sábado, 21 de noviembre de 2009

11° Capítulo – páginas 100 a 110

Recuerdo que me subí a los hombros del Loco y escribí lo más alto que pude: “Aquí estuvo Rubén Antolín, acusado de ser inocente”. Todos siguieron mi ejemplo y de esa forma se auto proclamaron inocentes para la posteridad. O al menos hasta el día en que hayan decidido pintar ese calabozo.
El día domingo, una chica de General Pico con quien yo solía salir a veces, me dio una sorpresa que, por lo tierna e inesperada, me emocionó. Ese día era de visita, pero yo no espe¬raba a nadie, así que cuando me llamaron salí así, como estaba, sucio, despeinado y en ojotas. Ella me traía una torta. Recuerdo que sin ser muy original le pregunté si adentro traía una lima. Juntos, en un costado del patio donde estaban todos los demás detenidos con sus visitas, éramos el centro de las miradas. Ella, con toda la belleza y la frescura de sus 20 años, y yo, con la misma ropa desde el día jueves, durmiendo en el piso y sin bañarme ni afeitarme, comenzaba a parecerme al resto de los detenidos.
Notarán que no he vuelto a nombrar el grabador que compré junto con el revólver. El día antes de caer detenido, vislumbrando como inevitable e inminente esa orden judicial, se lo di a Coco Constantino para que me lo guardara en su habitación del hotel. Éste, al ver que el asunto comenzaba a pudrirse, le pidió a un amigo suyo que se lo guardara, sin decirle, por supues¬to, la procedencia.
El lunes a la tarde me llamaron diciéndome que tenía visita. Era Coco.
- Ya está todo arreglado - me dijo apenas me vio -. Hablé con el comisario, es amigo mío. Ya le dije que el grabador lo vamos a devolver. Te van a largar hoy.
Me quise morir. Cinco días declarando lo mismo a toda hora, sin nombrar ni recordar que existía ese maldito grabador, y ahora Coco, con toda su mejor intención, lo había incluido en el problema.
Pocos minutos más tarde me llamó el comisario.
- Bueno, creo que ahora va a tener que decir la verdad - me dijo mirándome fijamente.
No podría reproducir las palabras y los gestos que usé a partir de ahí pero creo que hasta al comisario le dio miedo. Exploté enfurecido y le dije que no pensaba cambiar una sola palabra de lo que había declarado, que las cosas eran como yo le había dicho desde el principio, que demasiado tenía yo con tener a todo el pueblo en contra para ahora tenerlo a él acusándome de cosas que sabía muy bien que yo no había hecho. Del grabador le reconocí que lo tenía, pero le adelanté que no pensaba cambiar ni agregar una palabra a mi declaración escrita. Por último le recordé que en cualquier lugar de la Argentina, aun confesando ser el autor de un robo como ése, sin antecedentes, como yo estaba, salía en libertad en el día.
- Y acá también - me dijo dando vuelta y poniendo ante mi vista una hoja de papel que tenía sobre el escritorio.
Mis ojos fueron directamente al final. Allí decía: “... ordenándose su inmediata libertad, etc...”
Me había mantenido detenido todo el fin de semana, convencido (acertadamente) de que yo no le decía todo lo que sabía. Después de lo que le acababa de decir estaba más convencido que al principio, pero también había comprendido que no me iba a sacar una pala¬bra de más.
Me dejó ir haciéndome prometer que antes de diez días le haría llegar ese graba¬dor.


Desde el momento en que ingresé a ese ambiente sabía que en una situación así mi deber era callarme la boca. Yo cumplí con lo que se esperaba de mí. Si embargo, el tipo al que salvé de caer preso se portó muy mal conmigo.
Supe más adelante que comentó que yo había mandado a Graciela a sacarle copas y que de allí derivó todo. No fue así. Quizá necesitaba justificar su debilidad ante una mujer que, luego de sacarle unas copas, lo rechazó. De todas formas, interiormente, él y yo sabemos que no fue así, y eso es lo que importa. Yo hice lo que debía hacer. Callé lo que sabía y gracias a ese silencio quedé gratuitamente como encubridor. Ojalá pueda leer esto algún día.


