había enamorado de un pibe al que, por lo visto, o el médico le había recetado de urgencia una mujer o algún accidente o malformación nasal lo había privado totalmente del sentido del olfato.
El sábado, último día de show, fue similar al viernes. Beba cantaba en primer tér¬mino. La gente esperaba pacientemente a que terminara. Aplaudían algunos, silbaban otros y luego, fuera de programa, cantaba Corso, la verdadera figura que todos ha¬bían ido a ver.
El saldo económico fue positivo a pesar de los gastos de hotel, restaurante, publicidad y cachet artístico. Muchos de los hombres que concurrieron atraídos por este espectáculo siguieron acudiendo después como clientes.
No volví a saber de Corso a pesar de mi intención de llevarlo otra vez a cantar, esta vez como número central.
Repito: muchos cantores profesionales quisieran tener la voz, la seguridad y la capacidad que a Corso le sobraba. Espero que haya sido feliz en la vida que eligió, seguramente mucho más tranquila y pródiga en otros valores que la de la gran mayoría de los artistas.


Hasta este momento del relato he ido separando recuerdo por recuerdo tratando de no entremezclar las anécdotas. No sé si de ahora en más podré seguir con este sis¬tema. He dejado para el final algunos casos que fueron muy importantes por las de¬rivaciones que tuvieron. Creo que serán muy interesantes e ilustrativos si logró contarlos tal cual los viví y sentí entonces.


Hace varias páginas cité el comienzo de mi relación con Tania. Los recuerdos que la contienen se mantienen en mi mente con una sorprendente claridad que, si me lo propusiera, me permitiría reproducir extensos diálogos, con la seguridad de no equivocarme en una sola palabra. El anárquico estilo de vida que yo llevaba causaba que tuviéramos frecuentes peleas que a veces duraban semanas, pero que inevitablemente derivaban en un reencuentro feliz. La nuestra fue una relación muy intensa, pero a la vez, para ambos, muy difícil de sobrellevar.
En el mes de Octubre de 1975, después de una de nuestras grandes peleas, Tania se fue de General Pico, según dijo, para no volver. Regresaría a fines de Febrero del 1976 con una historia fantástica que trastocaría el final de la historia que la incluye.


Carlos era (y espero que aún lo sea) un gran amigo de mi infancia. Nos habíamos conocido cuando teníamos trece años, en General Alvear. Dejamos de vernos y en el año 1971 nos reencontramos en Huinca Renancó, pero en esa oportunidad, sin reconocernos. Sólo después de hablar un buen rato descubrimos quiénes éramos. Habían pasado ocho años, al menos, sin vernos. No sería mucho tiempo si ambos hubiésemos sido adultos en el momento de nuestro alejamiento, pero los cambios físicos que ocurren desde los trece a los veintiuno habían permitido que habláramos casi una hora sin reconocernos ni darnos cuenta que ya nos conocíamos de niños. Otra cosa que contribuyó fue que allí, en Huinca Renancó, se lo conocía por el apellido de su padrastro. Cansado de explicar que no siem¬pre el hijo lleva el mismo apellido del padre actual, se dejaba llamar así. Luego de algunos meses plagados de anécdotas que bien podrían figurar aquí, (pero que omitiré por no pertenecer al tema central) Carlos dejó Huinca Renancó con rumbo desconocido.


Una tarde de fines de invierno de 1975 en que circunstancialmente me encontraba en el hall del hotel Centenario, vi estacionar frente al mismo a un Fiat 600, verde claro, con una pareja en su interior.
Reconocí a Carlos apenas bajó. Entró solo y nos abrazamos emocionados. La muchacha que lo acompañaba se había quedado en al auto.
Me explicó en pocas palabras qué andaba haciendo por allí: Venía de Chivilcoy y traía a esa chica a trabajar en mi local. Había oído que el dueño del bowling de General Pico había puesto allí una whisquería. Indagó un poco más para estar seguro que se trataba de mí y se largó con su compañera en busca de nuevos horizontes.
Hizo bajar a la piba. Su nombre artístico era Roxy. Era delgada pero de buena silueta. Rasgos ligeramente orientales, mirada insinuante y una leve y permanente sonrisa giocondina que le daba cierto aire misterioso.
Les conseguí una habitación en el primer piso, donde estábamos todos, y los ayudé a instalarse. Luego los dejé descansar quedando en vernos en el boliche esa noche a las once.

