sábado, 21 de noviembre de 2009

- Dos Años de Luces Rojas – 1° Capítulo


Los recuerdos que vuelco en estas páginas estuvieron agazapados durante varios años en algún lugar de mi memoria. Allí debieron compartir el estrecho espacio con otros no menos importantes para mí. Sin embargo, a la hora de rememorar momentos felices y por sobre todo, intensos, estos hechos, ocurridos en la ciudad de General Pico, La Pampa, entre septiembre del año 1974 y fines de 1976, siempre tuvieron para mí un lugar significativo. Es sabido que la juventud implica una atracción natural hacia la aventura. En esa época, a pesar de tener sólo veinticuatro años, mi memoria ya había archivado distintas experiencias de intenso y diverso contenido, que se sumaron a las que intentaré relatar aquí. Esas emociones se fueron grabando a fuego en mi memoria, en esos momentos apuntando sólo a una utópica y lejana vejez, no al texto que hoy los contiene. Producto de haber practicado la caza menor y mayor desde muy temprana edad, tanto yo como mis hermanos, habíamos obtenido un amplio conocimiento sobre el manejo y funcionamiento de todo tipo de armas. Mi familia pasaba por una relativa tranquilidad económica que en ese entonces creíamos nos acompañaría siempre. En esa época éramos (o al menos nos sentíamos) todos inmortales y estábamos a salvo de imprevistos.
Años más tarde, quizá pensando en esos momentos en que la felicidad parece un estado natural del hombre, escribí esta frase:
“La felicidad es como una hermosa muchacha en un baile de disfraz. Generalmente descubrimos que la hemos tenido en nuestros brazos, cuando, al dar las doce, todos se sacan el antifaz. Por supuesto, en ese momento, ella está bailando con otro.”
Para graficar ese lapso de mi vida podría decir que en los años citados yo estaba bailando con esa muchacha llamada Felicidad. Podría contar también que al dar las doce la saqué al balcón, la besé y me la llevé a pasar la noche conmigo. Después, como suele suceder, ella se fue... Ya se sabe... la felicidad es mujer... y es así...
Pero esa es otra historia... En esos años yo tenía todo lo que podía pretender un joven de esa edad. Obviamente, en primer lugar y como el mayor tesoro que puede y debe valorarse en su momento (y añorarse cuando se ha perdido), tenía juventud. Ninguna preocupación seria a la vista, un vehículo, nuevo o de pocos años, para salir, algo de dinero en el bolsillo, una familia joven y con mucha salud que me apoyaba en todo, y un horizonte lejano que me decía que tenía tiempo,... mucho tiempo por vivir... Realmente era muy feliz.
No sé si este escrito llegará algún día a ser algo parecido a un libro. Comienzo a escribir con el único objetivo de salvar del olvido anécdotas y recuerdos diversos que tuvieron lugar dentro de esos dos años. Sospecho que muchos se habrán perdido irremediablemente dentro de las miles de neuronas que a esta altura han escapado despavoridas de mi cerebro.
Por tratarse de un texto autobiográfico, intentaré ilustrar aunque sea someramente, sobre esos lejano pero cercanos - según se mire - años setenta.
Cualquiera que haya llegado a conocer la Argentina del año 2.000, coincidirá conmigo en que aquellos años (Gobierno de Lanusse) eran, económicamente, buenos. Estoy, obviamente, comparándolos con los que les siguieron. A pesar de las disconformidades que permanentemente han existido y existirán, mientras seamos tercer mundo. ¿O cuarto? ¿O quinto?
La historia, una de las versiones, hablará de los grupos subversivos que se jugaban la vida combatiendo contra la corrupción del capitalismo. La frase “vender el país” estaba en todas las arengas políticas provenientes de ese sector; he leído que en ese momento no era original ni novedosa y seguramente seguirá usándose siempre. Hoy sabemos que la verdadera gran venta empezaría años más tarde, y lamentablemente en manos democráticas. Y no sería una venta, sería un remate sin base, sin respaldo (y en algunos casos sin obligación de pago) al que sólo estarían invitados los amigos del gobierno.
