sábado, 21 de noviembre de 2009

2° Capítulo – páginas 10 a 20

Sigo con lo que decía: El cliente que se gasta hasta el último peso inten¬tando conquistar a una mujer que cada vez le pide más de beber, a cambio de una sonrisa y, con suerte, alguna caricia atrevida, puede llegar a sentirse muy mal; muy enojado. Pero no centrará su bronca en la mujer ni en sí mismo. Se sentirá enojado con el dueño, que es quién le ha ido sacando el dinero copa a copa. La amenaza latente de la que hablé debe ser tal que frene ese impulso natural de causar algún problema. En otras palabras y en los términos de ese ambiente: el dueño debe parecer "pesado”. Es más, lo ideal es parecerlo y, además, serlo. Nadie debe intentar una pelea con el dueño. Éste debe aparentar ser muy peligroso e imprevisible. Siempre debe ser, a los ojos de los clientes, un tipo “al que hay que respetar”, un tipo que "va al frente", "que se las aguanta", que, llegado el caso, “es capaz de matar".
Eso queríamos y debíamos parecer nosotros para trabajar tranquilos. La verdad es que por naturaleza, los dos ya éramos bastante inconscientes. Pablo era muy veloz para pelear y no retrocedía ante nadie. Y yo, como ya dije, confiaba plenamente en mi gran experiencia en todo tipo de armas y en ese momento, con una de ellas en la cintura, me sentía capaz de entrar en el tugurio más peligroso. Por supuesto, dada la ocasión, ambos teníamos la correspondiente dosis de irresponsabilidad como para apretar el gatillo sin pensar en las consecuencias. En las conversaciones con clientes y nuestros nuevos amigos locales, exageramos un poquito estas “cualidades” y nos fuimos creando una fama ficticia que sorprendentemente nos dio muy buenos resultados y nos evitó muchas peleas. Creo que con el tiempo fuimos adaptándonos a esa personalidad artificial y nos convertimos en algo muy parecido a lo que pretendíamos parecer al comenzar. Sólo así me explico hoy las riesgosas situaciones que enfrentamos en esos dos años en La Pampa.

Las primeras semanas fueron de mucho trabajo y de gran competencia.
Los clientes venían de Marimar, el otro boliche, y se notaba que nos estaban comparando. Teníamos una desventaja grave para empezar: de nuestras tres chicas sólo Mariana aceptaba salir (léase comercio sexual) con un cliente a la hora del cierre. Karina no quería ese tipo de negocios porque se consideraba mi mujer y a pesar de que nunca me preguntó si me importaba, quizá ocultas esperanzas de un futuro a mi lado la llevaban a negarse a salir con un cliente. Martha acababa de empezar su ro¬mance con Pablo y seguramente por idénticas razones tampoco quería negociar con nadie.
Esto nos quitaba credibilidad como whisquería. El cliente de estos boliches necesita saber que existe la posibilidad de salir con la chica que lo está esquilmando y desquitarse en una ca¬ma o en un automóvil, por tanto dinero gastado. Que pueda o quiera comprar esa probabi¬lidad es una cuestión aparte, pero la posibilidad debe existir.
En ese entonces, al igual que hoy, existían algunas casas denominadas “pases”, donde, como la palabra lo indica, el cliente llegaba y con poco preámbulo, pasaba a una habitación con una chica. Sin música ni copas y a veces sin una simple silla en donde esperar su turno.
Las mujeres que trabajaban en whisquerías y/o cabarets ejercían obviamente la prostitución, pero el comercio sexual no era, como hoy, condición “sine qua non” para poder trabajar. He conocido algunas que, pidiendo un precio desmesurado por sus servicios, se reservaban el derecho de conformarse con lo ganado con el porcentaje de sus copas. Casi siempre para terminar la noche en brazos de un “garrón”, como se denomina a los “novios” que invariablemente aparecen en la vida de estas chicas. A veces para su bien, cuando finalmente las sacan de esa vida y otras veces, la mayoría, para terminar administrando y compartiendo su dinero.
Hoy, las whisquerías, cabarets, casas de masajes, saunas y pases se confunden en una mezcla sólo identificable por el cartel que el dueño decida poner en el frente. En realidad hoy todos esos negocios son “pases con música y tragos”, con una habilitación municipal.