Antes de salir de mi detención alguno de los que me visitaron me había anticipado la última gran no¬vedad que me faltaba enfrentar. Me refiero al regreso de Tania,... esta vez con un niño en brazos.
Sí, efectivamente, un niño de verdad, de carne y hueso. Por supuesto, había dicho a todos que ése era "nuestro" hijo. En esos días estaban allí, en General Pico, mi primo Osvaldo y Julio, éste en su última visita antes de viajar a Brasil. Ellos fueron quienes, una vez en libertad, me dieron más detalles sobre mi supues¬to hijo, recién llegado a La Pampa.
- Es igualito a vos - me decían, un poco por divertirse y otro poco sugestionados por la historia que Tania divulgaba sin reparos.
Decidí tomar el toro por las astas y enfrentar el problema lo antes posible. Envié a Osvaldo a llamar a Tania en mi nombre. Yo la esperé en el bowling, que en ese horario de la siesta estaba cerrado.
Al poco rato llegó. Venía sola. Habla¬mos de cualquier cosa referida a mi reciente paso por el calabozo, hasta que, con una sonrisa luminosa, me dijo:
- Ya te habrán contado que traje al nene.
Resignado a sobrellevar un nuevo problema, le dije que lo trajera, que quería verlo. Se fue apurada y contenta, quizá pensando que eso era un reconocimiento tácito.
A los pocos minutos regresó y directamente me alcanzó el niño para que lo tomara en brazos. En ese entonces yo no tenía experiencia en ese tipo de cosas y como todos los primerizos temía que se me cayera por tenerlo demasiado suelto, o se asfixiara por apretarlo más de lo necesario. Lo recibí y lo dejé sobre la cama.
- ¿No vas a besar a tu hijo? – me preguntó con tono sorprendido.
La miré fijamente tratando de trasmitirle todas las emociones que sus palabras me causaban y luego, sin contestar, observé detenidamente al niño. Era exactamente igual a todos los niños que en ese momento tenían dos o tres meses de edad. El parecido que tanto Julio como Osvaldo le encontraban conmigo consistía en que, casualmente, ambos teníamos dos ojos, dos orejas, una nariz y una boca.
- Mirá, éste es tu papá - le decía Tania al niño, convencida tal vez que con sólo decirlo eso se transformaría en una verdad irrefutable.
Decidí seguirle la corriente sin aceptar ni negar nada. En realidad en esos momentos yo ya había comenzado a dudar de su salud mental. Sucesos posteriores aumentarían esas sospechas.
El niño estaba aún sin anotar en ningún Registro Civil del país. El plan de ella era que lo anotara el padre, es decir, yo.
En esos días, a pesar de dormir y pasar juntos varias horas del día, la tensión entre nosotros podía cortarse con un cuchillo. Ella no perdía oportunidad de hablarme del niño refiriéndose a él como: "tu hijo", o hablarle a él de “tu papá”. Yo evitaba decir nada que me comprometiera o que le hiciera suponer que había aceptado mi paternidad.
Los que me conocen bien pueden dar fe de lo que voy a decir: A mí los niños me encantan. Hoy puedo decir que vivo por y para mi hija. Pero a éste bebé, debido al problema que representaba para mí y a la seguridad que tenía (y tengo) de no tener con él ningún tipo de parentesco, prácticamente ni lo miraba; de ahí que actual¬mente me cueste recordar cómo era.


La noche del 23 de Marzo de 1976 el "gobierno” de Estela Martínez de Perón agonizaba en manos de los militares. En la madrugada del día 24, luego de trabajar normalmente en el boliche, repartí a algunas chicas en sus hoteles y quedamos en mi auto, Julio, Osvaldo, Tania y yo.
Me detuve frente a nuestro hotel para dejarla a ella e irme a desayunar algo con los muchachos. Parece ser que dentro de Tania algún plazo se había vencido. Antes de bajarse me dijo con tono autoritario:
- A ver si ahora por la mañana vas a poder anotar a tu hijo de una vez.
Aunque por comentarios conocía de sus intenciones al respecto, jamás habíamos hablado concretamente de anotar ni reconocer a nadie.
Exploté: Entre otras cosas le dije que estaba loca si pensaba que yo iba a reconocer como “mi hijo” a un niño que ni siquiera era “su hijo”. Que todos ya se habían dado cuenta que a ese chico se lo habían regalado o lo había comprado quién sabe dónde, y que si no tenía vergüenza de especular así con un ser humano para tratar de engancharme a mí.
Ya dije que el carácter de ella cuando de discutir o pelear se trataba no era de los más serenos. Me contestó con una sarta de insultos y se bajó del auto amenazándome con todo lo imaginable. Mis acompañantes, felices, festejaban tener más material para cargarme. A la vez, se agregaba un nuevo capítulo a esa telenovela delirante que llevaban al día todos los habitantes del hotel Centenario.
Unos días más tarde, Tania y yo estábamos nuevamente juntos, pero con un acuerdo tácito de duración ilimitada: El niño seguía estando ahí, pero de él no se hablaba más que lo necesario. Esta historia continuará más adelante...