Otra versión, desde la vereda de enfrente, justificará la intervención de los militares que, desde el poder, arrasarían por igual con malezas y flores. Aclaro aquí que no apoyo de ningún modo al gobierno militar que dio el golpe del 76 y condeno totalmente las barbaridades que, me consta, cometieron, incluso dentro de mi familia; pero igualmente debo decir que nunca me sentí representado y mucho menos defendido por ninguna de las agrupaciones subversivas que alguna vez pretendieron llegar a gobernar el país por medio de la violencia. Supongo que los estudiantes de las generaciones venideras pasarán por alto los pormenores de esas páginas históricas y esbozarán un discreto resumen, apenas como para aprobar la materia. Es muy complicado y sangriento (y muy subjetivo) el detalle de todo lo que pasó entonces en el país. Paralelo a esos acontecimientos, la vida comercial se desarrollaba casi normalmente con un solo fantasma permanentemente al acecho: la inflación derivada de la incurable inestabilidad del dólar.
Resumiré hasta donde pueda la historia familiar que me situó en el momento y lugar de los hechos que he decidido relatar: A fines del año 1970, el negocio del momento parecía ser la instalación de canchas de bowling. En realidad lo era; si bien la inversión inicial era significativa, el margen de ganancia era amplio y las recaudaciones, al menos en un principio, importantes. En todas las grandes y medianas ciudades del país nacían de la noche a la mañana estos ruidosos y concurridos locales que nos permitían equipararnos con los jóvenes estadounidenses que veíamos en las películas, derribando palos, invariablemente vestidos con pantalones vaqueros y camisas cuadriculadas en tonos rojo y azul.

De algún modo apareció en mi familia la idea de instalar un negocio de ese tipo en Huinca Renancó, localidad del sur de Córdoba donde había nacido mi madre y yo había cursado algunos estudios un par de años antes. Hacia allí partimos y algunos meses después, más precisamente el 14 de enero de 1971, inauguramos una confitería con cuatro canchas. Inmediatamente después de esta apertura, mi padre decidió que General Pico, segunda localidad de importancia de La Pampa, era un buen lugar para continuar con ese tipo de negocios. El 20 de octubre del mismo año, abríamos allí otra confitería con seis canchas.
Mi vida, desde entonces, comenzó a desarrollarse alternadamente entre estas tres ciudades del centro oeste de la Argentina: General Alvear, Huinca Renancó y General Pico. Viajaba muy seguido y era raro que pasara más de dos días en el mismo lugar.
A mediados del año 1974 vendimos el negocio que teníamos en Huinca Renancó. Hasta entonces ése era el lugar que yo administraba y donde tenía mi residencia más estable, por lo tanto, desde el momento de la venta, quedé en cierta forma, desocupado.
"El Bosque" era y fue por muchos años una whisquería muy famosa en General Alvear. No era uno de los lugares que yo frecuentaba. Acababa de cumplir 22 años y no me parecía nada interesante, ni necesario, pagar por una sonrisa o una caricia. Una noche de domingo, mi tío Roberto (hermano menor de mi madre, de mi misma edad y ya fallecido) me presentó una amiga que trabajaba allí. La chica se hacía llamar Karina y tenía 18 años. Era morocha, muy bonita y agradable. Y lo más importante: no quería hacer ningún trato comercial conmigo.
Continué saliendo con esa chica cuando otros compromisos del mismo tipo, pero contraídos con anterioridad, me lo permitían. No entraré en detalles que en nada hacen a lo que quiero llegar, que es a cómo, cuándo y porqué, arribé a la conclusión de que instalar una whis¬quería era un buen negocio y lo principal: que yo era capaz de hacerlo.
Seguramente arrastrado por mí, otro amigo, Julio Fuertes, entró al grupo relacionándose con otra piba del mismo boliche. Osvaldo, mi primo, que entonces sólo tenía quince años, también comenzó a frecuentar el lugar a escondidas de su padre y solía acompañarnos en todas los pormenores de esas salidas.
