sábado, 21 de noviembre de 2009

5° Capítulo – páginas 40 a 50

Sigo con los recuerdos: Heraldo Hernández era un gran artista piquense. Músico, compositor, poeta, payador y folklorista. Todos los títulos lo definen y ninguno de ellos puede usarse sin hacer referencia a los demás.
Logró hacerse conocer en el ámbito nacional cuando el conjunto "Los Altamirano" de La Consulta, Mendoza, le grabó su tema: “Chaya para un adiós en La Rioja”.
- "Hay postigos que cierran sus alas, por no verlo partir al cantor"...
Cuando Heraldo lo escribió, seguramente no imaginó que un día sería él mismo el de la partida en plena juventud. Yo lo conocí y me gustaría decir que fuimos amigos, pero lo efímero de nuestros encuentros no me permite llamarlo así. En cambio sí tuve una gran amistad con "El Chango Núñez", quién lo acompañaba el día del fatal accidente que lo alejó de su guitarra y de su gente. Junto a Heraldo estuvieron ambos cantando en nuestro boliche, la noche antes de partir hacia Catriló, donde debían actuar ese fin de semana. Habíamos acordado en esa oportunidad que, al regresar de dicho viaje, actuarían en nuestro local.
El día lunes, en horas de la siesta, me llamaron por teléfono al hotel. Era el Chango.
- Estoy en el hospital,... el loco se mató,... si podés, vení a buscarme - me dijo.
En pocos minutos estaba con él. Sólo tenía algunos rasguños sin importancia. A pocos kilómetros de General Pico, bajo la llovizna, se habían rozado de frente con un camión tanque. Ellos venían en un Fiat 600, propiedad de Heraldo. El auto voló dando varias vueltas sobre el asfalto y luego rodó hacia la banquina. El Chango tuvo esa suerte mila¬grosa que a veces se hace presente en algunos accidentes: se le abrió la puer¬ta inmediatamente después del primer impacto y cayó en la banquina, mullida de coirones, salvando la vida.
A su pedido lo llevé hasta la comisaría. Cuando salíamos de allí nos en¬contramos en la vereda con la novia de Heraldo. Había escuchado algo sobre un accidente en la ruta que acababa de protagonizar un Fiat 600 azul y venía preocupada a preguntar más detalles. El Chango le dio la fatal noticia allí, frente a la comi¬saría.
Heraldo murió el 11 de febrero del año 1975. Sobre la ruta 1, en el lugar del accidente, sus amigos de General Pico le han construido un monumento con forma de guitarra que lo eterniza en la memoria de La Pampa.


Carmen, una alemana de un metro ochenta de altura y largos cabellos rubios fue otra de las chicas que pasó por nuestro boliche. Era oriunda de Misiones, pero llegó a General Pico desde General Alvear, más precisamente de un boliche llamado "La Casona". Trabajaba muy bien. Tenía un físico imponente y con pantaloncitos cortos y botas, como solía vestir, se veía muy atrayente. Como se verá a continuación, a pesar de ser netamente una chica de la noche, era bastante inocente.
Una noche de verano, a los pocos minutos de abrir, se me acercó y me preguntó:
- Che, Rubén... ¿Quién es ese tipo que está sentado allá?
Miré hacia donde me señalaba. Reconocí enseguida a Hugo, sentado en la penumbra con una cerveza en la mano, esperando al igual que yo, que llegaran los primeros clientes.
Ella no lo había reconocido porque recién salía del baño y estaba encandilada aún por las luces blancas del mismo.
Fue una idea instantánea que apareció en mi mente como una posibilidad de reírnos un poco antes de que llegaran los clientes.
- Recién entró, esperá que lo voy a atender y ya te digo quién es - le dije antes de dirigirme adonde estaba Hugo a ponerlo al tanto del plan que en ese instante había tramado.
Cuando volví le dije:
- Lo conozco, es de acá, tiene cualquier cantidad de guita. Sabe andar en un auto Mercedes Benz azul.
Hugo, mientras tanto, se había cambiado a un lugar aún más oscuro.
