sábado, 21 de noviembre de 2009

4° Capítulo – páginas 30 a 40

Marcos Balor -2010-
Marcos Balor - 1975


Marcos era fotógrafo, no muy alto y de cabello largo y algo ensortijado. Nuestra amistad comenzó a raíz de su profesión. Al principio se acercó al grupo con el propósito o excusa de sa¬carle fotografías a las chicas. Él mismo las revelaba, en blanco y negro, y esa misma noche o al día siguiente las entregaba. Conservo algunas de esas imágenes que hoy me acercan recuerdos que vuelco aquí.
Supe alguna vez que Marcos, de niño, se había hecho famoso, al menos localmente, por haberse aprendi¬do La Biblia de memoria. En la época en que estuvo a nuestro lado ya no la recordaba literalmente, pero nombrándole títu¬los de los fragmentos deseados, aún podía decir, con sus palabras, el contenido argumental. Junto al texto original, también parecía haber olvidado algunos principios de la misma, especialmente los diez mandamientos.
Con Hugo tenía una latente rivalidad que, años más tarde, derivó en una pelea en el pasillo de una casa donde ambos concurrían a visitar amigas comu¬nes. Por alguna razón, en esos momentos Marcos llevaba encima un cuchillo con el que le dio a Hugo un profundo puntazo en la palma de la mano. Seguramente la puñalada iba dirigida al cuerpo, Hugo trató de evitarla poniendo una mano delante y recibió allí la herida. Desde entonces la poca amistad que alguna vez hubo entre ellos, sucumbió definitivamente.
Marcos trabajó varios meses con nosotros y protagonizó muchas anécdotas, de las cuales algunas incluiré en este escrito. Hoy vive en General Pico. Cuando lo vi por última vez, alrededor del año 1987, con este libro comenzado, me autorizó a nombrarlo, pero he omitido su apellido en este documento dejando a su criterio final el reconocerse o no en el personaje aquí citado.


Otro protagonista que aparece en muchos de mis recuerdos de aquellos años es Coco Constantino. Coco vivía en el mismo hotel que nosotros, el Centenario. Dada su gran amistad con el Vasco Etchegorry, propietario de aquel lugar, tenía allí una habitación sin cargo. Sus detractores, intentando definirlo, difundían que Coco no había trabajado nun¬ca. Me permito dudar de esa aseveración, debe haberlo hecho alguna vez... y no le gustó.
Poco sé de su historia que pueda ser contada sin repetir alguna anécdota de los que lo conocieron de joven. Cuando yo lo conocí, él se aproximaba a los cincuenta años. Oí entonces que se había casado tres veces, (sin previos divorcios, ya que entonces no existían) y que tenía hijas mayores y nietos que no lo cono¬cían. Tenía algunos familiares en General Pico, pero en aquel tiempo residía, como dije, en el hotel Centenario. Y vivía solo, por lo que deduzco que, debido a su personalidad tan especial, su relación con ellos no debe de haber sido buena.
Lo visité posteriormente cada vez que viajé a General Pico. En nuestras conversaciones, casi siempre basadas en aquellos años que compartimos la noche piquense, revivíamos las aventuras vividas en complicidad. Recuerdo que teníamos una común afición por las armas. Coco entendía del tema y en aquellos años poseía un hermoso revólver 22, caño largo. Una tarde alguien se lo pidió prestado y, como suele suceder con lo que se presta, lo perdió para siempre.
Tenía un pequeño cuchillo con cabo de cola de peludo, muy afilado y peligroso, infaltable en su cintura tanto de día como de noche. Recuerdo su habitación del hotel y las fotos que tenía pegadas en la parte interna de la puerta del ropero. Allí se lo veía disfrazado de milico de mediados del siglo pasado. Esas fotos fueron sacadas en momentos en que estuvo contra¬tado como extra para una frustrada película sobre el libro "Una excursión a los indios ranqueles", de Lucio Victorio Mansilla. Y por supuesto, evocándolo, vuelve a mi mente el problema en que, involuntariamente, lo incluí al pedirle ayuda en un hecho que relataré más adelante. Flaco, canoso y con todas las noches de sus años brillándole en las ojeras, sigue siendo un gran amigo que mi paso por la noche me regaló.