A veces íbamos al Bosque directamente al cierre, a las cinco de la mañana. Nos acostábamos a dormir y poníamos el despertador a las cuatro y media. Por supuesto, la cara de dormidos que llevábamos desentonaba, pero nosotros estábamos descansaditos y con cuerda para rato.
Sin proponérmelo, todos los detalles que veía o escuchaba de esas chicas (que, aclaro aquí, jamás nos pidieron un solo peso) iban quedando en mi mente: Cuánto ganaban ellas, cómo se preparaban las copas, qué extraño líquido se servía en lugar de whisky, etc. Llevaba esta forma de vida nocturna paralela a una vida social y familiar medianamente normal.
Meses más tarde, ya entrado el otoño del año 74, viajé a General Pico acompañado de dos amigos. El motivo: pintar la confitería del bowling que, como dije, teníamos allí.
La primera noche, un lunes de mucho frío, junto a mis amigos, fuimos a “Marimar”, una whisquería que había abierto sus puertas hacía pocos meses. Estaba ubicada detrás del frigorífico Vizental. Sólo había dos chicas, una de ellas embarazada de siete u ocho meses. Pero era el único lugar abierto; tomamos una copa mientras escuchábamos algunas cumbias, y nos fuimos. Una semana más tarde, cuando regresé a General Alvear ya tenía firmemente instalada la idea de poner un negocio de ese tipo en General Pico.
Había hecho muchos cálculos y averiguaciones al respecto. Me atraían varias cosas, entre ellas el escaso capital invertido en los negocios de ese tipo que conocía, (que no eran muchos) el generoso margen de ganancia y la posibilidad de recaudaciones similares a las que en ese momento obteníamos con las canchas de bowling, muchísimo más costosas. Contra lo que pueda suponer algún desprevenido, adelantado o mal pensado, puedo asegurar que lo que menos me importaba era la cercanía de esas mujeres, supuestamente fáciles. (No son tan fáciles ni son para todos, ya hablaremos de eso.)

Dentro del proyecto (que, como otros, no abandonaría mi mente hasta el intento), había deducido que para el negocio familiar del bowling no era conveniente que mi nombre figurara en una habilitación municipal de un negocio de ese tipo. Eso podría quitarnos alguna clientela. En esas ciudades chicas es muy fácil desprestigiar un negocio por un de¬talle como éste, que en cualquier lugar más poblado, pasaría inadvertido.
Consulté mi propósito con mi padre, mostrándole los cálculos que mi recién adquiri¬da experiencia me permitía sacar. Mi viejo, (hoy lo entiendo al comparar la similar relación que tengo con mi hija Macarena) para cualquier respuesta referida a algún pedido de sus hijos, había olvidado la palabra “no”. Confiaba plenamente en nosotros y supongo que, más allá de los resultados, le bastaba con saber que éramos felices haciendo lo que queríamos. Alguno podrá opinar que se equivocaba; yo creo que, sin saberlo, tenía una formadísima y propia filosofía de vida que me he propuesto trasmitir a mis descendientes. La vida pasará, de todos modos, pero para el que está haciendo lo que no le gusta hacer, pasará más rápido.
Pablo, otro gran amigo que me había dejado mi tortuoso paso por la escuela secundaria, fue en ese momento el elegido para representarme en la habilitación municipal. Una mañana, en la confitería del Hotel Grosso de General Alvear, le pedí que me acompañara en ese proyecto, trabajando para mí. Él me contrapropuso que hiciéramos el negocio en sociedad. Me pareció razonable lo que alegaba y pocos minutos después estábamos de acuerdo en encarar ese negocio a medias. Uno o dos días más tarde salíamos hacia General Pico a buscar un local para alqui¬lar, preferentemente en las afueras de la ciudad.
Intentaré resumir lo arduo que fue aquello que inicialmente nos parecía tan fácil: recorrimos todos los alrededores buscando primero una quinta, luego una casa, un salón o al menos un galpón donde instalar nuestro negocio. No encontramos nada que sirviera a nuestros fines.