- ¿Voy a ver si me invita algo? - me preguntó ella.
- Andá, si querés - dije levantando los hombros. Quería que quedara bien claro que yo no la había mandado y que había sido suya la idea de acercarse a ese desconocido que estaba allí, en la oscuridad. A pesar de ser el gestor de la idea, el tamaño de esa mujer me decía que no me convenía hacerla enojar.
La vi acercarse a Hugo y luego de besarlo en la mejilla, sentarse a su lado. Llamé a las otras chicas y las puse al tanto de la broma para que no la avivaran, aunque daba por descontado que lo reconocería enseguida.
Pocos segundos después llegó Carmen a mi lado.
- Me invitó una sidra - dijo contenta.
- Éste pide como si tuviera la plata que yo inventé que tenía – le comenté por lo bajo a Marcos mientras recibía la botella que me alcanzaba dentro de un balde con hielo.
Cuando llegué donde estaban sentados, mientras dejaba la botella y las copas sobre la mesita, vi que Hugo estaba aprovechando el momento y había comenzado a acariciar demasiado íntimamente a Carmen.
Ésta, creyéndose en brazos de un desprendido terrateniente, lo dejaba hacer, confiada de estar haciendo un buen negocio.
Acababa de llegar a mi lugar junto a la barra cuando Carmen me alcanzó para pedirme otra sidra.
- ¿Otra? Pero,... si no debés de haber tomado nada... - dije lo más bajo posible.
- Sí, pero él me dijo que si yo quería que pidiera otra - dijo Carmen más que contenta.
Le llevé la segunda sidra y retiré el balde con la primera botella casi sin consumir. Cuando se la pasé a Marcos le dije:
- Ponele un corcho que enseguida me va a pedir otra.
Efectivamente no había pasado un minuto y ya estaba Carmen a mi lado pidiendo otra sidra.
Llevé la botella que acabábamos de tapar y retiré la anterior. La hice tapar y pocos instantes más tarde la servía nuevamente. Como Carmen tomaba muy poco, las dos botellas iniciales iban y venían alternadamente con el contenido casi intacto. Hugo estaba tomando cerveza y a juzgar por lo generoso que estaba para invitar, debía haber encontrado petróleo, oro o diamantes en alguno de sus supuestos campos.
Cada vez que llevaba una botella me preocupaba ver que Hugo estaba manoseando alevosamente a Carmen por todas partes, aprovechando la situación y seguramente sin pensar mucho en qué iba a pasar cuando ella descubriera la verdad.
De repente veo que Carmen se me acerca y en voz baja me dice:
- Quiere salir ahora,... ¿puedo?
- No sé,... vos verás... ¿te paga bien? - pregunté por decir algo.
Me contestó con una cifra que seguramente no cobraban ni las más cotizadas conejitas de la revista Play Boy.
- Andá,... yo no tengo problemas... - dije finalmente tratando nuevamente de deslindar mi responsabilidad en esa broma de final imprevisible.
Ella entró apurada al baño a arreglarse.
En cuanto Hugo la vio desaparecer tras la cortina, cruzó la pista corriendo y entró en la cocina, sentándose ino¬centemente a poner discos.
Cuando Carmen salió y no lo encontró en el sillón donde estaban sentados, me preguntó:
- ¿Adónde se fue?
- No sé,... lo vi salir hacia fuera. Debe estar esperándote - contesté.
Ella salió al patio y regresó enseguida.
- No está afuera,... ¿te pagó? - preguntó nerviosa.
- No,... no lo quise parar porque me dijiste que ibas a salir con él... – dije tratando de eludir mi responsabilidad.
Empezó a recorrer el boliche. Buscó en el baño de los hombres, salió al patio, entró y volvió a salir varias veces, y cada vez más nerviosa.
Yo trataba de tranquilizarla porque veía que la broma se me había escapado de las manos y no quería que eso terminara con la buena relación que, hasta ese momento, tenía con esa muchacha. La idea inicial era que se sentara con Hugo y descubriera enseguida el engaño. Nunca pensé que él iba a llegar a las manos, y conociéndolo como lo conocía estaba seguro de que había llegado “muy lejos” con ellas.