Tanto Pablo como yo, tratábamos de ocultar la relación que teníamos con nuestras mujeres, aunque sólo yo lo logré medianamente. Martha no estaba dispuesta a disimular nada y por el contrario abrazaba y besaba a Pablo delante de los clientes y almorzaba y cenaba con él en los restaurantes. A pesar de todo, por tener una buena figura, Martha trabajaba a la par y muchas veces mejor que las otras. Por supuesto que ni Pablo ni yo, teníamos ninguna objeción a que ellas ejercieran con normalidad todas las alternativas del trabajo que habían elegido como medio de vida.
Sabíamos que en ese momento, por este detalle, los dueños del otro boliche, nos criticaban y nos auguraban poca vida.
En aquellos años, dada la hora en que nos acostábamos, casi siempre cuando el sol ya había comenzado a asomar, dormíamos hasta el mediodía y muchas veces más tarde. Cuando tenía que ir a depositar dinero al banco, solía quedarme despierto hasta que éste abría. Almorzaba generalmente un sándwich tostado de jamón y queso o algo liviano en algún bar del centro y a la siesta iba al boliche a limpiar y a controlar la existencia de hielo, bebidas, etc. para la apertura de esa noche.
José Luis, nuestro empleado multiservicio, a poco de entrar a trabajar se mudó al boliche, a una habitación de dos metros por cuatro que también nos servía de depósito de mercaderías y que estaba separada de la cocina por una cortina.
Ya adelanté que José Luis era un ser humano excelente, muy responsable y capaz en el trabajo y sobre todo muy sano de espíritu. Lamenté muchísimo que se marchara en las condiciones en que lo hizo.
No puedo precisar cuánto tiempo estuvo trabajando con nosotros, pero es posible que haya pasado a nuestro lado todo el invierno del 75 porque lo recuerdo con un largo sa¬co de cuero que se compró cuando llegaron los primeros fríos.
José Luis, como dije, comenzó a vivir en el boliche. Martha, la mujer de mi socio, también quería vivir allí. Algo tenía que pasar.


En ese tiempo había ingresado Marcos a nuestro grupo. Era un joven fotógrafo que comen¬zó sacándonos fotos a nosotros y a las chicas. Luego, seguramente atraído por alguna de ellas, tomó una pieza en nuestro hotel hasta que la cuenta del mismo llegó a la mayoría de edad.
Al principio yo no lo aceptaba mucho y lo trataba con cierta frialdad y distancia, pero luego, con el correr del tiempo, llegamos a tener una gran amistad que seguramente perdura hasta el día de hoy, a pesar de que hace algunos años que no nos vemos.
Desde General Alvear, a principios del año 1975, llegó Hugo, otro habitante de la noche alvearense. Al igual que sucedió con Marcos, Hugo también llegó a ser un gran amigo y compinche.
Tanto Marcos como Hugo tuvieron distintos pro¬blemas con José Luis. Discusiones, desencuentros y enfrentamientos que iban minando la relación. Sin embargo, para mí José Luis era intocable. No era un tipo problemático. Creo que lo que causaba los problemas era su personalidad, distinta al común de los moradores de la noche. Comparado con Marcos o Hugo, se veía algo inocente o ingenuo y quizá demasiado serio. Eso hacía que ellos no lo terminaran de entender.
Una noche en que yo había viajado a General Alvear, Marcos, por alguna causa que no recuerdo, se agarró a trompadas con José Luis. Pablo, con el asesoramiento “desinteresado” de Martha que, como dije, quería vivir en el boliche, decidió que éste último tenía la culpa y lo despidió.
José Luis vivía entonces con una de nuestras empleadas, llamada en el ambiente, Veroushka. Supe después que antes de irse junto a ella, José Luis quiso ha¬blar conmigo. Yo regresaría recién al día siguiente. Nunca sabré porqué no esperó un día más antes de irse hacia algún lugar del sur. Reconozco que por ética y fidelidad yo jamás habría intentado cambiar la decisión de Pablo. Pero quizá hubiera podido darle trabajo en el bowling, o podría haberlo recomendado en alguno de los tantos lugares gastronómicos donde yo era ampliamente conocido como cliente y amigo.
Nunca más tuve noticias de él. Me queda hasta hoy la sensación amarga de que, en cierta for¬ma, con mi ausencia, facilité la injusticia que, a mi entender, se cometió con él. Vaya desde a¬quí mi desagravio y mis deseos de suerte en la vida.