Decidimos intentarlo en América, localidad cercana de la Provincia de Buenos Aires. El In¬tendente en persona nos aconsejó que no lo intentáramos. Según nos dijo en confianza, el Consejo Deliberante era contrario a ese tipo de negocios y no iban a fundir con impuestos municipales creados especialmente para nosotros.
Regresamos a General Pico desilusionados y dispuestos a continuar la búsqueda en Castex o Santa Rosa. Pero al llegar, Crescencio, el encargado del bowling, nos tenía una buena noticia: Un señor de apellido Nievas tenía una quinta para alquilar por un precio que no llegaba a la mitad de lo que esperábamos pagar.
Estaba situada en las afueras de la ciudad, camino a Eduardo Castex. El total del lote cubría una su¬perficie de dos hectáreas y la vivienda estaba en el centro del terreno. Aunque en un principio nos pareció pequeña luego descubrimos que servía perfectamente para nuestros propósitos. El dueño tenía más de sesenta años y a juzgar por el aspecto de abandono que reinaba en el lugar, no iba nunca por allí. Era el mes de agosto de 1974.
Pablo y yo regresamos a General Alvear con el contrato de alquiler por dos años y un croquis de la casa. También llevábamos una recién empezada lista de cosas por comprar y hacer.
Sería largo, aburrido e innecesario enunciar todos los detalles y problemas que aparecieron en los tres meses que nos llevó dejar esa casa sin terminar, convertida en un local nocturno. Trataré de ser conciso en este resumen: De General Alvear llevamos un albañil. Se llamaba Alberto y era conocido de Pablo. Entre los tres, volteamos dos paredes interiores, convirtiendo las dos habitaciones y la sala central en un solo ambiente. Hicimos un baño completo para hombres, dividimos el existente en dos, para las chicas. Levantamos dos paredes transformando un porche en cocina, abrimos algunas puertas, cerramos otras y luego de hacer toda la instalación de agua y de luz (inicialmente la casa carecía de ambas cosas) salpicamos todo el interior y el exterior y pusimos algo más de treinta luces de colores iluminando el parque que separaba la casa de la ruta. Finalmente mandamos a hacer un gran cartel luminoso que colocamos sobre la torre del molino. En él decía solamente "Mimo’s”, al lado del dibujo de una copa burbujeante. El nombre lo sacamos de una revista, más precisamente de una propaganda de un boliche similar de la Capital.
Todos estos trabajos los realizamos entre el 15 de septiembre y el 6 de diciembre, fecha en que abrimos nuestras puertas a la noche pampeana. Mientras hacíamos el boliche, armamos una gran carpa, similar a las de los gitanos, en el amplio patio, a unos cincuenta metros de la ruta, y allí instalamos nuestras camas.
En el mes de octubre, Karina, Marisa y Mariana (nombres artísticos) desertaron de su trabajo en la Whisquería “El Bosque” y viajaron conmigo a General Pico.
Una vez allí, las instalé en el Hotel Centenario, propiedad del vasco Etchegorry, un personaje muy conocido entonces.
Diez días antes de inaugurar, Marisa se fue a Río Cuarto, su ciudad natal, con la promesa de regresar en dos o tres días. (Recién lo hizo a fines de 1975, es decir, casi un año después.)
Después de sortear varios problemas que la municipalidad se encargó de proveernos, nos encontramos con que teníamos el boliche listo, habilitado y con la heladera llena... y sólo nos quedaban dos chicas: Karina y Mariana. El trabajo y los inconvenientes citados nos habían absorbido todo el tiempo que debiéramos haber empleado en lo más importante para ese tipo de negocios: el personal femenino.
Ya estábamos resignados a abrir con esas dos chicas cuando milagrosamente el 5 de diciembre llegó Omar, un amigo de Alvear. Nos traía otra empleada de “El Bosque” que desertaba para probar suerte en La Pampa.