Iba a ser muy difícil decirle la verdad. Y no decírsela implicaba tener que pa¬garle una fortuna por el porcentaje ganado con las innumerables sidras invita¬das por Hugo. Es sabido que las chicas no son responsables por la cobranza de la consumición.
Finalmente alguna de las otras chicas le dijo la verdad. Se me vino derecho. Levanté instintivamente mi mano derecha como a tocarme la pera para atajar una posible cache¬tada. Estaba indignada. Se la veía roja a pesar de las luces azules de ese sec¬tor de la barra. Se puso a mi lado y sin mirarme, dijo:
- ¡Era el Hugo...! ¡Cuándo lo agarre, lo mato!
- No te enojés... - comencé a decir intentando calmarla, pero me detuvo con un gesto glacial.
- ¡Y vos sabías que era él!
De ahí en más me dijo de todo y se fue llorando a la cocina.
Cuando entró, ya Hugo había escapado hacia el patio, salvando así su pellejo.
Por el pasa platos la vi servirse un gran vaso de ponche. Yo no había contestado a sus insultos por no hacer más escándalo delante de los clientes que habían comenzado a llegar y porque en definitiva tenía razón. Había sido una broma muy pesada. Ella se había de¬jado manosear por alguien que, se suponía, estaba pagando por ello. Descubrir que el verdadero beneficiario era uno de los integrantes del grupo, y justamen¬te quién menos le simpatizaba, debió haber sido terrible para ella.
Después del primer vaso de ponche vino el segundo y rato más tarde ella dormía su bronca en la cama que teníamos en la habitación contigua a la cocina.
A eso de las tres de la mañana la desperté y la llevé al hotel. Estaba muy dolida conmigo. Al día siguiente, más tranquila, aceptó que, si bien mi responsabilidad era considerable por ser el gestor de la idea, la malicia de Hugo y su propia inocencia habían colaborado para que la broma llegara a esos extremos. Finalmente me perdonó.
De Carmen puedo decir que fuimos grandes amigos. Volví a encontrarla varios años más tarde. Aún estaba en la noche, pero ya no estaba sola en la vida, tenía una hija. Ojalá haya tenido suerte, era una mujer de sentimientos muy sanos.


Quiero agregar algo sobre Patricia. Es otra anécdota con la que he tenido un gran dilema. Tenía tres posibilidades: contarla completa, contarla a medias y no contarla. Como no he tenido la oportunidad de consultarlo con algunos de los protagonistas principales, he elegido la opción dos: contarla superficialmente.
Patricia era muy trabajadora y muy ahorrativa. Guardaba el dinero ganado todas las noches y, me consta, porque solía dármelo a mí para que se lo tuviera, que llevaba ahorrado una suma que hoy podría rondar unos mil dólares.
Una noche, mientras estábamos todos trabajando en el boliche, alguien le robó ese dinero del ropero de su habitación. Al otro día la policía descubrió que la llave de la habitación de un viajante, casualmente “amigo” de Patricia, abría también la puerta de ésta. A este viajante le revisaron la pieza y el auto, pero el dinero robado no apareció. Ante la falta de pruebas concretas, pero con la certeza de su culpabilidad, el comisario prácticamente lo echó del pueblo, y el caso quedó ahí.
Hoy puedo decir que ese pobre tipo no tenía nada que ver. El ladrón fue otro. (Ninguno de mis amigos nombrados anteriormente.) Yo supe tiempo después todos los detalles del robo. Me los confió el mismo protagonista: Entró al hotel mientras el sereno dormía en un sillón, abrió la puerta de la habitación de Patricia con una llave arreglada en un esmeril, buscó y sacó el dinero del bolsillo interior de una campera que colgaba en su ropero. Salió del mismo modo, sin ser advertido por el sereno y fue a terminar la noche en nuestro boliche.