Estoy citando a los varones que alguna vez integraron el grupo y vienen a mi memoria dos de mis amigos de la infancia que, atraídos por el sabor de la aventura, compartieron una temporada con nosotros.
Juan y Julio, ambos de General Alvear y compinches desde nuestra adolescencia, llegaron a vivir de cerca ese mundo de imprevistos que, a través de nuestros relatos, parecía (y en realidad era) fascinante.
Juan siempre fue un tipo simpático y divertido. Coincidía con todos los que allí estábamos en que cualquier cosa estaba permitida, menos aburrirse ni estar triste. Cuando Alberto se fue, él heredó el saco smoking y el puesto de portero.
Una noche las chicas lo disfrazaron de mujer con una larga peluca y una minifalda. Debo admitir que, a media luz, a pesar de su robustez y sus piernas arqueadas, con dos tragos encima, se veía algo atractivo. Comenzó a bailar y a provocar a uno de los clientes que aún no lo conocía. El tipo se embaló y salió a bailar con él.
- ¡Está buena la loca! - me comentó -,... es un poco fiera de cara, pero de lomo está buena... y grandota como a mí me gustan.
Le pagó algunas copas pero, contrariando mis principios de entonces, decidí que era una broma muy pesada para alguien a quién no conocíamos bien. Con algún pretexto hicimos desaparecer de la sala a la misteriosa mujer de pelo largo y la cosa quedó ahí.
Conservo una fotografía de esa noche en la que puede verse a Juan carac¬terizado de mujer. Quizá algún día, con su acuerdo, se la muestre a sus hijos y a su esposa, o la incluya aquí.
Actualmente vive en Malargüe administrando su propio taller de chapería y pintura. A pesar de los años sigue siendo el mismo atorrante, capaz de repetir hoy todas las cosas que hizo. Al igual que Pablo y Julio, es un amigo de siempre y para siempre.


Julio estuvo sólo algunas semanas en General Pico y también es protagonista de algunas anécdotas. Poco después de regresar a General Alvear viajó a Brasil en busca de nuevos horizontes. Los encontró. Actualmente reside en San Pablo junto a su segunda (o tercera) mujer. Tiene cinco hijos. Logró una sólida posición económica, pero a raíz de un malogrado divorcio, retornó al estado con el que llegó. Su aventura extraterritorial le significó el desarraigo y le grabó a fuego el brillo de tristeza que ya no abandonará sus ojos.
El Autor y Cuacualo - 2010