Se hacía llamar Martha. Ya teníamos tres. Eran pocas, pero “Marimar”, el boliche contra quien competíamos también tenía ese número, así que al menos en eso estábamos parejos. Aunque debo reconocer que en ese momento nuestras chicas eran más lindas y mucho más jóvenes; Karina tenía 18, Mariana 19 y Martha 20.
Al igual que otros detalles, el sistema adoptado para atender al publico lo copiamos de “El Bosque”, mejorando lo que consideramos conveniente.
A fin de no achicar el espacio que dejaríamos como sala principal, construimos una barra de unos tres metros, directamente contra la pared. Es decir, sin un espacio detrás. Allí, en esa pared, colocamos un gran espejo que daba imagen de amplitud. En un extremo de la barra, ésta doblaba un metro haciendo una “L” y allí había un agujero (pasa platos) de unos 40 x 60 centímetros que comunicaba con la cocina. En ese pequeño sector, detrás de ese único metro de barra real, se ubicaba el mozo listo a atender a los clientes y chicas, repitiendo los pedidos por la citada abertura a quién en ese momento estuviera encargado de servir las copas adentro. La adopción de este sistema, entre otras cosas, nos daba la posibilidad de servir cualquier marca barata de bebida sin que el clien¬te viera la botella. Del mismo modo, a la hora de pagar, el hecho de no saber quiénes, o cuántos, estaban adentro, disminuía las ganas de causar problemas. También era una ventaja la posibilidad de poder controlar con total exactitud el total de la venta, cosa que hacíamos adentro con una caja registradora. Allí, dentro de esa habitación que llamábamos cocina, se hacía todo lo que no hacían las chicas para el funcionamiento del negocio: Poner y mantener constante la música, servir y lavar copas, registrar lo vendido y, en verano, mantener la heladera llena. Cuando inauguramos esa tarea la hacíamos entre tres personas porque la actividad era mucha y la experiencia poca.
Creo recordar que el muchacho que trabajó con nosotros al inaugurar se llamaba Jorge. A los pocos días abandonó el trabajo sin avisar. Lo suplantó José Luis, un joven de 18 años. Provenía de Buenos Aires, pero ignoro por qué estaba allí, en General Pico. Estuvo varios meses con nosotros y se ganó nuestra amistad por la responsabilidad, eficiencia y prolijidad con que desempeñaba su labor. En pocos días llegó a ocuparse él solo de todos los trabajos citados como concernientes a la parte interna del negocio. Hay que tener en cuenta que la orden era no dejar que se cortara la música en ningún momento. Imagine el trabajo que en estos días hace el disc-jockey de un boliche bailable, en ese momento con discos de vinilo, (algunos en formato long play y otros en simples de 33 y 45 r.p.m.) un amplificador monoaural, marca “Ucoa”, de 40 wats, dos platos giradiscos y un “mezclador” que consistía en una cajita de chapa con dos potenciómetros. Agréguele la tarea de servir y registrar los pedidos, y luego súmele todo lo que hace un lavacopas. José Luis lo hacía todo y todo lo hacia rápido y bien. Se fue en lamentables circunstancias que detallaré más adelante.


La noche de la apertura contratamos a un mozo que había trabajado en el bowling. Vino muchísima gente; había una gran expectativa con lo que íbamos a ofrecer después de tanto tiempo de reformas.
Como un detalle que revelaba nuestro origen, a las chicas, como comprobante de las copas que iban sacando a los clientes, les entregábamos fichas de las que en Mendoza se usan para la cosecha de uva. Como ellas estaban vestidas, como es usual, con poca y sugestiva ropa, (nunca tan poca como la que hoy se ve en esos lugares) no tenían lugar para guardar esas fichas. Debido a eso, en ese momento a ellas les pareció conveniente dejárselas al mozo para que se las tuviera hasta el cierre. En el interior, donde servíamos las copas, nosotros teníamos un vaso rotulado con el nombre de cada chica. Allí cada vez que sacábamos por la ventanilla una copa de dama con su respectiva ficha, echábamos otra, llevando así doble control.