Pablo y Martha se mudaron al boliche y Marcos comenzó a trabajar en el lugar que quedó vacante.
Pero no nos adelantemos en el tiempo. Regresemos a principios del año 1975 que aún queda mucho por contar.
A los dos meses de abrir seguíamos teniendo las tres chicas iniciales. Necesitábamos con urgencia aumentar ese número. Noche a noche llegaban clientes con aspecto de tener plata y se iban sin haber podido ni charlar con una de las chicas.
Pablo recordó que tenía el teléfono de una señora de Buenos Aires que era quién enviaba chicas a la whisquería “El Bosque” de General Alvear. Decidimos llamarla una mañana y ella prometió mandarnos dos o tres esa misma semana.
Esa tarde Pablo estaba en el hall del hotel charlando con el encargado cuando sonó el teléfono. Desde una de las habitaciones del primer piso alguien so¬licitaba una comunicación telefónica a Buenos Aires. El encargado, tal cual se hacía entonces, anotó el número en un papel. Luego se lo transmitiría a la telefonista. Pablo reconoció ese número. Era precisamente el de la señora de Buenos Aires que esa mañana había prometido enviarnos chicas.
Sospechando algo raro le pidió al encargado que le dejara es¬cuchar la conversación. La que habló fue Mariana. Le dijo a esta señora que no enviara ninguna chica, que se trabajaba muy poco, que nosotros no les pagábamos, que las tratábamos mal, etc.
Averiguamos que en ese momento, en la habitación de Mariana, estaban las tres chicas juntas. Era un sabotaje organizado y apoyado en conjunto. Decidimos es¬perar a la noche mientras pensábamos qué hacer.

Cuando llegamos al boliche, pasadas las once, las chicas entraron al salón y como de costumbre se dirigieron al baño a cambiarse la ropa. Pablo, mi primo Osvaldo (en ese entonces con recién cumplidos 16 años) y yo, nos quedamos en la cocina.
Mandamos a Osvaldo a buscar a Mariana. Cuando ella entró, Pablo la llamó hacia la ha¬bitación contigua.
Osvaldo quedó encargado de cuidar la puerta a cualquier precio, es decir, con permiso para pegar a quien intentara entrar.
No recuerdo el diálogo entre Pablo y Mariana. Dada la situación actual habíamos acordado que la recriminaría sin llegar hasta el extremo de tener que despedirla. Sin embargo, alguna respuesta de ella cambió los planes. Aún me parece estar viendo cuando, luego de una corta discusión, él le pegó una cachetada. Ella se la devolvió instantáneamente con más fuerza y la misma puntería. Las otras chicas que, a pesar de la música, permanecían atentas en la sala, quisieron entrar a defenderla. Osvaldo, siguiendo precisas instrucciones, le dio un cachetazo a la primera que asomó y apenas alcanzó a trabar la puerta con riesgo de perder su cabellera en alguno de los manotones que lo buscaban. Enfurecidas, empujaban y patea¬ban la puerta a la vez que les adjudicaban su propio oficio a nuestras madres.
A todo esto, Mariana, después del intercambio de cachetadas, se había agachado apoderándose de un sifón de vidrio lleno. Con Osvaldo decidimos que no era una pelea pareja... y entramos a defender a Pablo. Luego de una ardua lucha en la que debimos intervenir todos, los separamos y logra¬mos quitarle el sifón antes de que estallara con resultados imprevisibles. Finalmente con puteadas recíprocas y simultáneas de ambos grupos, tuvimos que echarlas a las tres. Se fueron caminando por la ruta rumbo a la ciudad.
Pablo presentaba las huellas de la lucha en sus mejillas enrojecidas. También se tomaba de su entrepierna acusando alguna patada indecente.
Cuando nos quedamos solos empezamos a calcular las consecuencias que lo sucedido podría traernos y decidimos tomar precauciones.