Ahora me toca hablar de Cuacualo. De Cuacualo tengo anécdotas para escribir todo un libro. Su verdadero nombre es Juan Carlos Hernández. Escuché que, cuando chico, tuvo algunos problemas de dicción y al preguntársele su nombre, por Juan Carlos, decía algo parecido a "cua-cualo". Desde entonces, para cualquiera que haya vivido al menos una semana en General Pico, se llama así. Digo para cualquiera porque es, seguramente, uno de los personajes más conocidos allí. En General Pico puede haber alguien que no sepa quién es el intendente actual, pero no creo que haya uno solo de sus habitantes que no sepa quién es Cuacualo.
Voy a usar cariñosamente la palabra “locura” para definir el estudiado delirio que reina en su mente.
Cuacualo es un loco maravilloso. Reitero que digo loco porque considero que no es un deficiente mental, como muchos pueden haberlo señalado. Ningún ser humano con capa¬cidad mental reducida podría elaborar las fantásticas historias que él nos llevaba día a día, y mucho menos relatarlas con tantos detalles.
Desconozco cuál será el término exacto para definir su caso, por lo tanto relataré algunas anécdotas para que usted, posible lector, saque sus propias conclusiones.
En aquella época Cuacualo era fanático del grupo musical "Los Iracundos". Decía ser primo hermano de Franco, el cantante, hoy fallecido, y de algunos otros de sus integrantes. Los equipos de amplificación que usaba este conjunto eran marca Fenders y por lo tanto pasaron a ser "los mejores del mundo". Tenía varias anécdotas sobre las giras de este conjunto y las contaba agregan¬do su presencia en los más remotos lugares del mundo. Por ejemplo, contaba que, cuando Los Iracundos tocaron en México, tuvieron que salir al escenario antes que Los Beatles, que en el programa figuraban como número central. Al llegarles el turno a estos cuatro desconocidos muchachos de Liverpool, la gente los recibió a pedradas pidiendo a gritos que siguieran tocando Los Iracundos. Ignoro si estos últimos llegaron a presentarse alguna vez en México, en cambio estoy seguro que Los Beatles jamás actuaron allí.
Aseguraba ser, entre otras cosas, técnico en sonido del nombrado conjunto uruguayo. Él era quién les regulaba los equipos y les trababa las perillas pegándolas “con cinta ais¬ladora, para que no las tocara nadie”.
Esta última profesión también decía ejercerla para algunos conjuntos locales. En los bailes de entonces, de rigurosa orquesta, Cuacualo se paseaba frente al escenario haciéndose pantalla con la mano en una de sus orejas como buscando una posible falla de sonido. A veces, cuando veía que alguno de nuestro grupo o de sus conocidos locales, le estaba prestando atención, subía al escenario y simulaba regular el volumen o el tono de los amplificadores. Los músicos lo conocían, se miraban sonrientes y lo dejaban hacer. Sabían que jamás movía una perilla.
Cuando lo conocí Cuacualo tenía mi edad, veinticinco años. Hoy lo recuerdo como un hombre muy limpio y prolijo. Las noches de los días Sábados o Domingos usaba trajes que, de acuerdo a la moda de entonces, parecían quedarle algo grandes u holgados. Este detalle, sumado a que solía trabajar en una pompa fúnebre, le valió soportar algunas bromas crueles donde se lo acusaba de robarle la ropa a los muertos. En realidad yo creo que él, siguiendo lo dictado por su personalidad tan especial, se ponía esa ropa sin importarle si coincidía o no con lo que se usaba. Y seguramente sin sospechar que se estaba adelantando a la moda que llegaría después de los ochenta.
Vivía con su madre, hoy fallecida, y un hermano mayor. Tenía otro hermano melli¬zo que vivía en Buenos Aires y a quién nunca conocí.
Además de ser admirador de Los Iracundos, Cuacualo también era fanático de los automóvi¬les Torino y del actor italiano Franco Nero, de quién también se decía primo por parte de madre. Éste último protagonizó la película “Dyango”, otro de sus ídolos e inspiración de uno de sus más célebres recitados.
Detallaré algunas de las historias con que solía llegar al boliche, generalmente poco rato después de abrir.
Ninguna profesión era descartada por su fantasía. Cierta vez llegó diciendo que venía del sanatorio. Lo hacía con toda la intención de que alguno le preguntara a qué había ido allí. Esa noche lo hice yo y me contestó más o menos así:
- ¿A vos te parece, Rubén? ¡Tuve que hacer de nuevo un trasplante de corazón! ¡Estos doctores son unos Aberdeen Angus! – (Éste era su insulto preferido desde que supo que esa era una raza vacuna) - ¡Le habían puesto al tipo el corazón al revés! ¡Con la parte puntuda hacia arriba!... Tuve que hacer todo de nuevo, Rubén, mirá, recién me lavo las manos, todavía debo tener olor a sangre... (Me acercaba las manos para que las oliera) Decí que caí yo, si no el enfermo se les muere nomás... ¡Es al pedo, no los podés dejar solos un día que alguna macana se mandan!
Esa noche era doctor especializado en cardiocirujía y la conversación giraba alrededor de esa profesión... hasta que llegaba la hora del obligado recitado.
Otra vez llegó con las manos sucias, pidiendo jabón para lavarse. Dijo que venía de la usina eléctrica y ante nuestros interrogantes, agregó:
- Tuve que desarmar completo uno de los motores y volverlo a armar... ¿Podés creer que estos Abeerden Angus le habían puesto los pistones al revés? Yo me pregunto: ¿Para qué desarman los motores si después no los saben armar? ¿Porqué no me llamaron? ¡Yo no sé para qué se meten, etc., etc....!