Al finalizar esa primera noche, cuando llegó el momento de pagarles a las chicas, se armó un escándalo. Todas estaban seguras de haber hecho más copas de las que figuraban en nuestro control interno. El mozo sacó un puñado de fichas de un solo bolsillo. Había mezclado las de las tres complicando el problema. Aún así, separando lo que cada una dijo haber vendido, también a él le faltaban fichas.
Para no tener problemas con las chicas en esa primera noche de trabajo, decidimos pa¬garles de acuerdo con sus cuentas. Tanto Pablo como yo, nos quedamos con la certeza de que el mozo, de alguna forma, era el culpable del enredo y seguramente el beneficiario.
Aún así, la recaudación de esa primera noche fue muy buena y nos sirvió para corregir muchos deta¬lles que creíamos tener claros. Los clientes se fueron conformes a pesar de la eviden¬te falta de chicas. Hasta ese momento nosotros conocíamos muy poca gente de ese ambiente. Esa noche comenzamos a hacer nuestros primeros amigos, y seguramente nuestros primeros enemigos.
A la noche siguiente llegamos al boliche con un plan para descubrir al mozo. A poco de abrir, Pablo se sentó en un lugar oscuro del boliche dispuesto a vigilar todos los movimientos. El mozo, en un momento dado, me pidió una cerveza por el pasa platos diciéndome que no se la registrara porque era para su propio consumo. Antes de que hubieran pasado cinco minutos, Pablo entró en la cocina con una sonrisa que decía todo: lo había descubierto. Con la cerveza que acababa de pedirme, el mozo le había servido una copa a una de las chicas, sin avisarnos a los que estábamos adentro, fichando. La chica, por supuesto, anotó mentalmente otra copa en su cuenta. El mozo le cobró esa copa al cliente y ese dinero quedó en su bolsillo. Le había salido muy bien... pero sólo por una noche.
Pablo, por el pasa platos, le alcanzó una ficha diciéndole:
- Tomá, esta ficha es por la cerveza que le serviste recién a Mariana de la lata tuya. Ya te la fichamos acá en la re¬gistradora.
No hizo falta más. Más tarde, al cerrar, mientras arreglábamos cuentas, el mozo nos adelantó que no sabía si iba a poder venir a la noche siguiente porque tenía un compromiso anterior.
Desde ese momento y por algún tiempo, Pablo se puso el saco de mozo. Durante la noche, él atendía al público mientras yo ayudaba a José Luis en la cocina. Por las tardes yo me hacía cargo de todo lo relativo a la limpieza del local, compra de las bebidas y demás cosas necesarias para el funcionamiento del negocio.

Antes de que mis recuerdos me alejen del momento que estoy relatando, referido a los comienzos de la actividad comercial, quiero hacer justicia con alguien que nos ayudó mucho en esa época, más allá de la relación la¬boral inicialmente tratada: Alberto, el albañil que llevamos de General Alvear. Se quedó con nosotros cuando terminó los trabajos citados y esperó el momento de la apertura ayudándonos en todo lo que podía. Fue nuestro primer portero. Con un saco tipo smoking, con solapa de raso, el pelo corto y su cara picada de viruela, re¬flejaba la imagen cinematográfica de un gángster de Chicago.
Creo que en este aspecto andábamos todos parejos. Pablo se dejó la barba en el mentón y el pelo largo. Yo también usaba barba o largas patillas, alternativamente. El cabello a veces demasiado largo, a veces demasiado corto.