Yo apreciaba mucho a Patricia, ya dije que era una gran persona y una buena amiga. Pero, cuando lo supe, el dinero ya no existía y nada se podía hacer para revertir la situación. Una vez más, perdón por el silencio, Patricia, si alguna vez volvemos a vernos prometo contarte quién fue.


De nuestra afición a las armas surgieron algunas anécdotas interesantes. Ya conté que en pleno día solíamos andar armados, obviamente durante el horario de atención al público también lo hacíamos. No tan sólo portábamos un revólver cada uno de los varones del boliche sino que, para casos de emergencia, teníamos un revólver escondido en un hueco secreto tras la barra y una pistola 45 entre medio de los discos, sobre el equipo de música. Detrás de la puerta de la cocina había una escopeta calibre 16, siempre cargada y en algún otro lugar un pistolón de dos caños de calibre 12 chico. Debajo de la cama, un rifle 22 y en un balde plástico, bajo la mesada, dos o tres puñales y algunas manoplas y cadenas. Todos sabían donde estaban esas armas y ante un caso de necesidad, todos los integrantes de nuestro grupo, incluidas las chicas, estaban autorizados a usarlas.
Hoy parece un exceso de precaución más propio de la residencia de un mafioso siciliano que de una whisquería en La Pampa, pero algunos acontecimientos se encar¬garon de demostrarnos que nada estaba demás.
Una noche llegó a nuestro local un grupo de alrededor de diez tipos. Eran de Intendente Alvear. No recuerdo bien qué andaban festejando, pero venían de un asado y al llegar ya traían varios vasos de vino adentro. Comenzaron a tomar y al poco rato se me acercó el que parecía ser el líder del grupo. Era uno de los más jóvenes, tendría alrededor de 20 años. Me mostró un cheque por una suma de pesos que hoy, a valor actualizado, calculo que llegaría a los 150 o 200 dólares.
- Cuando lo hayamos gastado me avisás - me dijo, entregándomelo. Uno de nuestros clientes habituales lo conocía y nos dijo que eran gente de confianza. Durante un rato seguimos sirviéndoles lo que pedían hasta que llegaron a esa suma.
Cuando le avisamos que el importe del cheque estaba consumido, el muchacho nos dijo que siguiéramos sirviéndoles hasta completar otro cheque, por una suma algo menor, que también me entregó anticipadamente.
Mientras gastaban este último importe ocurrió algo que, para una mejor comprensión, merece un comentario previo sobre sus protagonistas.
Comenzaré por describir sintéticamente quién era Mercedes: Oriunda de Tucumán, llegó desde Buenos Aires enviada por algunos de los tantos lugares donde dejé tarjetas en mi viaje a ese lugar, citado al comien¬zo de este libro. Terminó siendo pareja circunstancial de Hugo.
Morocha, largo pelo lacio, lindo cuerpo, muy atractiva y canchera en su trabajo, pero con un único y grave defecto para la profesión que había elegido: poca resistencia al alcohol.
Así y todo era muy simpática y pronto se hizo muy amiga de Martha, la mujer de Pablo.
Pero esa noche algo había pasado. No sé cuál fue el motivo pero en determinado momento las, hasta entonces, grandes amigas, se trenzaron en una feroz pelea en el medio de la pista, entre las demás parejas que bailaban. Pablo y yo entramos juntos a separarlas. Tomamos una cada uno y tiramos hasta desprenderlas. Pablo le dio una cachetada a Martha, su mujer, y Mercedes, quizá presintiendo un trato similar para con ella, se me soltó de las manos y huyó hacia el baño.
Volví a mi lugar, junto al pasa platos, dispuesto a seguir atendiendo mientras Pablo se sentaba cerca, en una banqueta junto a la pista.
Martha, que se había sentado en un sillón a meditar su bronca, se paró y se dirigió a la co¬cina. Me agaché instintivamente a mirar lo que hacía por el pasa platos y la vi tomar de la estantería un cuchillo tipo serrucho y escon¬derlo entre sus manos.