Esa noche era técnico en grandes motores.
Tenía una especial velocidad para inventar anécdotas relativas a algo que aca¬baba de ocurrir hacía minutos.
Marcos solía hacer chistes con electricidad. Por supuesto, con 220 volts puros, sin rebaja ni disyuntor. Éste último aún no se había inventado. Allí nada se hacía a medias. Por ejemplo, ataba un destapador con una de las puntas de un fino alambre de cobre que sacaba desarmando un cable. Tomando el otro extremo con un papelito, lo conectaba al tomacorrientes en el lugar don¬de el buscapolos le indicaba el polo positivo. Luego, con una botella en la mano, le pedía a la víctima elegida que le alcanzara el destapador. Ésta recibía una patada directamente proporcio¬nal al grado de humedad que tuviera en los zapatos.
Al parecer los zapatos de Cuacualo no estaban muy secos, porque cayó en ese tipo de bromas una o dos veces y luego fue imposible hacer que se acercara a algo metálico. Abría las puertas empujándolas con el codo. No se equivocaba, ya que era usual que el picaporte estuviera electrificado. De esta manera terminó por desanimar al pobre Marcos obligándole a agudizar su inventiva o buscar nuevas y originales bromas "sin electricidad".
La primera vez que cayó en uno de estos chistes, luego de putear a Marcos, me pidió una whiscola y se sentó a charlar conmigo en la barra. Me dijo que no le gustaban esos chistes porque podían terminar mal. Como ejemplo agregó lo que, según él, había pasado esa misma tarde en el Club Independiente. Alguien había puesto corriente en el inodoro del baño y un muchacho que se había sentado a usarlo, había arrancado la puerta con la cabeza y se había levantado “la tapa de los sesos”. Lo habían llevado grave al sanatorio y en ese momento andaban buscando al culpable.
El mensaje era claro. No debíamos hacer esos chistes pues podían cargarnos la culpa de ese chiste trágico del club.
Esa anécdota la prolongó por varios días. Apenas llegaba nos recordaba la inconveniencia de seguir con esas trampas dándonos el último parte médico del supuesto herido. De éste completó sus datos familiares diciéndonos que el padre era militar (muy temidos en esa época) y andaba armado buscando al chistoso, mientras su hijo, en el sanatorio, se debatía entre la vida y la muerte. Para empeorar el cuadro clínico nos dijo que parecía que al joven, al levantársele “la tapa de los sesos”, le había entrado tierra al cerebro, embarrándole los pensamientos.
El mensaje seguía siendo el mismo. Debíamos desterrar los chistes electrónicos, especialmente los que estaban dirigidos a su persona.
Así pasaron varios días, que se mejoraba el enfermo, que se empeoraba, que estaba igual, que le iban a hacer una misa porque estaba en manos de Dios, etc.
Una noche llegó y sin decir nada me tomó la mano apretándola con fuerza. Luego de un instante de suspenso, con un gesto teatral impresionante, me dejó caer la fatal noticia:
- El muchacho murió hace rato. Está todo el pueblo en el velorio. El padre lo miraba cuando lo metían al cajón y juraba con la vista en el cielo: “Yo voy a agarrar a esos que hacen chistes con corriente.”
Había terminado su historia ejemplar con un digno broche de oro.
Algunas noches después estaba conmigo en la barra, cuando un joven llamado Asquini, que entonces nos vendía revistas, sin mala intención, lo llamó "loco". Este término, no viniendo de alguno de nosotros, era sumamente ofensivo para él. Al poco rato me llamó aparte y reeditó el tema del supuesto fallecido.
- Rubén... tené cuidado con Asquini. No le des mucha bola porque parece que fue él el que le puso corriente en el inodoro del Club al muchacho ése que murió. No vaya a ser que venga la policía a buscarlo y tengás problemas vos.
Le agradecí la advertencia.
Otra vez le regalé un revólver 32 corto. Lo había comprado sin ningún fin específico y muy barato en una compraventa. No lo usábamos porque tenía mucho juego entre sus partes móviles. Antes de dárselo a Cuacualo, para estar más tranquilo, con una tenaza le quebré la púa al martillo percutor.
Él se lo ponía en la cintura y recorría el boliche de punta a punta, custodiando. Una noche, por causas que no recuerdo, salí al estacionamiento a hablar con un cliente. Cuacualo salió detrás y se paró bajo la luz de la entrada. Dejando ver las cachas nacaradas en la cintura, me preguntó:
- ¿Todo tranquilo, Rubén?
El que estaba conmigo se sorprendió del recelo que encerraban esas palabras.
- Todo bien, andá nomás, estamos charlando – le contesté tranquilizándolo.
Más adelante pensé que, quizá, al sentirse protegido, podría tener algún problema con alguien y le pedí el revólver diciéndole que era para mandarlo a arre¬glar.
Aseguraba también que en su casa criaba arañas "apollitos”. (Así decía él) Eran cuatro y se llamaban: "Torino", “Fenders”,"Iracunda" y "Dyango". Nos conta¬ba entre otras cosas que todas las mañanas, con una trampa, les cazaba un gorrión y se los exprimía “como un limón” en un platito. Allí venían las arañas a to¬mar el juguito.
La llamada Iracunda estaba embarazada y dentro de poco tendría cría. Las chicas del boliche le pidieron arañitas para criar. A la mayoría les dijo que no, pero a dos de ellas, Maure y Erika, que lo querían mucho, les prometió una a cada una. Según dijo porque sa¬bía que ellas “las iban a cuidar bien”.