Todos los hombres del grupo que llegamos a formar luego de la apertura, entre empleados y amigos, portábamos armas durante la noche y muchas veces durante el día. Era común entonces. Nos apasionaban las armas y hoy, haciendo memoria, veo que, repartidas entre el hotel, el auto y el boliche, llegamos a tener lo que un diario actual llamaría un verdadero arsenal: Pablo, para su uso personal, portaba un revólver calibre 38 largo. Yo solía llevar un revolver 32 marca Rubí Extra. Pero además de esas armas que, prácticamente eran parte de nuestra vestimenta, teníamos: una pistola Ballester Molina calibre 45 (que más adelante cambié por otro revólver 38), dos revólveres calibre 32 (marcas Tanque y Dos Leones), una escopeta de dos caños y otra de un caño, ambas de calibre 16, un pistolón de dos caños, calibre 12 chico, y dos revólveres calibre 22. Durante esos años, adquirí en una armería local una escopeta de repetición Battán del 12 grande, un revolver Bisonte, réplica del Colt 44, dos rifles 22 y una pistola Bersa, también calibre 22.
Aunque siguen gustándome las armas, confieso que hoy me atrae más su tecnología que su capacidad de matar.


Es posible que actuales habitantes de General Pico disientan conmigo en lo que voy a decir, pero cada uno acumula recuerdos conforme al ambiente y al horario en que se ha movido. En aquellos años, después de la doce de la noche, General Pico era un lugar inseguro, o al menos imprevisible. Y para sentirse seguro no bastaba con andar armado. Había que tener bien en claro qué actitud se iba a tomar en caso de encontrarse mez¬clado en un problema. Las peleas eran frecuentes en cualquier lugar nocturno y sacar un arma equivalía a tener que tirar. Porque seguramente su rival estaba armado. Y en ese caso no se podía dudar.
Entonces no se hablaba de "Seguridad Pública". Directamente no existía ni el término ni la seguridad. Había algunas patotas que podían encontrase a toda hora. Estaban compuestas por menores o jóvenes que rara vez pasaban los 20 años. La mayoría habían trabajado en las campañas políti¬cas de entonces y se sentían protegidos por los políticos que, según ellos, les debían el cargo.
Ninguno de los que vi detener por la policía por cualquiera de los centenares de problemas que causaban a diario, pasó más de una noche en el calabozo. En esos mismos años, a las doce de la noche, por pasar de los 40 kilómetros por hora permitidos, me demoraron tres horas en la comisaría. Por supuesto, yo no era pampeano y nadie recordaba haberme visto pegando carteles en las últimas elecciones.
Todos estos patoteros llevaban armas, algunas de grueso calibre, y no temían mostrarlas. Se sentaban a cualquier hora a tomar cerveza en alguno de los bares céntricos y dejaban las armas sobre la mesa. Si estaban de buen humor hasta podía ocurrir que pagaran lo consumido sin romper nada. Pero cuando andaban con ganas de buscar problemas, su imaginación no tenía límite. Por la noche, cuando ya no quedaban negocios abiertos, solían simular tiroteos entre ellos, de vereda a vereda. Por supuesto que en vez de apuntarse entre sí, los blancos eran automóviles o vidrieras que tenían la mala suerte de estar allí.
Al otro día la gente comentaba el tiroteo, mientras los su¬puestos protagonistas del mismo tomaban cerveza juntos, riéndose y planeando la próxima gracia.
Eran un verdadero peligro para quién se encontrara con ellos en uno de esos momentos de inspiración. Como ejemplo recuerdo lo que le sucedió a un taxista que tuvo la mala suerte de llevarlos una noche. Después de pasear a discreción por toda la ciudad, se hicieron llevar a una pizzería. Allí “invitaron” a bajar al taxista y lo hicieron sentar en la cabecera de la mesa. Cuando llegó el momento de pagar, mirándolo fijamente con un mensaje silencioso pero claro, le dijeron al mozo que él los había invitado. El taxista pagó y se retiró. Fue directamente a poner la denuncia en la comisaría. El mozo de la pizzería declaró que el hombre no había protestado, ni hecho ningún gesto que demostrara que estaba pagando en disconformidad. A los atorrantes citados ni siquiera los llamaron para preguntarles si era cierto.
Tuvimos algunos encuentros en los que, por alguna misteriosa causa, no corrió sangre. Ellos, instintivamente y desde que aparecimos, no nos querían. Nosotros tampoco los queríamos. Más adelante relataré algunos pormenores de estos encuentros.