Salió apresuradamente y cruzó la pista rumbo al baño. Pablo que ya había sido alertado por mí, la alcanzó antes de que entrara. La tomó por detrás y le retorció el brazo hasta hacerle soltar el cuchillo. En cuanto la soltó ella se dio vuelta y lo atacó dirigiendo sus peligrosas uñas al rostro. Pablo, muy veloz para ese tipo de trances, la esquivó y le dio dos o tres cachetadas. (A mi juicio, más que merecidas ya que, de no mediar nuestra intervención, seguramente habría apuñalado a Mercedes con la misma convicción con que antes - y después - de este episodio la consideraba su amiga.)
Yo había ido detrás de Pablo a detener a Martha pero al ver que él solo se bastaba para sobrellevar la situación, intenté volver a la barra.
Al darme vuelta vi que el citado grupo de clientes de Intendente Alvear, en pleno, nos había rodeado contra la puerta del baño.
- ¡Hijos de puta, no le peguen a las mujeres! - le escuché decir a uno.
- ¿Porqué no nos pegan a nosotros? - preguntó otro amparándose en la penumbra.
La situación estaba a punto de volverse incontrolable. No esperé más. Frente a mí, a veinte centímetros y cortándome el paso, tenía a un gordito que era el que tomaba la inicia¬tiva por ese flanco.
Saqué el revólver y se lo apoye con fuerza en la panza a la vez que, con el brazo izquierdo a la altura del pecho, me cuidaba de un posible golpe al rostro.
- ¡Atrás... atrás! - ordené.
Pablo también había sacado su arma. El círculo se abrió inmediatamente tomando distancia de nuestras armas.
Pero no todos retrocedieron. Uno de ellos, en actitud amenazadora, permaneció en el mismo lugar que ocupaba. Lo reconocí. Como no teníamos suficientes chicas para todos, algunos de ellos habían estado tomando solos en la barra e incluso charlando con nosotros. El que ahora nos miraba desafiante era justamente uno de éstos. Minutos antes habíamos estado hablando y nos había dicho que era karateca o algo así. Nunca sabremos si era cierto, pero al parecer se tenía mucha confianza.
Ahora estaba allí, agazapado como para saltarnos encima, quitarnos las armas y luego darnos una buena paliza. Al menos eso parecía pensar él.
Pero Pablo, al igual que yo, sabía que desde que se inventaron los revólveres se terminaron los grandotes, los cuchilleros, los boxeadores... y los karatecas.
- ¡Si te movés te quemo! - le advirtió apuntándolo.
El tipo se agachó más, en un gesto que entendimos previo a atacar, y Pablo, sin dudar, bajó un poco el ar¬ma y disparó.
Creo que antes de que dejara de retumbar el tiro dentro del local, el tipo ya había pasado por las cortinas que cubrían la entrada. Prácticamente desapareció. Al oír el disparo, el Loco, (otro personaje merecedor de más espacio y al que ha¬ré justicia más adelante) que en ese momento estaba poniendo música, encendió la luz blanca y entró al local con la escopeta de dos caños montada y lista para dispa¬rar. Por supuesto, encandilado y sin saber quién era el enemigo, apuntaba a todos.
Pusimos a todos los clientes (inocentes y culpables) contra la pared, con las manos en alto, y luego los fuimos identificando. A los que pertenecían al grupo de Intendente Alvear se les ordenó subir a sus vehículos e irse sin mirar siquiera hacia atrás, so pena de recibir un balazo. A los demás los hicimos volver a sus lugares sin preguntarles si todavía tenían ganas de seguir gastando dinero.
Supimos después que el herido, cuando salió corriendo del local, despertó a un petiso que dormía en una camioneta Dodge y se hizo llevar al sanatorio.
Cuando quedamos solos, con la luz blanca y, además, ayudados de una linterna descubrimos unas gotas de sangre sobre la pista. Eso nos indicaba que la bala había entrado y salido. Pero no sabíamos por dónde.
Como el joven estaba agachado y Pablo no podía precisar si antes de dispararle se había movido hacia algún costado, no teníamos forma de saber la gra¬vedad de la herida.