Llegaron cuando ya habíamos abierto. Ella vestía una pollera larga semitransparente y una blusa quizá demasiado liviana para la época.
Era muy sumisa y aparentemente reservada, pero resultó ser muy buena trabajadora. Hacía pagar copas aún a los que se destacaban por su dureza en ese sentido. Por supuesto al final de la noche yo le pagaba a Carlos, su administrador natural, todo lo que ella había ganado.
Con él volvimos a convertirnos en los compinches que siempre que estuvimos juntos, fuimos. En la confitería bailable le presenté algunas de mis amigas locales y él, una vez integrado, agregó otras al grupo.
Roxy, mientras tanto, se quedaba trabajando en el boliche o esperando en el hotel sin la menor protes¬ta. Era el ideal en ese tipo de mujeres. Muy trabajadora en su oficio y muy tranquila y resignada (al menos aparentemente y por el momento) durante el día.
Gracias a un incidente ocurrido en Toco´s, uno de los boliches bailables, Carlos se ganó el apodo de "Navajo" que lo acompañó mientras estuvo en La Pampa. Obviamente el sobrenombre proviene de una navaja tipo estilete que nunca abandonaba su bolsillo.


Quiero volver un poco sobre mi relación con la policía de General Pico. El Comisario se llamaba Campagno y el Subcomisario, Schefer o algo así. Ambos tenían fama de “duros” y eran muy respetados por los delincuentes y marginales de la ciudad. Campagno, a pesar de su manía de citarme periódicamente por pavadas, haciendo un promedio, se comportó bastante bien conmigo.
Cuando algún desconocido peleaba, robaba o cometía algún delito en la ciudad en las horas de la noche, me mandaba a llamar a la mañana siguiente. El único motivo era preguntarme si algún sospechoso había estado en nuestro local esa madrugada.
Otras veces era alguno de nuestro grupo de Mendoza o un allegado local quien se mandaba alguna macana, y allí iba yo a declarar para ver coincidía con lo que el otro alegaba haber hecho. Nunca pude discurrir si esa larga serie de idas y venidas y todas esas declaracio¬nes sobre cualquier cosa que hubiera pasado entre las once de la noche y las seis de la mañana, tenían algún otro fin que el de llegar a la verdad. A veces he pensado que estuvieron dirigidas a cansarme, pero luego, considerando lo imposible que pudieron haberme hecho la vida de habérselo propuesto, me queda la duda.
Es cierto que, debido a mi trabajo nocturno y a la clase de gente que suele concurrir a estos negocios, era muy probable que en esa época yo conociera, al menos de vista, a todos los delincuentes de la zona. (Cuando digo delincuentes me refiero a quienes han decidido como profesión la de vivir del otro lado de la ley; no incluyo en esa categoría a los rateros, a los patoteros ni a los quilomberos; esos nunca fueron nuestros amigos.)
Schefer, el Subcomisario, era (o al menos así parecía) un poco más severo que Campagno. Pero al igual que a éste, reitero que no llegué a sentirlo totalmente en mi contra. Sigo opinando que, a pesar de todo, me trataron bien.
Quizá la opinión de Pablo u otros del grupo varíe al respecto, pero aquí sólo voy a volcar mi punto de vista.
Lo que sí declaro ahora, a la distancia en tiempo y en kilómetros, es que jamás nadie relacionado con la policía de General Pico me pidió ni sugirió nada parecido a una coima ni a un arreglo. Años más tarde, manejando un camión de mi propiedad, pude conocer en ese sentido a las policías de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe y apreciar esa gran diferencia.