Los recitados de Cuacualo son los que en realidad lo han llevado a la fama. He encontrado personas que estuvieron una sola noche en General Pico, tuvieron oportunidad de verlo actuar y varios años después lo recordaban.
Antes de detallarlos agregaré que el talento para la improvisación que Cuacualo tenía entonces, hubiera sido envidiado por muchos actores cómicos actuales. Recitaba en nuestro local casi todas las veces que iba y, además, lo hacía en los bailes cuando el público o los músicos se lo pedían.
Uno de los temas más solicitados era “La Cumparsita”, versión libre, casi diría libertina, de los versos grabados por Julio Sosa. Sólo se le parecía en el principio y en el final. Así eran todos sus recitados. Seguía un argumento, como en este caso, mezclando trozos mal memorizados con otros creados en ese instante e insertados en el más irregular orden. Cuando el acompañamiento musical del tema referido se acerca¬ba al final, decía:
- Por eso te canto... por eso -, y chan, chan, agachaba la cabeza y recibía los aplausos.
Tenía varios de estos recitados. Otro de sus caballitos de batalla era “Juan Moreira”. Basado en el argumento de la película de Leonardo Favio, pero con la singular dialéctica de Cuacualo. En la parte final, cuando Moreira está con una muchacha y viene la policía a buscarlo, gritaba igual que Rodolfo Bebán en el filme:
Cuacualo - 1975     