Si bien mi intención inicial fue narrar cronológicamente mis recuerdos, puede suceder que el tiempo transcurrido haya entremezclado algunos, por lo que es posible que más de una vez deba volver hacia atrás a fin de no dejar afuera algo importante que aparezca en mi memoria inesperadamente.
Quiero dejar en claro ahora que recién voy entrando en el tema, que no pretendo, aspiro ni deseo que este texto sirva de modelo de vida. Es más, estoy seguro que sería un pésimo ejemplo y que nadie debiera siquiera intentar imi¬tarme. Un misterioso impulso, que no trataré de analizar aquí, me lleva a dejar registrado el modo en que gaste esos dos años de mi vida. Además de las múltiples enseñanzas que me dejaron las experiencias vividas, hoy veo que logré lo que en ese momento quería: vivir intensamente cada segundo. Algunos de mis amigos y compañeros de esa época viajaron a Estados Unidos a lavar copas o se fueron de mochileros a Barilo¬che. Hubo quienes se decidieron a estudiar y lograron un título universitario que hoy los sitúa en una sólida posición social y económica. Otros abrazaron las ideas políticas de moda e ingresaron a alguna de las agrupaciones de izquierda que más tarde entrarían en la clandestinidad con los resultados por todos conocidos. Algunos entraron a trabajar en la municipalidad o en los bancos locales y se casaron por la iglesia con su primera novia. Pero yo quería otra cosa: me atraían las emociones fuertes o al menos, distintas. Por ejemplo, me fascinaba, y aún me apasiona, la caza mayor de riesgo. Esperar toda la noche, solo, dentro de un pozo, en medio del campo, a un jabalí de mal humor y largos colmillos. Me gustaba viajar a alta velocidad tratando de bajar mi propio tiempo promedio entre dos puntos. Me atraía el peligro, la excitación y la seguridad que da el llegar al punto de sentir miedo y pasar por encima de ese miedo. Quizá fue detrás de esa emoción que decidí instalar una whisquería. Quería zambullirme en ese mundo, para algunos sucio. Aún sabiendo de antemano que ése no era mi lugar, quería conocerlo y analizarlo desde adentro. Lo hice, y dos años después, emergí, regresé, casi, casi... limpio, pero con una cuantiosa e invalorable carga de vivencias y experiencias incorporadas a mi memoria.
Fue una aventura más. Sólo eso. Ni yo era para ese ambiente, ni ese ambiente era para mí. Pero la única forma de saberlo era entrando en él.

Antes de abrir ese boliche, nuestras incursiones en la noche piquense nos habían da¬do indicios de lo bravo que se presentaba el futuro para nosotros. Sabíamos que nos estábamos metiendo en algo peligroso y que tendríamos que enfrentar situaciones en las que nuestra actual preparación no nos serviría de mucho.
En este tipo de negocios, el que está al frente debe mantener una amenaza latente sobre cada cliente que entra. Debe quedar siempre bien claro quién manda dentro del salón. Claro para los clientes... y para las chicas. Pero eso lo dejaré para más ade¬lante.

1 comentario:

  1. Es todo un relato de vida, la autobiografía de su vida Antolín y, al mismo tiempo la ubicación de un momento histórico, hasta ahora es interesante, sobre todo por que es como hablar con un amigo al que se ha conocido recién en un largo viaje hacia el tiempo y el espacio, con quien se comienza a charlar y es Antolín quien se aboca a decidir el rumbo de la conversación, a describir el mundo de su felicidad, hecha mujer por el puro capricho de ser hombre y sentirla opuesta... Bien yo no identificaría a la felicidad en el cuerpo de una mujer, pero ya ve que aquello de la felicidad la pintan calva, por aquello de que el que atrape su cola de caballo tendría que tirar con fuerza de ella para poseerla; pues da qué pensar, aún cuando podría ser una unicornia... Saludos y felicito su estilo coloquial de escribir.

    ResponderEliminar