Una tarde, cuando aún vivía Pablo en el boliche, apareció un croto pidiendo permiso para dormir bajo los restos del quincho. La citada lluvia había hecho de éste un desastre, tirando abajo más de la mitad. Pablo le dio permiso luego de escucharle algunas mentiras divertidas que detallaré más adelante.
Tenía entre 60 y 70 años y cuando llegó se lo veía muy limpio para venir de lejos. Cuando yo lo conocí, al otro día de su llegada, ya Pablo le había sonsacado su verdadera historia.
El hombre no venía de lejos, era de General Pico. Había discutido con su hijo y según él, éste le había pegado y echado de la casa. Tratamos de convencerlo de que intentara volver, incluso ofreciéndonos a llevarlo y mediar en el problema, pero nunca lo logramos. Se quedó a vivir allí, en el quincho. No nos molestaba.
Cuando llegó tenía un perro. A los pocos días ya tenía dos, luego fueron tres y hubo un momento en que recuerdo haber contado doce. Obviamente la alimentación de estos pasó a ser responsabilidad nuestra. El hombre dormía entre los perros, como el Viejo Vizcacha. (Por el olor que llegó a tener bien podría haber ganado ese apodo.)
Pablo les daba de comer a él y a toda la jauría, y a cambio el viejo le mentía un poco y le ayudaba a sobrellevar el aburrimiento de las tardecitas interminables de La Pampa. Como la mayoría de los viejos de esa zona que alguna vez han vivi¬do en el campo, aseguraba haber sido amigo de Bairoletto. Todos los días contaba al¬guna nueva hazaña. En eso se parecía a Cuacualo. Sólo había que tocarlo un po¬quito para que arrancara y ya estaba la historia en el aire.
Tomaba ginebra. Al principio pidiendo y más tarde aprovechando cualquier des¬cuido.
Una noche, mientras trabajábamos, vino una de las chicas a avisarnos que ha¬bía un tipo durmiendo en uno de los asientos del sector más oscuro del salón. Era él, no se lo veía, pero se lo olfateaba.
Inmediatamente le impartí drásticas órdenes al Loco. Llenó un balde (de los usados para servir el champagne y la sidra) con agua, hielo y desodorante para baños. El viejo estaba acostado al lado de una ventana que, por ser una linda noche de principios de primavera, estaba abierta. El Loco, desde afuera, le dejó caer encima el fragante baldazo. El viejo cruzó la pista, que en esos momentos es¬taba iluminada por la luz negra, arrastrando una frazada y puteando por las dudas a todos los que bai¬laban. Estos, lógicamente, no entendían nada y lo atribuían a parte del show que así, de improviso, solía ofrecer Cuacualo.
Volvió a meterse algunas otras veces en horario de trabajo y se le aplicó el mismo tratamiento terapéutico, hasta que finalmente notó que se le quería insinuar algo.
Por ese entonces, por causas que no recuerdo, Pablo volvió a vivir en el hotel, así que, cuando cerrábamos, sólo quedaba en la quinta el viejo y los perros. En realidad, si bien lo tratábamos con aparente dureza, no le dejábamos faltar nada. En el cobertizo que le habíamos fabricado con los restos del quincho, tenía siempre yerba, azúcar, comida y ropa que le regalábamos. Lo único que le mezquinábamos era la ginebra porque era parte de nuestro capital de trabajo y porque en eso no tenía límites. Justamente esa prohibición fue la que despertó su ingenio. De alguna manera aprendió a abrir las ventanas desde afuera, entrar y tomarse o robarse todas las botellas de su bebida predilecta que encontraba a su paso. A veces se le iba la mano y debido a la curda no podía salir del boliche antes de que llegáramos nosotros a abrir. Cuando lo despertábamos solía decir haciéndose el sorprendido:
- ¿Y anoche que pasó? Se fueron y me dejaron encerrado adentro. ¿No vieron que me había quedado dormido en un sillón?
Lo hizo algunas veces sin sospechar todavía que para chistosos, en esa época, nosotros estábamos como los boys scouts, siempre listos.