- ¡Dejen salir a la mujer! - y luego hilvanaba una larga serie de puteadas contra la policía. Esta era la parte más aplaudida y él la estiraba creando insultos inéditos mientras el público, en su mayoría contrarios a todo lo que pareciera un uniforme, lo ovacionaba.
Recuerdo que en una ocasión en que se celebraba el Día de la Policía, cayeron al boliche varios agentes de civil. Estaban festejando y los invitamos a tomar una copa. En ese momento las chicas terminaban de disfrazar a Cuacualo y éste salía a recitar justamente "Juan Moreira". A la pasada le dije que cuando llegara a la parte anteriormente citada insultara bastante a los milicos.
Yo pensaba que, en la oscuridad, no los iba a reconocer y me preparaba para ver la reacción de éstos.
Cuando llegó a esa parte me demostró una vez más que de tonto no tenía nada.
- ¡Policías malos, déjenme pasar! - fue lo más agresivo que se le oyó decir.
Otro de sus clásicos era "Juan Bautista Bairoletto". Comenzaba con unas pala¬bras memorizadas de un radioteatro del mismo nombre que alguna vez había sido presentado en General Pico por Ubriaco Falcón, Omar Abué u otro de esos artistas que entonces recorrían el interior del país con ese tipo de obras. La historia se parecía sospechosamente a "Juan Moreira" hasta que llegaba al final, donde nombraba a Thelma Zeballos, la mujer de Bairoletto y a mi ciudad, General Alvear de Mendoza, donde cayó y está sepultado el denominado último bandido romántico.
Todas estas interpretaciones las hacía con música de fondo y ropa adecuadas y con luz negra o de colores cuidadosamente elegida por nosotros.
Cierta vez vino un hombre de Bahía Blanca y a poco de entrar nos contó que un viajante amigo le había comentado que en General Pico, en ese boliche, el nuestro, había visto a un tipo que recitaba que lo había hecho llorar de risa. Tuvo suerte pues esa noche pudo hablar con Cua¬cualo y escuchar dos o tres de sus obras cumbres.
Otros títulos eran "Dyango". En el comienzo de la película del mismo nombre, el actor Franco Nero, con una soga, arrastra un féretro por las barrosas calles de la ciudad. En ese ataúd, después se sabe, lleva escondida una ametralladora de guerra con la que mata a centenares de enemigos por minuto, sin recargar balas jamás. Los escenográfos del boliche (Cualquiera de los nombrados) solucionaron ese detalle y Cuacualo entraba a escena arrastrando un cajón frutero en cuyo interior, tapado con un repasador, estaba un gran serrucho de madera. En el momento oportuno, sacaba el serrucho y: - Ratatatatatatatatatata... – soltaba una ráfaga de imaginarias balas hacia el público.
"Nazareno Cruz y el lobo" era otra versión ultra libre de la película homónima. En ésta lo acompañaba en un papel coprotagónico, el “Colita”, uno de los perros vagabundos que vivía entre los restos del quincho que nos destruyó la inundación. El “Colita” iba caracterizado luciendo una camiseta y un pañuelo atado a la cabeza, ambas prendas de color blanco, para que se destacaran con la luz negra. En un determinado momento Cuacualo decía:
- ¡¡Juira, demonio!! – y soltaba al “Colita”. Éste, asustado por las luces y las risas pasaba a toda carrera las cortinas de la puerta de entrada.
Una noche, a raíz de un error de pronunciación durante este recitado, Cuacualo creó un nuevo poema que incorporó a su repertorio.
Debía decir: - Me están saliendo pelos, mamá,... me estoy volviendo lobo...
Pero dijo: - Me están saliendo pelos, mamá,... me estoy volviendo “mono”...
Ya estaba hecho. Se había equivocado de animal. Pero la vertiginosa imaginación de Cuacualo no retrocedía ante nada. Continuó con el recitado y esa noche se transformó en "Monizón", agregando un nuevo monstruo a la mitología argentina.
También hacía "Hijo negro de madre blanca" o "Hijo blanco de madre negra". Era el mismo recitado según como le saliera al anunciarlo. Aludía al problema ra¬cial; siempre era distinto y sin ninguna línea argumental. Por supuesto, tal cual sugiere el título, mostraba un raro caso digno de un intenso estudio por parte de los más encumbrados genetistas mundiales.
El recitado al Papa era completamente anticatólico y se trataba de una larga serie de insultos contra la persona del Papa, por supuesto acordándose en primer lugar de todos sus familiares y, a veces, a pedido del público presente, incluyendo en la dedicatoria a algunos de los santos más conocidos.
He dejado para el final el recitado que Cuacualo titulaba: "Los Girasoles de Rusia" (Título de una memorable película con Sofía Loren y Marcelo Mastroiani) porque considero que era su obra cumbre, la cual lamento no haber podido filmar en su momento. Estaba totalmente recitado en idioma ruso. Sí, es cierto, Cuacualo no sabía una sola palabra del idioma ruso, pero eso no importaba. Bastaba con terminar todas las palabras en “iski, oski, osko, chof” u otras terminaciones supuestamente sovié¬ticas.
Imagínese a un tipo disfrazado de algo indefinido, con la cabeza cubierta por un pañuelo, un sombrero o lo que hubiere en ese momento a mano, parado en medio de la pista, alumbrado con luz negra, haciendo gestos y diciendo algo más o menos así:
- ¡Broski soski rosko racachof trastiski ñoski!
En una oportunidad se encontraba presente un verdadero inmigrante de Rusia. Cuacualo, empujado por nosotros, aceptó el desafío de dialogar con él en su particular “idioma ruso”.
Luego de unos minutos de infructuosos intentos por entender alguna palabra, el tipo se volvió hacia mí y me dijo:
- Debe ser algún dialecto, no le entiendo nada.