En ese entonces teníamos entre cinco y ocho chicas trabajando. Ese tema había de¬jado de ser una preocupación. Cuando un boliche se hace conocido y en el mismo hay trabajo y buen trato hacia su personal, las chicas llegan solas y nunca faltan. Antes de entrar en ese ambiente escuchábamos todo tipo de consejos al respecto. Es muy común oír decir, aún hoy, que para trabajar bien hay que cambiar las chicas todas las semanas u otras estupideces similares. La experiencia nos enseñó que eso, aparte de ser muy difícil y costoso de lograr, (al menos en la Argentina) es contraproducente. Una chica que sabe trabajar puede estar años en el mismo boliche. Una vez que se hace conocida, tiene sus propios clientes. Es decir, hombres que vienen a ese lugar expresamente a pagarle copas a ella. Un clien¬te de whisquería o cabaret casi siempre concurre a esos lugares buscando pasarla mejor que en su casa. Eso implica tomar una copa, bailar, abrazar a una linda chica y, si el tiempo y el bolsillo lo permiten, a te¬ner con alguna de ellas algo parecido a una relación sexual. Pero también hay algo que muchos buscan, quizá sin saberlo. Buscan a alguien que los escuche, que al menos simule comprenderlos, que se ría de sus chistes y que les diga que son simpáticos y tienen razón en todo. Es una amistad muy especial a la que a veces sólo se llega después de varias copas y salidas.
Esto último de las salidas, como dije anteriormente, ni siquiera es imprescindible. He conocido decenas de tipos que, a pesar de ser asi¬duos clientes y gastar mucho dinero en copas, jamás salieron, ni intentaron hacerlo, con una chica de nuestro local.
Es verdad que las chicas nuevas son valiosas y muy esperadas en cualquier whisquería, pero el beneficio inmediato que brindan, es atraer clientes. Muchos concurren al boliche porque han sabido que hay chicas nuevas y terminan pagando copas a las que ya conocen.


Ya adelanté que este conjunto de relatos no seguirían ningún orden. Me he sentado a escribir decidido a dejar todo tal como fuera saliendo de mi memoria y, reitero, sin muchas pretensiones en cuanto al arte literario derramado. Sólo he corregido varias veces lo que hace a la gramática o a la formación de los distintos párrafos, eliminando algunos y refor¬zando en detalles a otros que me parecieron más importantes. Aún así, presiento que algunas de las anécdotas elegidas pueden llegar a parecer demasiado triviales como para ser editadas. Puede ser; a veces es difícil separar lo profundo de lo banal, y otras veces la dificultad consiste en determinar cuál es cuál. Hubo sucesos violentos, de sexo, amor, humor, y amistad que, por contener elementos repetidos o similares a los de otras historias ya incluidas, han ido quedando fuera de este escrito en las últimas revisiones. Y también hubo algunas pequeñas anécdotas que en un principio fueron escritas y luego de una primera selección dejaron gentilmente su lugar a otras de mayor o distinto contenido. Permanecimos en ese mundo por dos años. Eso significa que pasamos despiertos más de setecientas noches. Y eso incluye cumpleaños, navidades, años nuevos y toda fecha feriada para el resto de los habitantes de General Pico. Muy a mi pesar debo reconocer que en esos años trabajé mucho y con muy pocas horas de real descanso. Sin embargo, jamás en todo ese tiempo me sentí aburrido. Podía estar preocupado, feliz, enojado, cansado, triste e incluso enfermo, pero nunca aburrido.
Sigamos con esta irregular historia.