Él había aprendido a abrir las ventanas desde afuera pero nunca pudo cerrarlas al salir, así que siempre sabíamos cuándo había entrado.
Una noche le pusimos electricidad a los postigos metálicos que daban al exterior. Antes los revisamos prolijamente para estar seguros de que no tenían ningún lu¬gar en donde pudiera quedarse agarrado. Al otro día a la tarde, cuando llegamos, la ventana estaba abierta. El cable que habíamos usado estaba enrollado sobre un asiento y el viejo estaba sentado al sol con media botella de ginebra adentro. Nunca supimos cómo lo hizo.
Cuando estábamos limpiando solía ofrecerse a ayudarnos, obviamente para después pedir un trago. Eso nos dio la idea que, pensábamos, le daría un escarmiento.
Conectamos un cable a la mesada de acero inoxidable de la cocina y lo llevamos bien disimulado hasta la habitación contigua. Allí Carlos, junto al tomacorrientes, montaba guardia con el cable en la mano.
Cuando, como preveíamos, el viejo llegó a preguntar si necesitábamos algo, le dije:
- Lávese esos vasitos plásticos. Ponga agua en ese balde (de acero inoxidable) y les da una enjuagadita.
Le di vasos plásticos previendo que podrían ir a parar al piso.
Cuando estaba en plena tarea, con las manos dentro del balde, le hice la señal con¬venida a Carlos y éste metió el cable pelado donde momentos antes el busca polos había marcado el polo positivo.
No pasó nada. Nos miramos todos extrañados mientras el viejo seguía enjuagando los vasos. Le alcancé otros para demorarlo mientras buscábamos la falla. De pronto al mirar hacía abajo la encontré. El viejo tenía puestas unas zapatillas blancas con suela de goma que le había regalado Pablo.
Debajo de la mesada había un balde con agua y un trapo de piso en el borde. Tomé el trapo e hice como si se me cayera el balde. Recuerdo que vi el agua correr por el piso en dirección a los pies del viejo y juraría que antes de llegar a tocarlo oímos el grito.
Levantó el balde con ambas manos adentro, volcándose encima el agua y los vasos. Por supuesto, Carlos inmediatamente que vio (y escuchó) la reacción, desconectó el cable.
- ¿Qué pasó? ¿Se descompuso? - le preguntamos nosotros con aparente asombro.
- ¡¡Me dio contacto, Rubén!! – exclamó él con una mirada ciertamente electrizante.
- ¡No puede ser! - le dije mientras tocaba confiado la mesada.
- ¡¡Pero a mí me dio contacto, Rubén!! – insistió, asombrado al ver que a mí no me pasa¬ba nada.
- ¡Qué raro! ¿No será usted el que tiene corriente en el cuerpo? – pregunté con seriedad y evitando mirar a los otros que se atragantaban con las carcajadas.
- No creo - dijo el viejo dudando.
- ¿Alguna vez le dio mucha corriente?
- Sí, una vez me quedé pegado con la trifásica – simuló recordar el viejo, siempre listo a no dejar pasar una oportunidad de mentir.
- ¡Ahí está! - exclamé -. ¡Usted desde esa vez ha quedado cargado como una batería, por eso al tocar la chapa de acero le dio una patada! Tiene que tener cuidado cuando llueve, porque seguramente también atrae los rayos...
- Puede ser, puede ser... - dijo el viejo recobrando la calma.
Le dimos un vaso de ginebra. Se lo había ganado.

Algunos días después me llamaron de la comisaría. Ya dije que eso era parte de mi vida en esa época así que no me alarmé y concurrí al llamado del comisario.
Me había denunciado un vecino que tenía un pequeño campo enfrente del boliche. Al parecer la jauría de perros que, como dije, había recolectado el viejo, habían corrido una vaca hasta que ésta cayó y la mataron. El empleado del campo había visto a los perros y, según él, podía identificarlos. Me salvé de pagar esa vaca gracias a que ese empleado, en el momento de identificar a los
perros culpables, mezcló en el grupo a algunos que eran propiedad de la Estación de Servicio “El Aeroplano”, cercana a nuestro local. Nunca más oí hablar de ese tema.

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