Cuando voy a General Pico visito siempre a este gran amigo que sigue siendo Cuacualo. Tengo la esperanza de traerlo algún día a pasear a General Alvear para devolverle de alguna forma todo lo que me dio en risas y buenos ratos. Quisiera que él pudiera leer lo que he escrito sobre los recuerdos que lo in¬cluyen y entendiera lo que, más allá de las risas, trato de dejar en el papel: el cariño grande que le tengo y le tendré mientras viva.


Ya dije que me sería muy difícil seguir el verdadero orden que estas anécdotas tuvieron en su momento. Mucho de lo narrado hasta ahora vino a mi mente mien¬tras estaba sentado, escribiendo. No he hecho ningún resumen previo pues mi objetivo es lograr un texto sincero y asumo que esa sinceridad abarque y tolere posibles fallas en mi memoria. Ignoro si alguna vez prologaré este escrito por lo que dejaré aquí, documentado, mi deseo de que esto sea leído por mis descendientes con el único propósito de distraerse un rato con la historia real de dos años de la vida de uno de sus antepasados. Soy consciente de no estar relatando ninguna epopeya. Seguramente a pocos metros míos viven decenas de personas que tienen cosas mucho más interesantes para contar. Pero no lo hacen. Y el día en que se mueren se llevan todos sus recuerdos bajo tierra. Eso es lo que yo no quiero permitirme: el tener algo para contar y no hacerlo; el dejar que mis recuerdos y emociones terminen conmigo. No me preocupa que algún apresurado, sin recabar más información, se forme un equivocado concepto de mí. Hay, en estos momentos, miles de paginas repartidas en todos los géneros literarios que hablan un poco mejor de mi persona y segura¬mente permitirán a quién se lo proponga, esbozar, al menos superficialmente, una imagen más completa de mí.
Si cada hombre o mujer que pasa por este mundo dejara escrita su histo¬ria o al menos las partes de ésta que considere interesantes, aportaría muchísi¬mo a sus descendientes. (Este libro, por ejemplo, instruye sobre lo que no hay que hacer.) Personalmente me fascinaría encontrarme hoy con algo escrito por alguno de mis abuelos. A pesar de haberlos tenido varios años a mi lado, no puedo decir que los he conocido. Si llego a viejo, seguramente también seré un desconocido para los jóvenes de mi familia. Cuando uno es joven suele ver a los mayores como seres humanos que han nacido así, con esas arrugas, ese paso lento y esa mala costumbre de aconsejar sobre cosas que no entienden. Procuraré evitar esa mala imagen escri¬biendo ahora que todavía tengo el pulso firme. Quizá estas cosas de mi vida no encierren para otros ni remotamente el valor que tienen para mí, pero es el riesgo que se corre al contar la verdad.

1 comentario:

  1. Rubén, estoy atrapada entre las vivencias con las luces rojas. Es posible que el relato tenga mucho de lo que no se deba hacer, pero darle un lugar a CUACUALO, enternece y me hace pensar que entre esas luces rojas existía alguito más que lo que parec+ia ser.

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