Minutos después, luego de haber recorrido un camino lateral que nos llevaba al centro sin pasar junto a las chicas, Pablo y yo nos presentamos en la comisaría.
Le dijimos al oficial de guardia que habíamos tenido que despedir a las tres empeladas que teníamos porque lisa y llanamente querían ejercer la prostitución en nuestro local y nosotros no estábamos de acuerdo con ese tipo de cosas que, sabíamos, violaban la ley poniendo en riesgo nuestra habilitación. Además, le pusimos sobre aviso que ellas habían prometido vengarse, por lo que no debía extrañarse si aparecían intentando formular alguna denuncia contra nosotros.
El oficial nos dijo que nos fuéramos tranquilos, que si ellas aparecían por allí, dormirían en el calabozo.
Con el estado de nerviosismo lógico de una situación semejante, nos fuimos a terminar la noche en el bowling.
Pero la noche, valga la redundancia, recién empezaba.
A poco de llegar, un tipo que estaba jugando (y bebiendo) empezó a tener problemas con las bochas. Le salían mal los lanzamientos y comenzó a insultar. Eso es una cosa normal así que no le dimos importancia hasta que, luego de un bochazo pésimo, dijo:
- ¡La puta que lo parió al bowling... y al dueño del bowling también!
En realidad, yo no alcancé a entender muy bien lo qué había dicho, pero Pablo, que estaba más cerca, lo escuchó. Nuestra sensibilidad, ya dije, en esos momentos, era extrema. Saltó sobre la cancha y lo tomó con una mano del cuello mientras con la otra lo amenazaba. Yo, sin saber el motivo, corrí a separarlos pero, en el for¬cejeo, Pablo me explicó lo que el tipo había dicho de mí, a la vez que me lo dejaba en plena lucha para que yo me tomara justicia.
Nunca me gustó pelear a distancia, me parece que es dar demasiada ventaja a un adversario medianamente entrenado o con conocimientos de artes marciales. Sin embargo, siempre supe que poseía bastante fuerza como para lastimar seriamente si una de mis manos alcanzaba a pegar o al menos a agarrar. Instintivamente lo tomé de ambos brazos impidiendo que pudiera lanzarme una trompada. Luego de un corto for¬cejeo, sin soltarnos y esquivando ambos los cabezazos que nos lanzábamos, él giró y quedó detrás, apoyado en mi espalda. Me agaché violentamente a la vez que tiraba con todas mis fuerzas de sus brazos hacia abajo. Lo sentí pasar volando por encima e inmediatamente oí el cabezazo contra el piso de granito.
Quedó desvanecido. Lo primero que pensé era que se había matado. Después de lo que había ocurrido con las chicas puede calcularse cómo me sentía. Era justo lo que necesitaba para terminar una noche trágica.
Mientras lo sacaban alzado para llevarlo al sanatorio, (despertó doce horas después y quedó dos días internado en observación) llegó un automóvil y se estacionó enfrente. En él venía mi hermano Héctor y otro amigo de Alvear. Iban hacia Buenos Aires a comprar telas y ropa. En pocos minutos decidí viajar con ellos esa misma noche a intentar personalmente traer algunas chicas. No quise esperar a la mañana siguiente. En ese momento ya eran dos las posibilidades de ser denunciado en la policía. Osvaldo, que entonces vivía en la Capital, de¬cidió acompañarnos.
Mientras preparaba algo de ropa en mi habitación del hotel, escuché que llamaban tími¬damente a la puerta. Era Karina. Venía a pedirme perdón, pero apenas empezó a hablar le interrumpí con el odio lógico que en ese momento sentía por su traición. No voy a detallar aquí las palabras que use para echarla de mi habitación, pero reconozco que fui bastante ácido y terminante. Le cerré la puerta en las narices y terminé de preparar la ropa que iba a llevar. Nunca pude perdonarle el haber participado de esa traición.