Mi relación con Tania en esos meses se había debilitado bastante. La forzada llegada de ese niño, que ella suponía afianzaría nuestra unión, sólo había conseguido alejarnos y limitar nuestros temas de conversación. Yo la visitaba esporádicamente y siempre por la madrugada. El niño dormía allí, cerca de nuestra cama, ajeno a la bizarra situación que lo había llevado a La Pampa.
La anécdota que sigue también está referida a una conflictiva relación amorosa que me incluye y que he creído válido incluir aquí. Como otras de similar índole, integra este escrito solamente por las derivaciones que tuvo y principalmente por las que pudo llegar a tener.
Una de esas noches que, como dije, pasaba despierto, entre música, luces rojas, risas y chicas, comencé a notar que allí, en la penumbra, había unos ojos que me miraban demasiado; o al menos en forma distinta. En realidad en esa época yo no necesitaba que me insistieran mucho. Reconozco que visto del punto de vista femenino he sido siempre lo que se llamaría un tipo "fácil". (En realidad no sé si existen los tipos “difíciles”, ¿quién se resiste a una insinuación o una propuesta directa?.)
En este caso el gran problema era que la chica que, a mi entender, me miraba con cierta insistencia, era Roxy, la mujer de mi amigo, Carlos. Y Carlos, valga la redundancia, era mi amigo. Un amigo de verdad, un amigo de la infancia y por lo tanto un amigo de siempre y para siempre, de esos que uno guarda para reencontrarse en el más allá.
Marcos era muy confidente con ella. Por él supe que no me equivocaba al leer en esas miradas una tenue insinuación. Mentiría si dijera que esa muchacha no me inquietaba, y en esto tampoco era exclusivo ni original. Todos la habíamos escuchado haciendo el amor con Carlos en nuestro hotel de indiscretas paredes y eso, inevitable e involuntariamente, había quedado quemando en nuestras tiernas y calurosas cabecitas.
Aunque aquella situación no pasaba de sonrisas y miradas sugestivas que yo trataba de evitar, esa provocación constante me hacía sentir incómodo. Las otras chicas, que habían advertido lo que pasaba, me hacían chistes sobre ella y, como se verá, no me equivocaba al alarmarme sobre los alcances que pudieran derivar de la divulgación de una noticia que hasta el momento sólo existía en el aire, sin mi participación.
En esa época Carlos había comenzado a salir con otra muchacha. Había tomado esa nueva relación bastante en serio y la veía todas las noches. Esta chica, ciertamente muy hermosa, había estado casada y tenía dos hijos de su primer marido. Mientras tanto Roxy, abandonada al parecer para siempre al lugar de simple herra¬mienta de trabajo, había comenzado a acercárseme peligrosamente. Incluso delante de él, no dejaba de mirarme y sonreírme dándome a entender cosas que yo, aun de reojo, entendía perfectamente.
Con gran esfuerzo, y creo que por primera y única vez en mi vida, procuraba evitar cualquier conversación a solas con ella. Sabía que si él advertía las intenciones de su mujer las consecuencias podrían ser muy graves.
Una noche, mientras atendía al público, vi que Carlos llamó a Roxy y la llevó al interior de la cocina. Por el pasa platos alcancé a ver que discutían y él intentaba darle una cachetada que ella evitó retrocediendo. Luego salieron al salón y ella siguió trabajando mientras él me pedía una cerveza y se apoyaba en la barra a unos dos metros de distancia. Marcos, que estaba adentro, me hizo una seña y simulando pedir algo, metí la cabeza por el agujero de la pared para escucharlo.
- El quilombo fue por vos... - alcanzó a decirme.
- ¿Por mí? ¿Y porqué? ¿Qué tengo que ver yo? – pregunté.
- No sé, pero algo le han dicho a él... – dijo Marcos.
- ¡Tratá de decirle a Roxy que, por favor, no me vaya a meter en líos! - le dije.
La noche continuó en aparente tranquilidad. Al poco rato Carlos se me acercó a dejar la lata de la cerveza, ya vacía, y, sin mirarme, me dijo:
- A la Roxy la voy a matar.
- ¿Qué pasó? Vi que estaban discutiendo... - le dije sonriendo y tratando de disimular mis nervios.
- ¿Sabés lo que ha dicho la muy hija de puta? ¡Que te volteó a vos! ¡Mirá si será yegua! ¡Se lo dijo a Silvia y ella me lo contó!
Me quedé helado. Esto me lo había dicho mirándome fijamente y todavía lo hacía, controlando mi reacción. Los comentarios le habían ganado la carrera a la realidad.
- ¡Noooó,... estás macaneando! ¿Cómo va a decir eso? Es un chiste que te ha hecho Silvia... ¡Eso no lo puede haber dicho en serio! - afirmé con el gesto de asombro lógico de quién se ve envuelto gratuitamente en un problema de consecuencias imprevisibles en cualquier ambiente.
- ¡No, no es un chiste, esta hija de mil putas se lo ha dicho en serio!... ¡La voy a matar!
- No te calentés,... vos sabés que eso no es cierto... – le dije buscando tranquilizarlo.
- ¡Ya sé que es mentira! ¡Por eso la voy a hacer cagar! ¿Cómo va a inventar una cosa así? ¡Mirá si nos hace pelear a nosotros! - dijo Carlos indignado.
Eso me alivió un poco. El hecho de que me lo contara de ese modo y no se detuviera a preguntarme directamente si había algo de verdad me indicaba que por lo menos él no lo creía. Supongo que Carlos, valorando nuestra amistad tanto como yo, habrá dudado en tener un distanciamiento conmigo preguntándome semejante cosa. No era, es, ni será nunca algo fácil de preguntar a un amigo.
- Es una joda,... vas a ver que es una joda,... no te calentés... - insistía yo, aparentemente sin darle importancia pero con una gran preocupación, ya que ignoraba los pormenores del comentario que había desatado ese problema.
- Al cierre nos vamos a quedar los cuatro: Roxy, Silvia, vos y yo,... y vamos a aclarar todo – dijo él dando por terminado el tema, al menos momentáneamente.