Recordando algo que habíamos hablado alguna vez, Pablo se tomó un buen trago de whisky sin respirar. Sabíamos que, si el asunto se complicaba, el alcohol podía cambiar o al menos suavizar un veredicto.
Decidimos cerrar y se lo hicimos saber a los clientes que quedaban. Mientras yo disponía todo, Carlitos Pesaressi, un amigo que casualmente llegaba con intenciones de tomar una copa cuando estos muchachos se iban, se ofreció para llevar a Pablo a la comisaría. Debíamos adelantarnos a poner la denuncia antes que ellos, o al menos simultáneamente.
Más tarde supimos que, si nosotros no hubiéramos denunciado el hecho, éste podría haber pasado inadvertido.
Cuando Pablo se presentó y contó lo sucedido, el policía que lo recibió llamó por teléfono a los sanatorios y hospi¬tales de la ciudad preguntando por un herido de bala. Nadie sabía nada de un lesionado en una pelea. En cambio sí había entrado al sanatorio (a media cuadra de la comisaría) un hombre con un tiro en el tobillo. Según había dicho, el disparo se le había escapado acci¬dentalmente. Ante la insistencia policial confesó ser el herido que buscábamos.
En nuestra denuncia ellos eran poco menos que una banda de pandilleros de una favela de Brasil.
Pablo, a raíz del último vaso de whisky, tomado sin hielo y sin pausa, casi se muere de la descompostura que le sobrevino en la comisaría. Los policías debieron llevarlo al hospital en un auto patrullero cuyos asientos fueron prolija¬mente vomitados.
Lo desintoxicaron un poco y quedó detenido. Con el sol afuera le llevamos un colchón y comenzamos a evaluar la situación. Mi hermano conocía a un abogado y fuimos a verlo. Esa misma tarde, después de que declaró en el juzgado, Pablo salió en libertad.
Como es costumbre, en la comisaría quedó para siempre mi hermoso revólver marca Tanque, calibre 32 largo, que tuvo la mala idea de producir el dis¬paro.
Aquí siento la necesidad de dejar clara mi posición sobre lo ocurrido, si bien es cierto que disparar contra alguien que no está armado es, a todas luces, indefendible, no tengo ninguna duda que, de no haber existido el incidente anterior entre Martha y Mercedes, Pablo no hubiera disparado.

La noche siguiente, a poco de abrir, Pablo me dijo que se iba a ir a dormir con Martha porque en la comisaría no había podido descansar casi nada.
Poco más tarde llegaron tres muchachos jóvenes que en la oscuridad no reconocí. Una de las chicas se me acercó y me dijo que eran de Intendente Alvear y pertenecían al grupo protagonista del problema citado.
Aunque parecían tranquilos, alerté al Loco y éste se preparó para un posible tiroteo. Seguramente advirtiendo nuestras precauciones, los jóvenes pidieron hablar conmigo y entramos los cinco a la cocina, custodiados celosamente por el Loco que los miraba amenazador con la escopeta al lado. Pero ellos sólo querían pedir disculpas y explicar que eran ajenos al problema causado por el herido.
De lo hablado deduje que, teniendo en cuenta lo sucedido, creían que los teníamos identificados a todos y temían algún tipo de represalia, cosa que jamás se nos había pasado por la cabeza. Otro tema que los había llevado allí eran las chicas. Con el dinero gastado habían hecho amistad, seguramente pensando en un final mucho más feliz para esa noche.
Parecían ser buenos muchachos. Acepté sus explicaciones, yo tampoco quería tener enemigos gratuitos. Después de todo el único herido era de su grupo y Pablo ya estaba libre. Quedamos en paz y se dispusieron a gastar algo de dinero con las chicas.
En esos momentos llegaron al local tres amigos nuestros. No los nombraré porque al igual que a otros inevitablemente citados en este libro, no he podido consultarlos al respecto.
A poco de estar en el boliche supieron por las chicas quiénes eran esos clien¬tes y algo sobre la conversación que habían tenido conmigo.