Unos días después regresé de Buenos Aires. A pesar de haber recorrido varios representantes dedicados a ese rubro, sólo había conseguido promesas de algunas chicas que nunca llegaron. Pensa¬ba encontrar el boliche cerrado, pero apenas llegué, Pablo me dijo que solamente Martha, su mujer, se había ido de la ciudad. Mariana y Karina, arrepentidas, le habían pedido perdón, y él, en ese momento más tolerante que yo, pero, además, consciente de la gravedad de nuestra situación, las aceptó nuevamente. De no ha¬cerlo podía ocurrir que ellas comenzaran a trabajar para nuestra competencia, con resultado catastrófico e irreversible para nuestro local.
Por otra parte, el día antes, llamada por la providencia, había llegado Vivi. Una jovencita delgada, de cabellos cortos que también desertaba de “El Bosque” de General Alvear, con lo cual Nilda, la dueña de ese local, multiplicó geométricamente el odio que ya sentía hacia nosotros.
Otra vez teníamos tres chicas.
Supe también, para mi tranquilidad, que el tipo que había quedado herido en la pelea del bowling, estaba fuera de peligro y la policía al parecer no se había enterado de nada.


He llegado a una parte del relato donde aparecen escenas de violencia de las que forman parte las chicas. No intentaré justificarme, sólo trataré de hacer entender a un posible lector que en estos momentos esté tentado de adelantar un juicio lapidario sobre nosotros, que las relaciones con las mujeres de la noche difieren en algunos detalles a lo que uno pueda entender como normal. Me refiero al trato hacia ellas y de parte de ellas hacia uno. Las mujeres que entran en este mundo pueden llegar a ser gran¬des amigas y de hecho lo han sido conmigo. Sé que hoy me recuerdan con el mismo cariño que yo guardo hacia ellas. Pero puestas en la vereda de enfrente, como enemigas, pueden llegar a ser terribles, porque no se detienen ante nada.
Quién pretenda, no dominarlas, (eso es imposible y va contra todo principio) pero sí administrar o simplemente dirigir su trabajo desde la barra de un boliche, deberá demos¬trar previamente que está capacitado para ese cargo y que su don de autoridad no es gratuito ni le queda grande.
Para quién aspire a ocupar otro escalón en este negocio y ser su cafisho, fiolo, cara lisa o marido, los riesgos son mayores. Una mujer de la noche puede darle a su hombre el cien por cien de su ganancia a cambio de buen sexo, un lugar donde dormir, algo de comida y, opcionalmente, una simple y apenas insinuada promesa de un mañana compartido. Ella puede matar por defenderlo. Pero tam¬bién será capaz de sacarle los ojos con una tijera o de prenderle fuego a la habitación, mientras él duerme, si lo descubre engañándola con una compañera de trabajo.
Como dije, es posible que un lector apresurado, sin mucho conocimiento del tema, pueda sentirse autorizado a analizar y calificar nuestro proceder con distintos calificativos de carácter desfavorable. Si quien lee es una mujer, esta evaluación puede llegar a ser pésima. Desde afuera de este ambiente, quizá se vea así. Es muy fácil caer en frases hechas que, a mi entender, intentando defenderla, degradan a la mujer; porque la colocan en la misma situación que un discapacitado. Y le puedo asegurar que no cualquiera discute con una mujer de la noche.
Yo quisiera ver a uno de esos psicólogos de televisión llamar a una de estas chi¬cas para hablar de alguna situación enojosa en privado, y ver cómo reacciona cuando ella, medio borracha, le pega una cachetada, una patada en los testículos, lo escupe o le tira a la cara la bebida que está tomando. Ignoro cómo actuaría hoy yo, si me encontrara ante una situación similar. Pero reconozco que en esos años, ese tipo de decisiones quedaba a criterio de mi instinto. Éste, almacenado en el más antiguo y recóndito rincón de mi encéfalo, sin consultar con el resto de mi cerebro, sólo dictaminaba la aplicación de un riguroso correctivo. (Léase: una buena cachetada) Sin embargo existe y siempre existió otra salida pacífica: abandonar ese tipo de actividad y dedicarse a otra cosa.
Que nadie se confunda, yo no considero que las mujeres de la noche sean inferiores en ningún aspecto. Las considero distintas, no por la profesión que han elegido, sino por la fuerte personalidad y la temprana madurez que la vida nocturna, con to¬das sus alternativas y sacrificios, va dejando en ellas.
Salvo raras excepciones terminan siendo excelentes esposas y madres. Conozco varios casos y sinceramente felicito a quienes han sabido encontrar en ellas los verdaderos valores que, en una mujer, deben tenerse en cuenta por encima de su pasado.


Cambiemos de tema y retornemos a la historia.
Una tarde en que estaba almorzando un sándwich en el barcito de una estación de servicio céntrica, me llamó un taxista que acababa de estacionar su auto a pocos metros de allí.
En el interior del taxi estaba una chica que quería hablar conmigo. Era Pa¬tricia. Venía de Villegas, provincia de Buenos Aires. No recuerdo si me dijo cómo había sabido de nuestro boliche ni las causas que la llevaron a dejar el lugar don¬de trabajaba hasta la noche anterior. Pero allí estaba y era bienvenida a nuestro grupo.
Era algo gordita pero tenía una cara muy bonita y era muy, muy trabajadora den¬tro - y fuera - del boliche. Le gusta¬ba mucho el dinero y sabía cómo ganarlo. Era una verdadera profesional y un excelente ser humano.
A los pocos días, una amiga de Patricia, también del mismo boliche de Villegas, llegaba a engrosar nuestras filas.
Así, poco a poco y casi sin esfuerzo, fuimos aumentando la cantidad de chicas.
Llegaron así, de una en una, a veces de dos en dos, y hoy la memoria no me permite asegurar quién lo hizo primero por lo que omitiré en lo posible esa información. Cuando descubra que he incorporado al relato el nombre de alguna desconocida con algún valor protagónico agregaré los datos que recuerde de la misma.
El máximo de chicas que llegamos a tener fue trece y el mínimo, dos.