Cerramos. Se fueron todos y tal cual lo acordado, quedamos los cuatro solos. Roxy, a una indicación de Carlos, se sentó en una banqueta, junto a la pista.
Yo ya había sido notificado por Marcos que Roxy había prometido arreglar las cosas sin comprometerme.
- Bueno - dijo Carlos dirigiéndose a Silvia -, ¿qué te dijo Roxy?
- Que se acostó con Rubén - dijo Silvia, pálida ante las derivaciones de su indiscreción.
- ¿Es cierto eso? – preguntó Carlos a Roxy.
- Es cierto que lo dije,... pero no es cierto que haya pasado eso con Rubén - contestó Roxy devolviéndome la respiración y el pulso.
- Entonces... ¿Porqué lo dijiste? – preguntó Carlos.
- ¿Qué sé yo?,... no sé por qué lo dije... - contestó Roxy siempre mirando al suelo.
- ¿Cómo que no sabés porqué lo dijiste? ¿Cómo que no sabés? ¿Y si por decir esas pelotudeces hacés que yo me pelee con Rubén, hija de mil putas? - gritó Carlos cada vez más enojado.
- No se me ocurrió,... fue una pavada que dije por decir algo... - alcanzó a decir Roxy.
Yo estaba al lado de Carlos y adiviné en su rostro que estaba por pegarle. Simulando calmarlo, apoyé una mano en su hombro e intenté apartarlo; pero estaba muy enfurecido y no pude evitar que le diera algunas cachetadas. Finalmente, con la intervención de los otros, logramos sosegarlo un poco, pero su mirada, fija en los ojos de Roxy, le prometía que hablarían de ese asunto a solas en el hotel.
Teóricamente, yo debiera haber estado tan enojado como él. Esa calumnia podría ha¬ber hecho peligrar nuestra amistad de tantos años. Sin embargo, sólo sentía una curiosidad apenada por esa muchachita llorosa que, vaya a saber de qué modo y por qué, había hecho ese comentario estúpido, peligroso e irracional, que podría habernos traído consecuencias impredecibles a los tres.
En mi auto, regresamos todos al hotel sin hablar.
Cuando llegamos estaba aclarando el día. Roxy bajó del auto en silencio. Silvia, que trataba de hacerse perdonar por su lengua suelta, la acompañó hasta su habitación.
Fuimos con Carlos a desayunar al Café Roma. Él no mencionó el tema y yo tampoco. Lo que había que hablar, ya se había hablado.
Luego, ya aclarando el día, me pidió que lo llevara hasta una quinta que le habían prestado unas semanas atrás. Allí se encontraba cada noche con su nuevo amor.
Regresé al hotel y me dirigí a mi habitación. Aunque me preocupaba mucho la indiscreción de Silvia y quería tener más datos sobre el tema, no me atreví a ir a preguntarle nada a Roxy. Tenía el presentimiento que Carlos no había quedado conforme con las explicaciones y en cualquier momento aparecería por allí.
Al rato golpearon la puerta de mi habitación. Era Silvia, la causante del problema. Venía a contarme que Roxy me pedía perdón por haber contado como ciertas las cosas que soñaba.
Antes de irse me dijo que Roxy me mandaba un beso. Casi le tiro con un zapato.
Me costó dormirme. Esto recién empezaba.