Ya dije que yo no quería más bronca. Resumiré la actitud de nuestros amigos recién llegados: ellos sí querían bronca. Lo noté enseguida cuando me preguntaron quiénes eran esos tipos "de afuera" que estaban con las chicas. Les conté la verdad que ya conocían y todo lo que habíamos hablado.
- Pero déjenlos tranquilos, Pablo recién ha salido del calabozo esta tarde. No vayamos a embarrarlo más - les pedí finalmente.
Pocos minutos después, desde la banqueta donde yo estaba, vi que uno de ellos salía hacia el patio seguido de uno de estos muchachos de Intendente Alvear. Graciela, otra de nuestras chicas, estaba asomada por una de las ventanas que da¬ba a la playa de estacionamiento. Noté que miraba con insistencia hacia este último lugar y algo me dijo que debía llamarla. Lo hice y cuando lle¬gó junto a mí le pregunté qué estaba mirando.
- Parece que el pibe ése de Intendente Alvear se descompuso ahí afuera. Se ha caído al suelo - me dijo.
Corrí afuera. El muchacho estaba, efectivamente, en el suelo, pero derribado por una trompada que le había partido el labio. Nuestros "amigos" in¬tentaban ponerlo de pie para seguir pegándole más cómodos, sin necesidad de agacharse. Me interpuse y logré salvarle lo que le quedaba sano de la cara. En ese momento venía saliendo uno de sus compañeros que fue inmediatamente recibido con un golpe en la mandíbula. Solté al primero y me dediqué a tratar de salvar al segundo. Llegó el tercero. Le grité que abriera el auto mientras trataba de convencer a mis "defensores" de que no me ayudaran más.
Era difícil. Estaban convencidos de estar actuando con lealtad hacia Pablo y hacia mí. Desde su particular punto de vista tenían razón y yo no podía recriminarles nada sin una cuidadosa elección de las palabras, ya que corría el riesgo de pa¬recer injusto con ellos. Eran tipos de respetar y ya era una suerte que estu¬vieran de nuestro lado.
Se fueron los tres muchachos de Intendente Alvear, no sin antes jurar que jamás pisarían nuestro local, cosa que yo no les había pedido pero que seguramente les había sido sugerida entre golpe y golpe.
Me dio lástima y me pareció sumamente injusto ver a esos muchachos salir de allí con sus caras ensangrentadas cuando su intención al venir había sido justamente prevenir ese tipo de problemas.
Pero esa noche aún no había terminado. Más tarde, cuando todo parecía haberse normalizado y varios clientes dejaban buen dinero a cambio de caricias sin respuesta, llegó la policía.
Lo primero que pensé fue que los golpeados nos habían puesto la denuncia y me dispuse a fingir un desconocimiento total del tema.
No era así. Andaban buscando a Pablo.
- No está, se fue a dormir - les dije.
- Le ha pegado a un muchacho - me informaron.
Pensé que estaban confundidos y que, en realidad, me buscaban a mí, pero seguí mos¬trándome ajeno a todo.
- Eso fue anoche,... pero el juez ya le dio la libertad esta tarde - dije.
- No... - me aclararon -. Esto pasó esta noche, en Toco´s, la confitería bailable. Le ha pegado a un joven y éste le ha puesto la denuncia. Tenemos orden de llevarlo detenido otra vez.
Todo se aclaró para mí. Pablo no se había ido a dormir, como había anunciado y como yo creía. Había salido con Martha a tomar algo y de alguna forma había terminado golpeando a ese otro mucha¬cho.
Esa madrugada fue detenido en el hotel. A la mañana siguiente, después de declarar, fue puesto en libertad. En dos días había obtenido dos procesos por lesiones. Eso lo perjudicó mucho en otros acontecimientos de su futuro.

1 comentario:

  1. Primera vez que te leo, Rubén, y me quedé colgada de la frescura y agilidad de tu relato.
    Muy bueno.
    Besotes
    TERESA DEL VALLE DRUBE LAUMANN

    ResponderEliminar