Quiero agregar aquí algo más sobre la forma en que atendíamos al publico. Cómo dije oportunamente, todas las copas salían servidas desde el interior de la cocina por el citado pasa platos. En nuestras reiteradas visitas a El Bosque, entre otras cosas habíamos aprendido que en lugar de whisky se podían vender otras bebidas similares, en ese entonces mucho más económicas. Había algunas de gusto muy parecido, (todavía suelo verlas en las estanterías de los supermercados) por una cuarta parte del valor de una botella de whisky genuino. Esta bebida, (la falsa) junto a la cerveza en lata y la gaseosa cola, eran prácticamente la base de la consumición y, junto al hielo, lo primero que controlábamos en la existencia de mercadería. Todas las tardes rellenábamos entre cuatro y seis botellas de whisky, algunas de las cuales ya mostraban desteñidas etiquetas que, gracias a la escasa luz, pasaban desapercibidas. Para nuestros amigos más cercanos y para consumo interno, teníamos aparte algunas botellas de buena marca sin rellenar.
La lata de cerveza nos rendía entre seis y ocho copas de dama. Servíamos estas copas dejando caer el chorro desde una altura de cuarenta o más centímetros. Por supuesto, el vaso quedaba lleno de espuma. La chica sólo debía dejarlo reposar unos minutos, tomar dos centímetros de cer¬veza y luego, mostrando el vaso vacío, pedir otra. Si tenemos en cuenta que la cerveza de dama costaba el doble que la copa mínima de dama, y a su vez ésta equivalía al doble de la copa común de caballero, podemos deducir que la cerveza dejaba una buena ganancia.
La sidra y el champaña también se cobraban muy bien. Creo recordar que con una sola si¬dra que vendíamos nos alcanzaba para comprar de doce a quince botellas. A esto debo agregar que muchas veces vendíamos la misma sidra tres o cuatro veces, incluso al mismo cliente.
Aunque parezca increíble hay clientes que no controlan si la botella que les traen a la mesa está llena. Esto se debe a que generalmente los hombres toman whisky o alguna otra bebida de más graduación. Es decir, le pagan una sidra a la chica que está con ellos con la ilusión de tenerla más tiem¬po a su lado. Pero para eso están las otras chicas que, invariablemente, se le acercan, vaso en mano, a pedirle que les convide un traguito, a la vez que saludan con un beso a "ese tipo tan simpático que sí sabe divertirse en grande".
Lógicamente, el que paga una sidra o un champagne no debe esperar piedad para sus bolsillos. Ha probado que tiene algo de dinero y só¬lo cuando demuestre que ya lo ha gastado, será dejado en paz... y solo.
Para explicar cómo puede venderse al mismo cliente la misma sidra más de una vez, relataré un caso que tuvimos con un muchacho de Eduardo Castex que, según dijo al llegar, venía de ganar en una partida de dados.
Martha lo agarró apenas entró. Enseguida pidió una sidra que Pablo se apresuró a servirle. A los cinco minutos, Martha pidió otra, "para brindar con las chicas”, ya que, “casualmente”, recordó que era su cumpleaños. Después fue otra, y otra, hasta que, con José Luis, descubrimos que las botellas que regresaban a la cocina tenían líquido hasta la mitad. Empezamos juntando sobrantes en una sola botella y poniéndole un corcho. Luego batíamos bien la botella y se la pasábamos a Pablo en un balde con hielo y envuelta con su respectivo repasador. Luego, en un intento de darle más presión, agregamos algo de soda al líquido. Llegó a tal punto la reventa del mismo brebaje que en una ocasión, Pablo, al destapar la botella se encontró que no tenía nada de presión y el corcho salía sin el tradicional "plot". El tipo, dentro de su nube privada, lo estaba mirando, así que Pablo, para completar la ceremonia no tuvo mejor idea que hacer con la boca el "plot" que faltaba... y listo. El tipo sonrió y siguió fes¬tejando.
Habían entrado muy pocos clientes antes de la llegada de este muchacho. La noche apuntaba a una escasa recaudación y el sueño comenzaba a acecharnos a todos. Pero este negocio es así, media hora antes de cerrar, con un solo cliente bueno, se salvan los gastos de todos y la noche se transforma en excelente.

1 comentario:

  1. Jugoso e interesantísimo relato. Imperdible Ruben. Un ambiente desconocido para mi. Seguire la trama. Un abrazo...Walter Greulach

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