Pocos días después del incidente recientemente narrado fuimos con Carlos a comprar unos discos. La disquería pertenecía al dueño de la quinta donde teníamos el boliche. Estábamos eligiendo entre unos de cuarteto y tango, que eran los que más usábamos, cuando Carlos reparó en unas guitarras que estaban en vidriera. Ya he mencionado antes que tanto él como yo tocábamos ese instrumento desde la infancia.
Se entusiasmó con una de muy buena calidad. La que usaba en ese momento, debido a los viajes y cambios de domicilio, propios de su actividad, estaba bastante deteriorada.
Yo entregué los cheques necesarios y salimos de allí con los discos elegidos y la guitarra. Arreglamos allí que yo debía ir descon¬tando de lo ganado por su mujer, hasta completar el importe.
Mientras tanto, desde el problema citado, mis platónicos contactos con Roxy eran más esporádicos, con más precauciones y nunca en soledad. Recuérdese que en esos momentos yo había recomenzado mi relación con Tania y corría el riesgo de que ese comentario llegara a sus oídos, mucho menos comprensivos que los de Carlos.


Una noche de sábado, a poco de abrir, llegaron dos automóviles. En ellos venían siete u ocho personas. Uno de ellos era Tito Carranza, un amigo oriundo de Huinca Renancó. Tito trabajaba allí, en lo que entonces se llamaba Unión Telefónica y concurría seguido al bowling que mi familia tenía en esa ciudad del sur cordobés. Otro que venía en el grupo era Carlos Trossero, también de esa ciudad cordobesa. A éste sólo lo conocía de nombre.
A poco de llegar y luego de los saludos iniciales, algunos salieron a bailar con las chicas y otros pidieron de tomar algo junto a la barra. La noche parecía vislumbrarse como buena.
A eso de la una de la mañana llegó un personaje de esa ciudad que apodábamos: “El Turco", otro amigo de los tantos que nos iba dejando esa actividad. Venía a buscarme. Traía en su auto, un Renault Cordini, a dos chicas de esa ciudad; eran hermanas y una de ellas solía salir conmigo.
Pablo dijo que con la ayuda de Julio, que aún estaba en General Pico, podría arreglarse, así que me fui con el Turco y las chicas.
Nos separamos en dos parejas y acordamos encontrarnos más tarde en el boliche para tomar una copa.
Unas horas más tarde, cuando me dirigía a llevar la piba que estaba conmigo a su casa, me encontré el auto del Turco detenido a un costado de la ruta. Se había quedado sin nafta.
Con un cinto atamos su auto detrás del mío y así lo llevé hasta la estación de servicio. Una vez que las chicas estuvieron en su casa y el auto del Turco funcio¬nando, me dirigí hacia el boliche. Dado lo avanzado de la hora, la copa que le había invitado al Turco quedaba para otra oportunidad.
A mitad de camino me cruce con un Fiat 128 de color azul oscuro que me tocó bocina. Reconocí ese auto. Era del Negro Portillo, otro gran amigo de esos años que, al cerrar su bar, vecino a la comisaría, solía ir a tomar una copa a nuestro boliche. Interpreté la bocina como un saludo y seguí mi camino.
Apenas llegué al estacionamiento salieron a recibirme Julio y las chicas.
- ¡Le pegaron un tiro a Pablo! ¡Lo llevó el Negro al sanatorio! - me di¬jeron todos a la vez.
Di la vuelta en el patio y salí a toda velocidad hacia el único sanatorio que recordé en ese momento y que resultó ser el correcto, sobre la avenida San Martín, a poco más de media cuadra de las vías del ferrocarril.
Cuando llegué, Pablo estaba en una camilla, sin camisa y con un pequeño agujerito apenas sangrante en el pecho, a la altura donde terminan las costillas.
- Me la dieron - me dijo con un gesto que yo entendí más de bronca que de dolor.
Antes de que pudiera preguntarle nada, llegaron a buscarlo para llevarlo a la sala de operaciones.
- Consiga sangre de cualquier grupo - me dijo el doctor.
Fui hasta un café cercano llamado "Bigotes". Pablo era muy querido por todo el grupo que se juntaba en ese café y varios se ofrecieron a dar sangre.
Más tarde, ya amaneciendo, después de la operación y con Pablo aún dormido, el médico nos explicó el desastre que había hecho la bala en su recorrido: Después de atravesar el estómago pegó en una vértebra, por suerte en la mitad de la misma ya que si lo hubiera hecho en la unión de dos de ellas, podría haber cortado la médula dejándolo inválido de las piernas. También tuvo suerte que la bala no le acertara a la arteria aorta situada apenas a un centímetro. Eso lo hubiera desangrado y matado en segundos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario